“Nada se compara con la experiencia de ser usada como un instrumento imperfecto en las manos de un Dios perfecto”.

     Como psicóloga, tuve la oportunidad de atender a una persona que, coincidentemente, estaba interesada en la Iglesia Adventista, por medio de la televisión Nuevo Tiempo. La invité a que   asistiera a uno de nuestros cultos en una de las iglesias que mi esposo pastoreaba. Fue una grata sorpresa, y una alegría, cuando la encontré en nuestra iglesia por primera vez. Así fue sábado tras sábado. Sin embargo, en casa, después de la decisión de transformarse en adventista del séptimo día, tuvo inicio una gran batalla entre nuestra amiga y su familia. Primero, en relación con la observancia del sábado; después, al rechazar los alimentos impuros, y de allí en más, por diferentes asuntos. 

     Poco a poco, lo que debería haber sido una alegría se transformó en un pesado fardo. El hijo, que a semejanza del padre se decía ateo, la bombardeaba con cuestiones para las que ella todavía no tenía argumentos suficientemente sólidos. Entre los cuestionamientos, estaban la real existencia de Dios, la diversidad de etnias, de lenguas y de pueblos, entre otros. Eso hizo que ella, a veces, llegara a cuestionar su propia fe y sus creencias. Sin embargo, aquella mujer tenía una gran característica: era sincera, y dedicaba muchas horas a la oración, especialmente durante las madrugadas, incluso cuando casi vacilaba en la fe en medio de las dificultades. 

    Los meses pasaron y, finalmente, llegó el día en que ella consiguió convencer a   su hijo adolescente para que fuera con ella a la iglesia. Para mí ¡eso fue otra gran alegría! Acompañando el desarrollo de la trama, yo sabía cuánto era deseado aquel momento por aquella madre.  

     Me senté en el último banco y me quedé orando y observando cada actitud del joven en aquella, su primera experiencia en nuestra iglesia. Terminado el culto, ella   me presentó a su hijo como la esposa del pastor de aquella iglesia. Como lo esperaba, inicialmente él se mostró reacio, me   saludó fríamente y sin mirarme. Hice el esfuerzo de mirarlo a los ojos y decirle que estaba feliz con su presencia. Vi que él estaba con bermudas y chinelas. “Forcé” la conversación y le dije que, así como él, la primera vez que mi esposo y yo habíamos ido a una iglesia, cuando todavía éramos   novios, también vestíamos bermuda y chinelas. Entonces me di cuenta de que él comenzó a abrirse al diálogo de una manera   más amigable.  

     Me confesó que no le había gustado la primera parte del culto, pero que le había gustado la predicación. ¡Mi corazón y el de la madre casi explotaron de felicidad! Era la victoria del Espíritu Santo, que hacía tiempo trabajaba con aquel joven, en respuesta a las madrugadas de oración de   aquella madre.  

      A la salida, aquel muchacho esperó para ser el último en saludar al pastor, aprovechando para hablarle sobre algunas de sus dudas. Pero, la coronación realmente vino durante la semana siguiente, cuando recibí en mi celular un mensaje de aquella madre, radiante de felicidad: “¡Buenas noches, Sheila! A mi hijo le gustó mucho ir a la iglesia; quiere ir el próximo sábado y va a invitar al padre. Dice que le gustó mucho hablar con el pastor y que se quiere encontrar con él para hablar nuevamente, para aclarar otras dudas. Ustedes fueron, sin lugar a dudas, ¡colocados por Dios en mi camino! ¡Muchas gracias!”

     Ni es necesario que hable de la emoción que sentí. Creo que todos nosotros, en algún momento del ministerio, experimentamos situaciones como esta, en las que vivimos los dramas y las victorias de otras personas. No tengo dudas de que, de todas las alegrías del ministerio, para mí esta es la mayor. Al hablar de las alegrías del ministerio, yo podría citar muchas cosas, pero ninguna se compara con ser usada como un instrumento imperfecto en las manos de un Dios perfecto. Trabajo plenamente sagrado, para el que nunca seremos totalmente aptos y del cual   ni siquiera somos merecedores. Frente a esto, ¿cómo no vamos a sentirnos las más especiales de las criaturas? ¿Cómo decir “no” al llamado divino? Oro para que tú y yo respondamos siempre: “Estoy aquí, Señor, ¡envíame a mí!”.     

Sobre el autor: Esposa de pastor y conferencista, reside en Brasilia, Rep. del Brasil.