De manera que las raíces de la traición se originaron en la afirmación del yo contra los propósitos del que lo había llamado
Él era, según todos pensaban, el mejor del grupo: un patriota listo a arriesgar su vida para romper el yugo extranjero, un experto organizador, un mago de las finanzas, un hombre de grandes perspectivas, de frío valor y atrevimiento calculado.
La ruta comenzó demasiado bien para él. Se le confió mucho. Cada oportunidad de progreso era suya. La paciencia se inclinaba bastante para pasar por alto sus fracasos; la esperanza miraba hacia arriba para descubrir un destello de luz en cada nube que pasaba sobre su vida; el amor trabajó durante más de tres años para enderezar todo lo que estaba torcido en él, para encauzar su autoconfianza hacia objetivos más nobles, y reemplazar el espíritu de su lealtad dividida por una devoción indivisa.
Pero Judas se lanzó al abismo de la traición. Mediante aquel beso infame, “arrojó una finísima perla fuera del alcance de su alma”[1], y no dejó tras sí nada digno ni decente. Su nombre no gusta a nadie: nadie llamaría Judas a su hijo.
¿Dónde estuvo el mal? ¿Fue aquello, codicia por el dinero, ambición de honor, impaciencia con los métodos del Maestro? ¿Tuvo el propósito de forzar la situación, y crear un clima que indujera a Jesús a lanzar una dramática inauguración del reino mesiánico? ¿Fue el acto desesperado de un discípulo frustrado?
La anatomía de la traición está hecha de elementos más poderosos. El acto en sí no fue ni repentino ni dramático. Tampoco fue, como la negación de Pedro, una aberración. La traición de Judas fue lenta e imperceptible; creció como un cáncer a través de los años. El fracaso interior comenzó mucho antes del acto externo. Cuando Jesús alimentó a los 5,000 con cinco panes y dos peces, Judas fue el primero en captar y procesar el valor mercenario y político de ese milagro. ¿No era acaso suficiente la habilidad de producir comida suficiente como para atraer a Jesús a millones de hambrientos y así lanzar un golpe de estado contra los odiosos romanos? Cuando Jesús repudió el intento de hacerlo rey y se dio a conocer como el “pan de vida”, se inició el desencanto de Judas: “Sus [de Judas] esperanzas eran ambiciosas y su desencanto fue amargo”.[2] Él no marchaba al ritmo del mismo tambor que Jesús. El reino que Judas anhelaba no se parecía al reino que Jesús anunciaba. De ese choque surgió la traición.
De manera que las raíces de la traición se originaron en la afirmación del yo contra los propósitos del que lo había llamado. El yo dominaba tanto a Judas que no alcanzaba a percibir ninguna posibilidad de error en su actitud. La arrogancia, la acusación, el orgullo, la avaricia, e incluso la traición misma no le parecían del todo fuera de lugar para alcanzar la meta que el yo le había señalado. Incluso el discipulado no era más que el camino para lograr su propia gloria por sus propios métodos. Y en el proceso, el verdadero significado y propósito de seguir a Jesús se desvaneció. Así, cuando una devota seguidora de Jesús decidió ungir sus pies con un costoso ungüento, Judas denunció el acto como un necio derroche, una estupidez sentimental (Juan 12:1-8). El dinero era todo lo que Judas podía ver o tocar; todo lo que podía experimentar era lo inmediato, no lo eterno. Era totalmente insensible a la verdad de que la vida consiste en algo mucho más que lo material, más que lo tangible. ¿Cómo mide uno el amor de una madre para con su hijo vagabundo? ¿Cómo ha de justipreciarse la gratitud? ¿Cómo ha de preciarse la lealtad, la integridad y la compasión? Judas pesaba la vida siempre en términos de la bolsa del dinero que llevaba consigo. Pero Jesús señalaba que la verdadera vida debe hallarse en el frasco de alabastro, en quebrarlo, para que su precioso ungüento abarque simbólicamente al mundo con la fragancia del amor sacrificial de Cristo. En la prueba crucial del discipulado —la prueba de la transición de la bolsa del dinero al frasco de alabastro— Judas fracasó. El reino de Judas no tenía lugar para la cruz. Y surgió la traición.
Además, la traición se gestó en la tendencia de Judas a vivir dividido y no como un ser íntegro. La singularidad puede ser recomendable, siempre y cuando tenga el todo en vista. Judas era singular: era un hombre de negocios, un gran organizador, dispuesto a alcanzar su blanco de un reino terrenal. Pero al luchar por su singularidad, no estaba preparado para dejarse guiar por el todo, lo más grande, lo eternal. Si hubiera estado dispuesto, habría aprendido que el discipulado no es un fin en sí mismo, sino sólo un principio, sólo una parte de la experiencia. El resultado exitoso de un discipulado tal no depende tanto de luchar por lo propio, sino en la sumisión a las demandas de Aquel que nos llamó, a saber Jesús y su cruz. Al no someterse, Judas falló en la prueba decisiva del discipulado, y la traición halló su plataforma de lanzamiento.
Pero ni el amor ni la traición pueden triunfar sin instrumentos dispuestos. Lucas, al principio de su historia, nos dice cómo Jesús oró toda la noche solo en la montaña antes de elegir a los doce, incluyendo a Judas (Luc. 6:12-16). Y Jesús creyó que los doce eran el don que Dios le había dado (Juan 17:6-9). ¿Fue Judas, el único de Judea en el grupo de los doce, la respuesta a la oración de Jesús? ¿Lo eligió Jesús como un instrumento de su voluntad y su propósito, y en este proceso arriesgó su propia vida? El amor siempre está dispuesto a asumir riesgos: lo vemos en la creación, en el éxodo, en la encarnación, en la cruz, en nosotros mismos. Así que, ¿maravilla que Jesús haya arriesgado el reino a través de la persona desconocida, impredecible, y poco confiable de Judas? El riesgo revela, por un lado, la inmensidad del amor y la gracia divinos, y por otro, la profunda herida que la traición le causa a ese amor.
Pero ningún análisis de la anatomía de la traición puede ser completo sin aquellas tristes palabras registradas en el tercer evangelio: “Y entró Satanás en Judas” (Luc. 22:3). La traición comienza con esa tentación: el suave y dulce susurro de Satanás que nos dice que somos nuestros propios amos, y que no necesitamos que Dios ni ningún hombre nos trace el rumbo de nuestra vida. Y la traición termina con aquel beso execrable, negando a Aquel que más nos ama y negándonos a nosotros mismos en última instancia. Entre el principio y el final, se desarrolla el cruel drama del auto- engaño: la pretensión de profesar el discipulado, la hipocresía de buscar el reino de Dios, y la teatralidad del interés y la preocupación mundanales.
Pero Satanás no puede atrapar a una víctima que no esté dispuesta a dejarle libre la entrada. El rechazo voluntario y deliberado de una relación precede al acto de traición. Entre el camino de la cruz y la carrera hacia el poder, entre la transformación de la vida humana y la restauración del trono, entre las relaciones restauradas que logra el amor y la autoridad conquistada que tiene tanto sentido en lo inmediato, selló Judas su elección. De ese punto en adelante, la traición no fue más que un simple resultado:
“Una tarea más rechazada, un sendero más que no se transitó,
Un triunfo más del diablo y tristeza para los ángeles,
Un error más para el hombre, y un insulto más para Dios”.[3]
Y a partir de entonces, la traición enciende sus luces de advertencia a través de la historia: la senda de la traición pasa por la casa de todos, incluyendo a aquellos que son llamados. Ser llamados al discipulado es una cosa; elegir llevar la cruz es otra. Únicamente está seguro el discípulo que mira más allá de la infatuación del yo, a Aquel que no conoce el egoísmo: el Hombre del Calvario. Con él están el amor y la vida, la confianza y la esperanza.
Referencias:
[1] Shakespeare, Otello, V: 2:1.
[2] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, pág. 666.
[3] Robert Browning, “The Lost Reader”.