El Congreso de la Asociación General ya es historia. El trabajo responsable, realizado por numerosas comisiones a través de meses y años se tradujo en una reunión organizada y sin contratiempos. Hoy, las diez mil personas que asistieron, están diseminadas por todo el mundo enfrentando los desafíos, las luchas y las alegrías de la hora.
Una pregunta surgió en la mente de muchos al pensar en la inversión de tiempo y de dinero que requiere un congreso tal: ¿valdrá la pena? Por supuesto, la respuesta es: ¡Sí, vale la pena!
¿Cuál ha sido el impacto que el viaje al congreso y la participación en las reuniones ha causado en cada uno de quienes asistieron? Es imposible medirlo. Sólo podemos imaginarlo. Una cosa es cierta; que la experiencia de ir a Europa y asistir a las reuniones de un congreso de la Asociación General tiene que dejar marcas indelebles en todo aquel que fue con los ojos abiertos y con sensibilidad para captar lo que vio. Aventuremos algunos comentarios.
Una de las mayores bendiciones del congreso, fue sin duda la de haber obtenido una visión tan internacional de la iglesia. El laico u obrero que salió de los límites de sus fronteras locales o nacionales pudo ver a una Iglesia Adventista realmente mundial. En los pasillos de la Stadthalle podía relacionarse con los rubios nórdicos, con los japoneses de ojos oblicuos, o las hermanas hindúes vistiendo los clásicos saris. Todos cantaban con la misma unción el himno tema: “Una esperanza”. Las oraciones pronunciadas en las más exóticas e incomprensibles lenguas revelaban el origen de cada uno y hablaban de las grandes victorias que el plan misionero de la iglesia ha obtenido.
Es muy diferente leer acerca del despertar evangelístico del sur de la India que conversar con quienes lo están viviendo; o sobre la incorporación de millares a la iglesia en Zaire, provenientes de otros cuerpos religiosos, que estar con quienes los están instruyendo. Hubo conversaciones e intercambios de ideas durante horas, con gentes de quienes se podía recibir inspiración o con quienes se podía compartir planes o métodos de trabajo. Eso vale más que el oro: es vida.
Sin embargo hay algo que tal vez haya chasqueado a algunos: es lo que han catalogado como exceso de asuntos administrativos durante las reuniones. Hubo largas jornadas de informes que cansaron a algunos delegados. Pero eso estaba previsto. El pastor R. R. Hegstad definió lo que es y lo que no es un congreso tal al comentar la reunión de apertura: “A pesar de las multitudes del sábado y de los espectáculos marginales ocasionales, [el congreso] no es un circo. Tampoco es una reunión evangelística o una costosa forma de entretenimiento internacional. Es una sesión administrativa de la iglesia mundial, y las reuniones administrativas no se caracterizan por su contenido de inspiración” (Review and Herald, 13 de julio de 1975, pág. 1).
Se notó la presencia de verdaderos técnicos en administración, en legislación y en otras áreas, cuya preocupación básica era organizar bien las actividades e intereses de la iglesia.
Se vio maquinaria, se vio que la iglesia está formada por hombres y también dirigida por hombres, pero también se vio unidad. El objetivo del primer congreso celebrado en Battle Creek, del 20 al 23 de mayo de 1863, con 20 delegados presentes en representación de seis estados norteamericanos, fue: “perfeccionar la organización de los adventistas del séptimo día”. Esa organización es ahora admirada por muchos por su eficiencia.
Sin embargo, el peligro es evidente. La maquinaria debe existir en función de la misión a cumplir, pero jamás ocupar el lugar de esa misión o restar energías a su cumplimiento, y tal vez sea ésa la advertencia a la que deberíamos estar atentos como líderes o miembros de la iglesia en este tiempo solemne.
“Ahora es el tiempo”, fue el lema del congreso. ¿Tiempo de qué? Es tiempo de dar a lo primero —evangelizar al mundo— el primer lugar. Es tiempo de iluminar las ciudades o áreas aún oscuras del campo a nosotros asignado. Es tiempo de unificar esfuerzos y medios para la consecución de ese fin. Es tiempo de un reavivamiento de la piedad para que sintamos el llamado a cumplir la tarea; de instruirnos como maestros e instruir a la feligresía para que todos sepamos cómo cumplir esa tarea y lógicamente, reavivados e instruidos, lanzarnos como un solo cuerpo a su realización.
“Ahora es el tiempo”, es también nuestro lema en 1976 en Sudamérica. Eso indica urgencia, decisión, concentración en el logro de un solo fin.
Al terminar el congreso, como muchos otros, ya que estábamos en el viejo mundo, aprovechamos para visitar lugares de interés histórico o religioso en Europa, lo cual constituyó una experiencia inolvidable, que unida a la del congreso, hace de lo vivido una verdadera escuela.
Visitamos el castillo de Wittenberg desde donde Lutero lanzó la Reforma. También el castillo de Wartburgo donde estuvo “secuestrado” por el elector de Sajorna con el propósito de ser librado de la ira papal e imperial y donde tradujo el Nuevo Testamento al alemán. Visitamos también iglesias en las que él predicó.
En los Alpes italianos visitamos Torre Pellice, el campo del heroísmo valdense. La Sra. Elena de White visitó varias veces ese lugar durante su permanencia en Europa. Pudimos entrar y orar dentro de la Iglesia de la Cueva, que fuera refugio durante los días más difíciles de las luchas. Subimos también a la fortaleza de Montsegur, reducto donde los albigenses (cátaros) se refugiaron en el siglo XII; allí resistieron el asedio de los ejércitos enemigos durante siete meses; forzados a rendirse, fueron quemados al pie del monte.
Al evocar aquellos trágicos, gaunque gloriosos episodios, y al visitar las imponentes catedrales que revelan el poderío del catolicismo de aquel tiempo, es imposible dejar de sentir admiración por aquellos héroes de la cruz, que tanto valor y dedicación demostraron.
En Europa, no sólo se siente olor a historia. Se palpa también el presente y se puede atisbar un poco dentro del futuro. Se nota un resurgimiento del interés por las cuestiones religiosas, a la par que una retirada de las tendencias que a través de un par de décadas arrastraron a la juventud a la vida hippie, a las religiones orientales o al esoterismo. Las fastuosas basílicas de Roma o de otras ciudades, llenas de peregrinos que vienen de todos los rincones del mundo; la majestuosidad de todo lo que pertenece a la Iglesia Católica nos hace pensar en un resurgimiento de su poderío, al parecer derrumbado luego del Concilio Vaticano II y las luchas internas entre liberales y conservadores. En los primeros seis meses de este año de jubileo, fecha repetida cada 25 años, más de tres millones de peregrinos llegaron a Roma, lo que equivale al doble de lo que se vio en 1950. El 29 de junio, fue celebrada en la plaza de San Pedro una monumental ordenación de 359 sacerdotes, presenciada por 150.000 personas. (Véase Visión, 15 de agosto de 1975, págs. 10, 11.)
¿Qué pasará mañana? Sabemos que es recuperación se producirá y conocemos las consecuencias que eso traerá sobre el remanente. En El Conflicto de los Siglos se describe esa situación con detalles.
Con este marco la Iglesia Adventista se reunió en Viena para analizar su pasado y organizar el futuro. ¿Estaremos como iglesia en condiciones de adentrarnos en ese mañana y salir victoriosos? ¿Somos máquina o somos un cuerpo vivo, activo y que crece armónicamente? ¿Cómo es la situación en su campo, iglesia, escuela u hospital?
La máquina de la iglesia debe funcionar a la perfección: pero esa máquina no es de museo. No es para ser admirada, es para producir. Si no produce está de más y es peso muerto.
Usted pastor, usted administrador, director de departamentos, médico, maestro, colportor o laico, usted tiene que aprovechar las oportunidades que el Señor le pone por delante hoy. “He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación” (2 Cor. 6:2, úp.). Es el tiempo de revivir el espíritu de Lutero, de los valdenses, de los pioneros, el espíritu de evangelización, el sentido de urgencia. Es el tiempo de terminar la obra. Mañana puede ser tarde. Es ya tiempo harto suficiente de que Jesús vuelva. De usted y de mí depende que la bienaventurada esperanza se cumpla.