El amor y el legalismo son conceptos distintos, y sin embargo deben unirse en acción armónica para la obtención de los mejores resultados. Siempre que se procure dar más énfasis a uno u otro, surgirán derivaciones del ámbito de las controversias y de las preferencias o puntos de vista personales, con las consiguientes reacciones y fricciones, y algunas veces con la formación de bloques partidaristas. El amor y el legalismo son tan necesarios el uno para el otro, y se complementan en forma tan completa, que bien podemos compararlos a marido y mujer. Aquél es diferente de ésta en su estructura física, y ambos tienen la vida en sí, aisladamente; es decir, apenas como hombre o mujer, función incompleta que aspira a la unión conyugal. Este vínculo no desvirtúa las características físicas que tiene cada uno, sino que promueve una amalgama de ideas y aspiraciones que resultan en el bien mutuo y son de gran significación social.

Y nótese, para ampliar la figura presentada, que cuando una de estas partes trata de excederse en sus funciones, se produce un desequilibrio de la armonía, con desagradables consecuencias.

El amor no puede tener un predominio absoluto, con perjuicio de la acción legalista a que debe ir unido. De la misma manera, el legalismo no puede erigirse en dictador de los principios y en ejecutor de las reglas, considerándose como el salvador de la patria o protector del orden, la moral y la decencia.

Basándonos en dos textos bíblicos, Juan 15:17 y 1 Juan 5:2, veremos luego que Dios ha reglamentado la práctica del amor fraternal y ha sujetado el amor a la obediencia. Amor y legalismo, por lo tanto, están “legalmente” unidos por la “amable” omnisciencia de Dios, como necesarios al bien común de sus hijos. Y lo que Dios juntó, no lo separe el hombre. Y si llega a hacerlo, se dobla bajo el peso de las responsabilidades, gime a causa de las consecuencias, y vive en un torbellino de malquerencias, incomprensiones e intolerancias.

Los fariseos eran legalistas acérrimos. En sus comienzos actuaron impulsados por piadosos propósitos, pero el celo y el amor que sentían por las cosas sagradas los llevó a emprender una campaña legalista con vistas a la elevación de las normas espirituales de Israel. El tiempo (este inexorable ejecutor de leyes, que hace madurar los frutos, pero que también los pudre), cambió el nombre y los propósitos de los primitivos Assideanos [partido que existía en la época en que los Macabeos se levantaron, celosos por la observancia externa de la ley]. Es posible que la dureza de los corazones haya contribuido a que despreciasen el amor y se tornaran lo que eran en los días de Jesús: apenas legalistas. Y qué cuadro más expresivo, que retrata en vividos colores este aspecto farisaico, se vio cuando llevaron a presencia de Jesús a una mujer para… ¿para qué? —Sí, para que fuera condenada, (Juan 8:1-5.) Ellos no veían en esa pobre criatura más que errores y faltas, que, según la ley, merecían un castigo inmediato. Como legalistas, no encontraban otra solución para ese caso. Podemos imaginar la expresión de sus rostros cuando estaban junto a la inculpada. Creo que la manera en que el Señor solucionó este caso, constituye una norma de conducta para el ministerio y los dirigentes de nuestras iglesias.

El no apoyó el pecado, sino que resolvió el problema de la pecadora; no menoscabó la observancia de la ley, sino que le dio una interpretación amorosa. La respuesta que le dio a la mujer: “Ni yo te condeno”, manifiesta la bondad de su corazón. Y su consejo: “Vete, y no peques más”, expresa su respeto hacia la observancia de la ley que él mismo creó. Desde el punto de vista farisaico, el epílogo de la historia habría sido una mujer muerta a pedradas; pero por la acción conjunta del amor y el legalismo. tenemos a una pecadora perdonada, arrepentida y salvada.

Hay razones que nos habilitan para decir que en muchos aspectos hoy se repiten estos incidentes históricos del ministerio de Jesús. Aquí y allá se observa un extremado legalismo, que se detiene en la observancia de los detalles que, en el fondo y concienzudamente analizados, nada tienen que ver con la fe y la pureza de corazón, por lo menos en la mayoría de los casos. El legalismo, tal como sucedió con los fariseos, en general peca de exceso de celo; y tiene el agravante de atribuirse derechos que no le fueron conferidos y de cultivar la presunción de virtudes que no tiene.

La Iglesia Adventista ha sido acusada muchas vetes de excesiva preocupación legalista, en vista de que procura reivindicar algunos derechos quebrantados que pertenecen a Dios. Esto, naturalmente, corre por cuenta de quienes son enemigos de la ley integral de Dios. Pero, si queremos ser sinceros, no podemos dejar de notar la existencia de algo parecido al legalismo en nuestro medio.

Es común el trato amigable que acostumbramos a dar a los que deseamos ganar para la verdad. Vamos a sus casas, los recibimos en las nuestras y en la iglesia, y les prodigamos muchas sonrisas y atenciones. Sin embargo, como estos conversos todavía ostentan muchos objetos, productos de la vanidad, de oro, plata, piedras preciosas, pintura y adornos exagerados, los pasamos por alto y vemos únicamente el corazón que deseamos ganar para Cristo. Estos son momentos muy felices tanto para el “pescador” como para el “pez”. Y es en esa atmósfera toda de amor en la que atraemos a las almas, y finalmente, las vemos bautizarse. ¿Y después? ¡Ah!, el después; ese después incierto en los caminos de la vida, que tanto oculta gozo perene como desdichas inmediatas. Sí, después, en muchos casos el amor se esfuma como la nieve derretida, para dar lugar al legalismo incomprensible y fanático.

Ilustra bien este punto lo que me contó un obrero esta semana. Es el caso de un joven que abandonó la iglesia para volver al mundo del pecado. Sin embargo, a veces asiste a los cultos. ocasiones en que es recibido por los miembros con expresiones de alegría, abrazos y palabras afectuosas. Naturalmente que este joven ex adventista se siente bien con estas demostraciones de aprecio, y la prueba la dan las siguientes palabras dichas a un amigo íntimo: “No deseo rebautizarme; quiero continuar así, porque soy siempre bien recibido y deseado, trato que no me dispensaban cuando pertenecí a la iglesia”. Son casos raros, gracias a Dios, pero que, sin embargo, llaman a una revisión de la conducta en lo que atañe al ejercicio del legalismo frente al deber de lo que nos impone el amor.

Reconocemos que el ejercicio únicamente del amor tiende hacia la condescendencia y el relajamiento de la disciplina; pero es igualmente cierto que ser solamente legalista es más peligroso, porque extrema y agudiza el espíritu en la creación de reglas y preceptos de alcance personal o local, dándole a los ojos la tarea de fiscales, pero sin el colirio del amor.

Sobre el autor: Secretario-tesorero de la Asociación Paulista, Brasil