Solo una hora de comunión con Dios es suficiente para anticipar un día de éxito
Normalmente, me despierto y me levanto antes del amanecer. Me dirijo a la cocina, bebo dos vasos de agua, pongo algunos “trozos de madera” en la mente, para reencender el fuego de los pensamientos de la última noche y me acomodo en el escritorio para los momentos de devoción personal.
Estoy aquí, disfrutando de las bendiciones del encuentro con Dios. Y, con el pasar de los años, concluí que, independientemente de los rituales o los métodos utilizados, o de las lecturas que realizo, todo sirve como clave para abrir las puertas del templo de audiencia con mi Creador. Existe un profundo misterio en la adoración; un delicado mecanismo divino en funcionamiento que no puedo interpretar; un proceso del Cielo que no puedo explicar.
Un agitado día me espera. Hay muchas cosas que hacer, personas con las que me debo reunir, una gigantesca maquinaria administrativa que impulsa la vida a lo largo del camino de la productividad, de la conquista de elevadas metas y realizaciones aparentemente imposibles. Con todo, estoy aquí; en la quietud, esperando, escuchando, atento al eco que viene del Trono celestial, trayendo un susurro del corazón de Dios, imprimiendo en mí el sentido de la presencia de su Espíritu.
Es en la quietud de estos momentos que la conversación comienza a fluir dentro de mi alma. Entonces, abro mi corazón, derramándolo ante Dios. Dejo allí las cargas de mi espíritu, las aflicciones, las tristezas y las frustraciones que me hieren, la perplejidad de las relaciones. Todo eso fluye junto, a torrentes. Y me enfrento con mis limitaciones, mi tristeza en función de las cosas que se realizaron precipitadamente, o de lo que fue dejado sin hacer. Cambio el gemido por el cántico. Confesar faltas es difícil, aun cuando eso purifique el alma y siempre termine en gratitud. Entonces, me pregunto: “¿Por qué yo, Señor? ¿Cómo pudiste escoger a alguien como yo?”
Derramar naturalmente el corazón me conduce a la disposición de oír. “Terminé, Señor. Si tienes algo que te gustaría decirme, estoy pronto a escucharte”. Se debe dedicar a la espera de la respuesta de Dios por lo menos el mismo tiempo empleado en toda conversación anterior. Ahora, en el silencio del alma, habla a mi corazón. Algunas veces, la respuesta viene sencillamente en el sentido de paz que proviene de la certeza de que me escucha, me acepta, me comprende y me ama. En otras ocasiones, la respuesta me llega a través de la percepción de que mi Sumo Sacerdote recibió mis débiles intentos de alabarlo, escuchó y aceptó mis oraciones, respondiéndolas sencillamente por causa de su gracia y misericordias dispensadas a mí.
Así, el río de mi alma corre por gargantas estrechas, salta sobre rocas, fluye y refluye, forma remolinos… hasta que finalmente reposa como aguas silenciosas y profundas de paz, en la calma proveniente de la certeza de que Dios me acepta como soy, me transforma y me capacita.
Es el gran misterio de la adoración personal. Nuestras oraciones son, en realidad, tan débiles, y los argumentos de nuestro interior son tan desarticulados; incluso, hasta egoístas. A pesar de todo, el milagro de este tiempo vivido junto a Dios es que el Espíritu Santo comprende, no nuestras prácticas nefastas, sino el intento de nuestro corazón. Pablo afirma que el Espíritu intercede en nuestro favor con gemidos indecibles (Rom. 8:26); y el Padre, que busca tener la posesión de nuestro corazón y conoce la mente del Espíritu, acepta el intento de los profundos deseos de nuestra alma.
Oh, ¡precioso milagro de estos momentos de comunión con Dios! Solo una hora de contacto exclusivo con el Señor del universo es suficiente para anticipar un día entero de éxito, con la certeza de que nos conduce con seguridad, en las palmas de sus manos, en medio de las tormentas de la vida.
Sobre el autor: Presidente de la Asociación de Alaska.