Vivir fuera de la ciudad, mantenerse incontaminados y orar a Dios para que castigue a la ciudad pagana, parecía concordar con su condición y su cultura.

Desde que comencé a atender una iglesia del centro de la ciudad hace unos cinco años, constantemente me he preguntado: “Si el Señor amó tanto el mundo’ (Juan 3:16), ¿por qué no lo podemos amar nosotros?” También me pregunto si nuestro temor a la cultura secular no es tanto una manifestación de nuestra piedad sino de nuestra falta de amor por los no cristianos que viven en nuestras ciudades.

El ministerio de la iglesia primitiva se caracterizó por su extraordinario amor por la gente. Difundió el amor de Jesús mediante su humildad, al no discriminar, por su generosidad y su disposición a aceptar el martirio. Pero el cuadro de hoy es diferente, y la causa de esto puede ser tres acontecimientos históricos.

Primero. En el siglo IV, durante el reinado de Constantino, una iglesia que había sido humilde, a pesar de ser un poderoso movimiento subterráneo, se transformó en una de las más importantes fuentes de poder de todos los tiempos. En ese momento, la iglesia desarrolló su propia cultura del orgullo, la discriminación, la avaricia y la persecución. Se transformó de una poderosa corriente contracultural a la entidad que definía la cultura y la imponía por la fuerza. La iglesia servidora se convirtió en la iglesia vencedora.

Segundo. El Iluminismo apareció cuando la iglesia perdió su poder. Ésta siguió formando parte de la sociedad, pero con la orden de adaptarse a los valores recientemente descubiertos de la razón y el progreso, para apoyarlos y bendecirlos. Pasó a ser la guardiana de la cultura después de haber sido su promotora. La iglesia vencedora llegó a ser la iglesia conservadora.

Tercero. El posmodemismo apareció en la segunda mitad del siglo XX y completó el proceso de descartar a la iglesia, relegándola a la condición de una voz entre las muchas que constituyen la cacofonía de las ideas. Dejó de ser la guardiana de la cultura para pasar a ser sólo una parte de ella. De guardiana pasó a ser una mera participante, y esto para sobrevivir.

Como consecuencia de estos tres acontecimientos, la iglesia cristiana se ha convertido en una desterrada que vaga sin rumbo en medio de un mundo hostil, secularizado, pluralista, politeísta y urbanizado.

¿Cómo podemos amar a este mundo?[1] ¿Sigue siendo ésa la orden?[2]

El plan: Ni asimilación ni separación

El pueblo de Dios ha experimentado el exilio antes: en Babilonia, por ejemplo. La cultura de Babilonia era hostil, pluralista y politeísta, sin contacto alguno con la educación, las artes y la sociedad bíblicas. El emperador de Babilonia tenía un claro objetivo con respecto a Israel: quería su asimilación.

Esto era atrayente para los israelitas, porque les ofrecía prosperidad económica y aceptación social. El falso profeta Hananías (Jer. 28) tenía otro objetivo para ellos: la separación; vivir fuera de la ciudad, mantenerse incontaminados y orar a Dios para que castigue a la ciudad pagana, parecía concordar con su condición y su cultura.

Estas dos opciones siguen abiertas. Muchas denominaciones han conducido a sus congregaciones a la asimilación. Ésta se produce cuando la teología de la iglesia pierde su carácter sobrenatural, su identidad y su autoridad. No se la puede distinguir de la sociedad que la rodea, y acepta su sistema de valores y sus costumbres.

También esto ocurre cuando se crea una subcultura dentro de la cultura dominante. Las subculturas se diferencian de la dominante por cosas externas como qué comen, cómo se visten, ciertos hábitos sociales y una determinada jerga religiosa. Pero no ofrecen un sistema de valores diferente. En otras palabras, sus diferencias son superficiales, no son profundas.

Otros grupos cristianos optan por separarse, y crean guetos en los que se mantienen aparte, con escuelas, hospitales y otras instituciones separadas. Lo que atrae, en este arreglo, es la sensación de seguridad y de superioridad que deriva de vivir en el seno de una “cultura incontaminada”, y de sentirse justificados por no participar de la decadencia y el deterioro de lo que está afuera: la cultura secular.

Esos grupos o personas pueden vivir como cristianos sólo si controlan la cultura de los demás. Al estar separados de la sociedad secular, hacen esfuerzos para crecer, y le piden a Dios en oración que atraiga gente dispuesta a unirse a ellos en su cultura separada y paralela.

Mientras Israel, en los dramáticos días de Jeremías, estaba luchando entre la asimilación y la separación, Dios reveló su voluntad para su pueblo en el exilio: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel, a todos los de la cautividad que hice transportar de Jerusalén a Babilonia: Edificad casas y habitadlas; y plantad huertos, y comed del fruto de ellos. Casaos, y engendrad hijos e hijas; dad mujeres a vuestros hijos, y dad maridos a vuestras hijas, para que tengan hijos e hijas; y multiplicaos ahí, y no os disminuyáis. Y procurad la paz (shalom)de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová; porque en su paz tendréis vosotros paz” (Jer. 29:4-7).

Este consejo tiene que haber sido sumamente sorprendente para Israel. El mensaje transmitía claramente la idea de que el exilio era parte del plan de Dios en beneficio de su pueblo.

Todo lo que Dios hace proviene de su amor. Jeremías describió el exilio como una bendición disfrazada. Y el mensaje pone de manifiesto esta bendición al denunciar tanto la asimilación como la separación.

Dios no quiere que su pueblo conciba su misión en ninguna de esas formas. Los insta a no dejarse asimilar y a conservar claramente su identidad. Pero les dice al mismo tiempo que no se vayan de Babilonia sino que se queden, por el momento, en la ciudad. Al despojarlos de su poder, tenía planes de conducirlos por una experiencia que les enseñara a amar verdaderamente el bien y ser una bendición para la gente del mundo. Ésa fue la razón de la creación y la existencia de Israel en primer lugar (Gén. 12:2, 3). El compromiso de Dios, en este aspecto, es profundo. Orar para que la ciudad tuviera paz (shalom, Jer. 29:7) significaba pedirle a Dios que le diera un bienestar completo: espiritual, material y social.

Dejando atrás la experiencia de Israel, para venir a nuestros días, veamos cómo nos hablaría Dios aquí y ahora: “Los he privado del poder de su cultura y quiero que vivan como exiliados. No quiero que vivan en lugares separados, controlados culturalmente, desde los cuales se puedan lamentar del estado de la cultura circundante. Y tampoco quiero que se instalen en ciudades secularizadas para desarrollar su cultura allí. Quiero que vayan al mismo riñón de la ciudad para que vean cuán dañado está y para que trabajen por él. Quiero que lo hagan allí, y que se sacrifiquen para que llegue a ser un gran lugar, seguro, próspero y mejor. Quiero que construyan, amen y sirvan a ‘Babilonia’ mejor que los ‘babilonios’ mismos. Y quiero que lo hagan mientras conservan su identidad y sus valores como verdaderos israelitas espirituales. Quiero que mejoren la cultura que los rodea de todas las maneras posibles, y que lo hagan mientras viven sin duda alguna como mi pueblo. Allí está mi corazón. No se dejen asimilar, es decir, no amen tanto la ciudad que se olviden de mí. Pero al mismo tiempo no me amen para aborrecer la ciudad”. En resumen, vivan en la ciudad tal como el Cristo encarnado vivió en la tierra entre la gente.

Los cristianos y la ciudad

A juzgar por su vida y conducta, el profeta Daniel conocía el controvertido mensaje de Jeremías a los exiliados israelitas. Mientras ocupaba un lugar destacado en el gobierno de Babilonia, llegó a dominar las artes liberales de su tiempo. Se desempeñó con eficiencia en medio de la cultura pagana y actuó positivamente mientras estaba en ella. Se integró, era flexible y activo, pero al mismo tiempo conservó intacto su monoteísmo y fue totalmente fiel al Dios de sus padres. Vivió sin separarse de Babilonia, pero sin dejarse asimilar por ella.

Al examinar el bien conocido incidente del foso de los leones (Dan. 6), resulta claro que si bien es cierto, Daniel respetaba y honraba la cultura babilónica, y estaba ocupando un puesto destacado en ella, seguía conservando definidamente una vida moldeada por la fe israelita, al punto de estar dispuesto a morir por ella.

Si Daniel lo hizo, ¿por qué no nosotros? Es posible que sea porque hemos elegido la asimilación o la separación, o una combinación de las dos alternativas. ¿Cómo se pueden formar actores, abogados, empresarios y músicos cristianos de éxito mientras se vive en Babilonia? ¿Qué papeles deberían aceptar los actores? ¿Qué causas deberían defender los abogados? ¿Qué significa hoy la integridad en el mundo de los negocios? ¿Qué clase de música deberían ejecutar esos músicos? ¿De qué manera ejercen influencia sobre la vida de un cristiano en la ciudad secular tanto la Creación como la Cruz y la Resurrección? ¿Y qué decir del inminente regreso de Jesús?

Las respuestas no son fáciles. La Biblia no tiene reglas acerca de cómo hacerlo. Tenemos que descubrir nuestro propio camino, y ayudar a otros a ser discípulos urbanos. Si no enfrentamos estas preguntas de una u otra manera, quiere decir que nos hemos asimilado. Si nos desesperamos porque no hay reglas, y retrocedemos ante estos llamados, nos estamos separando.

Hemos olvidado que la separación del mundo es tan mala como la asimilación. Es bueno vivir donde los cristianos carecen de poder, donde nuestros amigos no son cristianos. En la ciudad, su fe recibe un serio desafío. Está obligado a reconocer que muchas de sus respuestas cristianas carecen de contenido. La ciudad lo obliga a usted a ser humilde, y por eso mismo lo ayuda a crecer y a afinar su fe.

Al vivir en la ciudad, usted se dará cuenta de que hay muchos no cristianos inteligentes y virtuosos. Conocerá maravillosos budistas, musulmanes y ateos. Si su fe se perturba por esto, y comienza a preguntarse por qué es cristiano usted después de todo, significa que, para empezar, nunca entendió la esencia del evangelio. Si no se puede alegrar porque hay no creyentes que son buenos, quiere decir que usted siempre creyó que su salvación dependía de su propia bondad.

La ciudad nos necesita y quiere que reparemos sus daños, pero nosotros también necesitamos de la ciudad. Desafía nuestra comprensión del evangelio y profundiza nuestra experiencia cristiana.

Equipados para desafiar la cultura circundante

Las culturas metropolitanas son como las naves espaciales de Borg, de la serie de televisión La guerra de las galaxias. Los ciudadanos de Borg viajan por el universo en grandes cubos negros, para asimilar otras civilizaciones. Difunden este mensaje: “La resistencia es inútil. Ustedes serán asimilados”. Borg ofrece sólo dos opciones: huir de Borg o convertirse en ciudadanos de Borg.

Pero los cristianos no necesitamos ni huir de la cultura ni asimilarnos a ella. Debemos ser la gente que entra en Borg para liberar a sus ciudadanos. Se espera que seamos una “contracultura”: “comunidades de resistencia”, como lo dijo una vez Dietrich Bonhoeffer.

El apóstol Pedro les recordó a los cristianos del primer siglo que cuando recibieron la gracia se convirtieron en “extranjeros y peregrinos” (1 Ped. 2:11). El mundo se sentirá, a la vez, atraído y rechazado por los cristianos. Jesús era un enigma parecido. Era muy atractivo, pero hasta a los miembros de su familia les costó creer en él. No sabían cómo tratarlo y le faltaron el respeto.

En la medida en que nos parezcamos a Jesús, seremos un enigma también. La gente, cuando piense en nosotros, querrá rascarse la cabeza. Seguiremos siendo un enigma si creemos en cosas como “servir es mejor que ser servido” y “morir es mejor que matar”, o si oramos por el bienestar de nuestros enemigos, o si libramos las batallas de la vida con ¡as armas del perdón, la humildad y el sacrificio. Entonces, para el promedio de la cultura urbana, ciertamente somos extraños. Por lo tanto, ¡avancemos con esto!

Y aquí tenemos la principal razón del rechazo de los cristianos por parte de la ciudad secular. La gente secularizada ve en los creyentes algo que no puede entender. Cuando usted dice, por ejemplo: “Conozco a Dios”, piensa en la gracia que él le ha extendido. Pero, para ellos es el colmo de la arrogancia: “¿Conoces a Dios? ¿Por qué tenía que venir Dios a hablar contigo? ¿Crees que tu moral es superior a la nuestra y que tu carácter es mejor que el nuestro?”

Lo que para nosotros es una manifestación de humildad, para ellos lo es de arrogancia. Al mundo le cuesta mucho aceptar la gracia, y por eso cree que las ideas cristianas tienen matices escandalosos. ¡Y los tienen! El escándalo de la gracia es cósmico. Dios lo ideó para nuestra salvación, de manera que pudiéramos vivir en abundancia.

El cristianismo está ausente de la vida de las ciudades. Después de décadas de trabajo, uno de los más grandes expertos en misiones urbanas, Ray Bakke, informó acerca de lo que había aprendido: “Yo creía que las ciudades grandes y malas se oponían a las misiones. Pero el noventa por ciento de los obstáculos no están en las ciudades, en absoluto”. Las barreras están en nuestra teología, nuestras estructuras y nuestras actitudes.[3] Por eso, presentamos tres maneras mediante las cuales nuestra iglesia puede equipar a las congregaciones urbanas para que vivan el plan bíblico y vuelvan al centro de las ciudades de nuestras naciones.

Cómo vivir de acuerdo con el plan de la Biblia: Tres maneras

Radicalicemos nuestra teología. Por décadas, nuestra teología ha crecido como una especie de código tributario. Es detallada, masiva y complicada. Si vamos a desafiar la cultura en medio de la ojal vivimos, tenemos que elaborar una teología que no se limite a defender la derecha o la izquierda. Debemos abandonar esa postura y ver “la tercera vía” del verdadero cristiano, y entonces surgirá la espiritualidad adventista.

Esta teología debe aparecer en el mismo campo de la misión urbana, y debe ofrecer una pauta para la vida real en el mundo secularizado. Debe dejar de concentrarse solamente en la preservación de las características culturales del cristianismo y del adventismo por una parte, y por la otra en el trabajo de ajustar nuestra manera de pensar a los pensamientos y los valores de la cultura circundante. Cuando formulemos esta teología, nos sentiremos inspirados a ser, no menos radicales sino mucho más de lo que lo somos hoy en nuestras iglesias conservadoras o liberales.

Reconozcamos la belleza de la ciudad. ¿Podemos aprender a ver la gracia y la belleza de Dios en las calles de la ciudad? Nos debemos convertir de nuestro descreimiento en cuanto a las ciudades, seguir el consejo de Jeremías y bendecir la ciudad.

Cuando descienda la Nueva Jerusalén, todos seremos urbanos. Nuestros corazones se pueden regocijar cuando vemos una montaña, una cascada o un árbol. Pero también tienen que aprender a regocijarse cuando vemos un vagón atestado de gente en el subterráneo, precisamente porque está lleno de gente, lo que regocija el corazón de Dios. En las ciudades hay mucho mal, sufrimiento e injusticia, pero Dios se siente atraído por los pecadores, porque donde abunda el pecado la gracia sobreabunda (Rom. 5:20).

Reestructuremos la institución. Las iglesias urbanas necesitan desesperadamente recursos para entrar y desafiar la cultura, ejercer influencia sobre los barrios y establecer congregaciones que sean lugares de refugio en las ciudades. Para merecer que la gente secularizada nos escuche, el servicio cristiano debe estar presente en nuestras estructuras denominacionales.

En términos generales, los habitantes educados de las ciudades sencillamente no quieren unirse a una iglesia que priva de sus recursos a las iglesias locales y al vecindario, o apoyarlas. Con alguna posible notable excepción,[4] esto sigue siendo tabú.

Cambiar las estructuras es la tarea más difícil para toda organización que cuenta con algunos años de historia. Pero no es imposible si la iglesia escucha a las bases, y dispone de suficientes líderes visionarios que puedan conducir a buen puerto el barco de la iglesia “a través de la crisis venidera, semejante a la del árbol que se da cuenta de que se está muriendo desde las raíces”.[5]

Si ponemos la misión y el ministerio por encima del mantenimiento y la propia preservación, seguramente vamos a tener algunas pérdidas al principio. Pero el Señor recompensará en gran medida nuestro sacrificio. Con nuestros propios ojos seremos testigos de la más eficaz acción evangelizadora que nos podamos imaginar, “auténticas comunidades locales de creyentes, fortalecidos para adorar y servir en presencia del mundo”. Nuestras iglesias por fin se van a convertir en las ciudades asentadas “sobre un monte” (Mat. 5:14) que Jesús quiere que el mundo vea.

Sobre el autor: Pastor de la Iglesia de la Esperanza Adventista de Manhattan, Nueva York, Estados Unidos.


Referencias

[1] Por una buena parte de las ideas que desarrollo en este artículo, estoy en deuda con Daniel Augsburger, Ryan Bell, George Knight y Jon Paulien (del Seminario Teológico Adventista); también con Tim Keller, de Nueva York, y los escritos de Leslie Newbigin.

[2] George Knight, “Another Look at City Mission” [Otra mirada a las misiones en las ciudades), Adventist Review (diciembre de 2001).

[3] Ray Bakke, “Loving an Urbanized World” [Cómo amar a un mundo urbano). Sitio de Internet.

[4] Véase George Knight, The Fat Lady and the Kingdom [La dama gorda y el reino] (Nampa, Idaho: Pacific Press Pub. Assn., 1995); Robert R. Mclver, “Strategic Use of Tithe” [Uso estratégico del diezmo), Ministry (octubre de 2001); y Greg Taylor, “Stop Strangling the Goose” [No sigan matando a la gallina de los huevos de oro], Adventist Today [El adventista hoy] (mayo junio de 2001) Para un estudio más amplio, desde la perspectiva de la historia, véase George Knight, Organizing to Beat the Devil [Organicémonos para denotar al diablo] (Hagerstown, Maryland: Review and Herald Pub. Assn , 2001 ).

[5] Declaración de John McVay, decano del Seminario Teológico Adventista, en la Iglesia de la Esperanza Adventista en febrero de 2002.