Segunda de dos partes

Para el año 1900 la posición doctrinal y el estilo de vida del adventismo estaban bien definidos y la iglesia patrocinó un creciente sistema de misiones, asociaciones, colegios, hospitales y casas publicadoras alrededor del mundo. Y, además, el liderazgo estaba volviéndose cada vez más “formal” y “administrativo”,[1] en oposición a su anterior naturaleza informal y carismática.[2] A principios de este siglo, sin embargo, la denominación ya había rebasado la estructura organizacional de 1863. La reorganización era indispensable si la iglesia pretendía continuar operando con efectividad. Esto nos lleva a la tercera etapa de Moberg.

Etapa 3: Máxima eficiencia. Si la etapa uno se parece a un niño de cuna y la segunda a un infante, entonces la etapa número tres, en el ciclo vital de la iglesia, debiera verse como en términos del vigor de un joven adulto. Moberg denomina “de máxima eficiencia” a la tercera etapa.

Durante ésta, buenos administradores controlan el liderazgo y la organización se vuelve más y más racional. La estructura formal se desarrolla rápidamente a medida que los ejecutivos, las juntas y las comisiones se añaden para suplir las necesidades de la creciente organización. Los dirigentes oficiales realizan sus deberes con “entusiasmo y eficiencia”; y los rituales y los procedimientos administrativos todavía son vistos como medios y no como fines en sí mismos. Los planes de acción tienden a ser formulados a la luz de consideraciones racionales y hechos relevantes. El crecimiento es, con frecuencia, inusitadamente rápido durante el período de máxima eficiencia.

La etapa tres también contempla el surgimiento de los historiadores y apologistas de la fe. Durante este período el grupo se mueve psicológicamente de la posición de secta despreciada a la de, prácticamente, igualdad con las denominaciones existentes. La hostilidad hacia otros grupos disminuye y la “fanática resolución de mantenerse totalmente diferente se relaja”. Como una ilustración Moberg menciona, en la primera edición de su libro (1962), “la gradual aceptación de los adventistas del Séptimo Día en los círculos fundamentalistas (a través de la ayuda de Walter Martin y Grey Barnhouse a fines de la década de 1950)”.[3]

Si bien el adventismo logró la aceptación pública alrededor de la década de 1950, había entrado en la etapa que Moberg llama de máxima eficiencia en 1901. En ese año se produjo la reorganización administrativa de la Asociación General para ponerla en una línea más racional. También en ese año ocurrió la elección de Arthur G. Daniells como líder denominacional. Este fue el primer presidente que puede considerarse como “administrador”.

En la sesión de la Asociación General de 1901 también se tomó la decisión de organizar uniones y establecer el actual sistema departamental para todos los niveles. Los departamentos reemplazaron a las organizaciones semiautónomas cuya variedad de programas había sido imposible coordinar. El nombramiento del primer vicepresidente de la Asociación General ocurrió al año siguiente. En los años y décadas subsiguientes se vio el surgimiento de numerosas comisiones, juntas, y otras entidades con el propósito de hacer avanzar la obra de la iglesia. Los cambios organizacionales que se habían producido en 1901 pusieron la plataforma para el extraordinario crecimiento de la denominación alrededor del mundo. Las primeras décadas del siglo XX también contemplaron el desarrollo de la literatura histórico- apologética de la denominación salida de la pluma de escritores de la talla de J. N. Loughborough, M. E. Olsen, A. W. Spalding, y F. D. Nichol.

Si se pudiera dar una fecha exacta para el arribo del adventismo a la edad adulta, esa fecha sería 1956, con toda seguridad, cuando la denominación recibió “la diestra de compañerismo” de Grey Barnhouse, editor de la revista Eternity, y líder fundamentalista de mucha influencia.[4] La aceptación de ese compañerismo, desafortunadamente (pero predeciblemente), dividió a las filas adventistas entre los que consideraban eso como un paso hacia adelante y los que lo veían como un acto de traición.

Nos guste o no, la denominación alcanzó su mayoría de edad. Se pueden hallar evidencias de esa transición en el hecho de que los últimos años de la década de 1950 y los primeros de la de 1960 vieron la colocación de la corona del sistema educacional de la iglesia, con la creación de dos universidades, y la esperanza de desarrollar programas de doctorado. La cuestión principal era si la denominación tendría la capacidad de usar responsablemente su adultez.

Aun cuando es más o menos claro que el adventismo alcanzó la etapa de máxima eficiencia alrededor del año 1901, resulta más difícil determinar su situación real en 1991. Esto puede deberse, en parte, al hecho de que todavía nos falta una perspectiva temporal suficiente de los eventos comunes a fin de evaluar correctamente el flujo de nuestra historia reciente. Sea como fuere por el momento parece que la denominación permanece en la tercera etapa, pero es evidente que se tambalea al borde de la etapa cuatro de Moberg. En otras palabras, una parte de la iglesia puede estar en la tercera etapa, mientras que la otra puede hallarse en la cuarta. Este aspecto resultará más evidente a medida que discutamos la etapa cuatro. Lo que importa en esta coyuntura histórica, sin embargo, no es que determinemos su posición, sino que preveamos una concepción general del futuro si el proceso de envejecimiento de la denominación no se afronta apropiadamente.

Etapa 4: Institucionalismo. Moberg presenta la etapa cuatro como una de las más peligrosas. Durante esta etapa el formalismo drena la vitalidad del grupo. El liderazgo queda “dominado por una burocracia más interesada en perpetuar sus privilegios e intereses que en mantener las peculiaridades que ayudaron al nacimiento del grupo”. La administración tiende a centrarse en comisiones y juntas que a menudo se perpetúan a sí mismas. La iglesia se convierte en una “burocracia” con mecanismos de la estructura del grupo que en gran medida han llegado a ser fines en sí mismos.

En esta etapa, la plataforma doctrinal llega a “venerarse como reliquias del pasado” y para la mayoría de los “adoradores” organizados la liturgia degenera gradualmente en un ritual rutinario. En esta etapa la institución “ha llegado a ser el amo de sus miembros en vez de seguir siendo el siervo, exigiéndoles demasiado, suprimiendo la personalidad, y dirigiendo las energías para servir a la ‘organización de la iglesia’”.

La etapa cuatro, según Moberg, ve los conflictos con el mundo exterior reemplazados por una completa tolerancia. La conformidad con las costumbres y normas de la sociedad es típica, la “respetabilidad” se vuelve prioritaria, y las normas de la feligresía se relajan a medida que la iglesia busca atraer a gente más socialmente respetable a su redil. Los lazos de intimidad del grupo se aflojan a medida que el aumento de la feligresía produce una creciente heterogeneidad y un grado variable de dedicación, sentimientos, e intereses. La feligresía se aleja de los dirigentes y se vuelve cada vez más pasiva. Los intereses y las actividades que una vez se consideraban “mundanalidad” se hacen más atractivos a medida que la iglesia se esfuerza por convertirse en el centro de las actividades comunitarias. Los sermones, entre tanto, se vuelven “conferencias sobre temas relacionados con asuntos sociales, en lugar de ser fervientes discursos” sobre el pecado, la salvación y la doctrina de la iglesia.

Como hicimos notar más arriba, el adventismo corriente tiene una relación de estira y afloja con la etapa institucional de Moberg. Muchos dirigentes y miembros adventistas probablemente encuentren en las tesis de Moberg una fuente de tentación, de temor, o de ambas. Estos sentimientos ambivalentes están presentes a veces en la misma persona o grupo de personas simultáneamente.

Hay muchos indicadores de que la denominación entra a veces a la etapa cuatro. Estos incluyen: estaciones radiales de propiedad denominacional y operadas por la iglesia, con una programación casi enteramente clásico cultural (excepto, por supuesto, durante las horas de sábado); las deliberaciones del concilio otoñal de la Asociación General donde se expusieron argumentos para pagar “salarios de acuerdo con la comunidad” para los administradores de los hospitales, basados en las premisas del mercado más que en la dedicación o la misión denominacional, y el hecho de que la iglesia, al parecer, sigue manteniendo un creciente número de personal e instituciones que ya no contribuyen al cumplimiento de sus objetivos primarios en la forma más efectiva. Los intereses creados y la tradición se agigantan a medida que la iglesia hunde sus dedos en las arenas movedizas de la cuarta etapa.

Uno de los grandes desafíos del adventismo contemporáneo mientras se tambalea entre las etapas tres y cuatro, es hacer ajustes saludables. La iglesia no puede volver a “los viejos tiempos”, que fueron efectivos en la década de 1930 o la de 1950; pero entrar en la etapa cuatro significa el desastre casi seguro, como veremos al considerar la quinta etapa. La única elección viable es criticar radicalmente (pero racionalmente) las estructuras, los procedimientos, los reglamentos, etc., de la denominación; y entonces revigorizar con nuevas herramientas la etapa de la máxima eficiencia de Moberg. Tal procedimiento requerirá tanto valor y decisión como creatividad. Volveremos a este desafío al final del artículo.

Etapa 5: Desintegración. La quinta etapa en la taxonomía de Moberg es la desintegración. Sus principales características son el sobreinstitucionalismo, el formalismo, el indiferentismo, la caducidad, el absolutismo, el burocratismo, la concesión de prebendas políticas y la corrupción. Además, la falta de sensibilidad de la máquina institucional a las necesidades personales y sociales de los miembros causa una pérdida de confianza.

Durante esta etapa muchos se retiran para formar nuevas sectas o se dejan llevar por la corriente sin mantener ninguna relación formal con el cuerpo de la iglesia. Muchos de los que permanecen en el seno de la iglesia madre la ignoran en la práctica o sólo se conforman medianamente con sus enseñanzas. Mientras tanto la denominación sigue adelante sostenida por un liderazgo que tiene intereses creados y por una feligresía ligada a ella sólo emocionalmente.

Mientras que a veces y en ciertos lugares el adventismo contemporáneo puede penetrar el ciclo vital de la senilidad del nivel o etapa cinco, mientras que algunos de los más radicales movimientos colaterales de la denominación pueden creer que la iglesia ya existe en esa etapa, parece que al adventismo le falta algo para que se instale definitivamente en la etapa cinco. Por supuesto, la sabiduría demandaría que un reavivamiento y una reforma se produjeran en los linderos de las etapas tres y cuatro, antes que se produzca una mayor degeneración.

Dilemas y obstáculos en el camino de la reforma

Sin embargo, ni la reforma ni la renovación se producen con facilidad, precisamente porque las organizaciones religiosas existen en parte para proveer estabilidad. Aliado a la dificultad permanece el hecho de que la tradición y la estructura se confunden a menudo con los valores clarísimos que tenían los fundadores. Las organizaciones religiosas desean, típicamente, transmitir la experiencia de los fundadores, sus doctrinas origínales, y el estilo de vida que ellos establecieron como ideales; pero el resultado es que, por lo regular, lo único que se transmite es una mera forma de sus ideales desprovista del espíritu vitalizador que daba significado a aquellas formas.

El sociólogo Thomas F. O’Dea presenta cinco dilemas que tienden a frustrar el reavivamiento y la reforma de las estructuras religiosas.[5] Estos actúan hasta cierto punto en todas las etapas del ciclo vital de una iglesia, desde su vibrante infancia hasta la decrépita senectud; la dinámica de esos dilemas empuja a la iglesia cuesta abajo, hacia la etapa de desintegración de Moberg. Dos de esos dilemas son especialmente pertinentes para este ensayo, porque interactúan con el ciclo vital de la iglesia.

El primer dilema de O’Dea es el de la motivación mixta confusa: el “talón de Aquiles’’ de todas las instituciones. Un movimiento típico comienza con un círculo de discípulos reunidos alrededor de un líder carismático. Al principio tanto éste como sus discípulos son movidos por un solo propósito bien definido. Conocen su objetivo y no se desvían de él. No están motivados por ninguna promesa de recompensa, interna ni externa, como el prestigió o los beneficios, por la simple razón de que estos no existen para la nueva secta.

Sin embargo, los líderes siguientes comienzan a trabajar por el movimiento por razones diferentes y no para cumplir su objetivo primario. Surge un clero profesional que le da estabilidad al movimiento, pero con ella vienen muchas “satisfacciones”: seguridad, prestigio, respetabilidad, poder, influencia, y la satisfacción derivada de talentos personales en la enseñanza y el liderazgo. Además, la conservación de estas recompensas tiende a ser parte importante en la motivación del grupo.

Esa dinámica abre la puerta para que las personas busquen las posiciones de liderazgo por razones de interés propio. O’Dea ha identificado al menos tres aspectos de las etapas más avanzadas del problema de la motivación combinada que fomentan la secularización del movimiento institucionalizado: 1) El surgimiento de un profesionalismo cuyo interés en los objetivos del movimiento es solamente formal; 2) crece el burocratismo, que puede estar más interesado en el mantenimiento y la protección de sus intereses creados que en el logro de los objetivos originales del movimiento; y 3) timidez y letargo oficiales frente a los problemas y desafíos, en vez de poseer un espíritu vital y progresista dispuesto a arriesgarlo todo en aras del cumplimiento de su misión.

De modo que si bien la motivación combinada contribuye a la supervivencia de la organización de la iglesia, tiende también a transformar sus objetivos y valores. Y esa transformación casi siempre mueve a la iglesia hacia la secularización.

Las motivaciones mixtas o confusas no constituyen un problema exclusivo del clero. La dedicación y la motivación de los miembros nacidos dentro del movimiento casi siempre difieren de las de los miembros que se convirtieron al llegar a adultos. Como lo expresa H. Richard Niebuhr, los niños que crecieron en la iglesia “no se podría esperar que recibieran la fe con el ardor que sus padres habían manifestado ni que experimentaran en un segundo nacimiento lo que ellos habían experimentado en gran parte a causa del primero”.[6]

Puede haber una enorme diferencia entre una feligresía basada en la herencia en contraposición con la que nace de la convicción. Para la primera generación de un movimiento, la feligresía tiende a basarse en la experiencia de la conversión, pero para las generaciones subsiguientes, la socialización del joven a través de los procesos de la educación y el entrenamiento a menudo sustituye la más dramática experiencia de la conversión. Para muchos ser miembro de la iglesia puede significar relaciones sociales muy cómodas más que una experiencia religiosa radical.

Cada iglesia, a medida que envejece, confronta el dilema de la motivación mixta tanto entre sus laicos como en el clero. El adventismo no ha logrado evitar los efectos de la secularización.

Volvamos ahora al otro dilema que O’Dea describe: el orden administrativo. Complicación versus efectividad, al paso que se confronta el proceso de secularización. Cuando el liderazgo carismático se vuelve rutinario en una organización desgastada, la estructura burocrática aumenta, lo cual produce varias consecuencias. Una de las más serias es que la estructura erigida para responder a un tipo particular de problemas u oportunidades, no se desmantela cuando las razones por las cuales fue creada dejan de existir. A medida que estas estructuras se multiplican, la complejidad del movimiento aumenta. Mientras que al principio las estructuras resolvían problemas reales, el mantenerlas cuando ya no tienen razón de ser puede impedir considerablemente la solución de otros problemas.

Las estructuras obsoletas pueden incluso causar problemas posteriores si los fondos necesarios en otras áreas se esfuman y las esferas de autoridad y competencia comienzan a solaparse entre departamentos e instituciones. Los problemas que se crean son considerablemente complicados por la existencia paralela de motivaciones heterogéneas. Así “la reforma organizacional genuina se vuelve una amenaza para el status, la seguridad, y la autoconfirmación de los funcionarios de oficina”.[7]

El adventismo del séptimo día experimenta los efectos combinados de la excesiva maquinaria administrativa con los dilemas de la motivación subdividida. Casi todos concuerdan con la idea de que una reorganización radical a nivel administrativo e institucional, así como una consolidación y una reforma son imperativos, pero pocos parecen dispuestos a poner en práctica lo que su mejor juicio les indica. El resultado es que una gran cantidad de dinero y esfuerzo se gasta para defender la existencia del status quo cuando estos recursos pudieran usarse mejor para desarrollar nuevas estructuras y metodologías a fin de alcanzar los objetivos iniciales del movimiento.

El patrón del ciclo de vida institucional de Moberg y la perspicacia de O’Dea al identificar los obstáculos que impiden la reforma parecen describir procesos inexorables. Pero, como veremos en nuestra sección final, pueden revertirse si un movimiento siente su peligro y está dispuesto a actuar racional y valientemente.

Antes de examinar los posibles remedios para la “enfermedad institucional”, sin embargo, deberíamos considerar un factor más en la secularización del adventismo.

El “problema” del éxito

“Siempre que las riquezas aumentan, la esencia de la religión disminuye en la misma proporción. Por lo tanto, no veo cómo es posible, por la naturaleza de las cosas, que algún reavivamiento de la verdadera religión continúe por mucho tiempo. Porque la religión necesariamente debe producir tanto laboriosidad como frugalidad, y ello no puede sino generar riquezas. Pero a medida que éstas se multiplican, aumentan el orgullo… y el amor al mundo en todas sus ramificaciones… Así que, aunque las formas de la religión permanecen, el espíritu se desvanece rápidamente”.[8]

Estas palabras de John Wesley (el fundador del metodismo) expresan la paradoja que afronta todo grupo religioso que inspira normas rígidas de comportamiento a sus fieles. En su dedicación a Dios tales personas trabajan duro y ahorran. Pero su misma dedicación tiende a conducirlos (y con mayor frecuencia a sus hijos) al éxito mundanal. Tal éxito, a su vez, los lleva a pensar más en este mundo que en el venidero.

Estas fuerzas operan tanto en las vidas de los cristianos individualmente como en los grupos religiosos. Por esto Peter Berger dice que una manera de evitar que una sociedad se secularice es mantenerla “en una condición de atraso económico”. La solución de Wesley fue que los cristianos debían no sólo ganar, y ahorrar todo lo que pudieran, sino dar todo lo que pudieran, para que el reino de los cielos pudiera conservar la lealtad de sus corazones. Ninguna de estas soluciones, por supuesto, puede ser tan popular como sus alternativas.[9]

El adventismo del séptimo día actual confronta los problemas del secularismo inherentes al éxito que ha tenido tanto a través de sus miembros como a nivel denominacional. El éxito es una amenaza para la orientación de sus objetivos. Este síndrome se evidencia en el adventismo cuando sus “dirigentes típicos” se enorgullecen de ver a sus hijos (o nietos) graduándose en la escuela de medicina de la Universidad de Loma Linda (en vez de completar una preparación ministerial en el seminario como solía suceder antes) como la expresión máxima del éxito de la familia. A nivel denominacional el proceso se evidencia cuando el mantener o añadir nuevas instituciones y estructuras (incluyendo asociaciones) se confunde con el progreso hacia la realización de la misión mundial de la denominación. Con razón un reciente libro sobre el adventismo puede decir que “visitar los hospitales del sistema en la actualidad es ver un adventismo de ‘naturaleza no denominacional, no sectaria, sino humanitaria y filantrópica’”.[10]

¿Hay esperanza?

¿Podemos detener este descenso hacia la secularización? ¿Hay esperanza? La respuesta está en cuán honestamente la iglesia afrontará el problema. Negarlo conduciría al desastre. Tomar una actitud defensiva sería aún peor. H. Richard Niebuhr ve el “mal del denominacionalismo” como la tentación “de hacer de la autopreservación y la expansión el objeto primordial” de todos sus esfuerzos. Una orientación tal permite que el surgimiento de sectas que buscan volver atrás hacia los objetivos originales del movimiento parezca “algo deseable y necesario”.[11]

Hace un siglo la Iglesia Metodista de los Estados Unidos afrontó la misma tendencia hacia el éxito y la secularización que los adventistas afrontan hoy. A muchos creyentes sinceros les pareció que esa iglesia estaba perdiendo la orientación hacia sus objetivos. Como resultado surgió el grupo de la “santidad” para ayudar a la denominación a reenfocar lo que ellos creían eran los objetivos originales del metodismo. Lo último que la primera generación de reformadores del movimiento “santidad” quería era separarse del metodismo. A fin de lograr su propósito, sin embargo, instalaron sus propias casas editoriales instituciones educacionales, reuniones campestres y eventualmente adquirieron sus propiedades. La segunda generación de dirigentes de la “santidad”, habiendo sido criados en una manera de pensar semisectaria, sacaron su movimiento de la iglesia metodista para establecer las diversas denominaciones Nazarenas y Wesleyanas que existen actualmente”.[12] El éxito de la denominación había propiciado el surgimiento de las sectas.

El adventismo de la actualidad, a sus 150 años de edad, se encuentra en una posición análoga a la del metodismo cuando tenía la misma edad. Los próximos diez años podrían fácilmente ser testigos de cismas sectarios si la denominación no toma medidas correctivas para contener los problemas de la institucionalización con sus efectos secularizantes.

Afortunadamente hay solución, siempre y cuando el adventismo esté dispuesto y se atreva a enfrentar el problema. La iglesia no está atrapada en las garras de una historia inexorable.

Derek Tidball, en su valioso estudio acerca de la Iglesia Primitiva, sugiere la forma de revertir el proceso institucionalización/secularización.[13] Tidball se remite al consejo que Pablo da a Timoteo y deja entrever que dicho consejo surgió parcialmente del deseo del apóstol de detener los problemas inherentes a una iglesia que empezaba a desgastarse. Y enfatiza tres de los consejos del apóstol.

Primero, Timoteo tenía que “conservar los objetivos, las enseñanzas y la vida original de la iglesia” (véase 1 Tim. 1:19; 4:16; 6:20; 2 Tim. 1:14). Con demasiada frecuencia la gente se aterra a cosas erróneas. “Al sostener algo firmemente, debemos asegurarnos que sean los principios y la verdad revelada, no las formas, tradiciones o estructuras que son vehículos par la expresión apropiada y conveniente de aquellos principios en cada época”.[14] La iglesia necesita evaluar constantemente y en actitud crítica sus verdaderos objetivos y propósitos y poner sus estructuras y programas en armonía con ellos.

Segundo, Pablo le pidió con insistencia a su joven colega que nunca olvidara “los momentos de crisis” (véase 1 Tim. 1:18; 4:16; 6:12; 2 Tim. 2:4). En el instante en que Timoteo descuidara la vigilancia, toda suerte de asuntos secundarios lo entretendrían. Las iglesias y sus dirigentes necesitan adoptar una actitud de vigilancia constante respecto a lo que ocurre en su alrededor. Sólo mediante el reconocimiento de los problemas y los desafíos, y tomando acciones efectivas puede cualquier iglesia esperar tener éxito en su misión.

Tercero, Pablo recuerda a Timoteo que deber renovar constantemente los recursos espirituales disponibles para él y sus hermanos en la fe a fin de “mantener el vigor necesario para la batalla” (véase 1 Tim. 4:14; 2 Tim. 1:6, 7).

Tidball concluye afirmando que para tener éxito la iglesia necesita “estar alerta constantemente frente a los peligros que representan los motivos confusos, la amenaza de una burocracia ingobernable, el rebajamiento de las normas, y la fosilización de los principios”.[15] Y más que eso, sugiere que la iglesia debe estar abierta a la presencia de nuevos dirigentes que Dios quiera usar para motivar y fomentar la reforma y el reavivamiento.

La iglesia primitiva, por supuesto, no aprendió las lecciones que Pablo quiso enseñar a Timoteo. En su segundo siglo de existencia comenzó a sufrir los estragos tanto de la institucionalización como de la secularización. El metodismo también fracasó en ese aspecto en su segundo siglo. El destino de los adventistas en su segundo siglo de existencia espera el veredicto de la historia. Lo único que se puede decir con certeza en este momento es que el adventismo será arrastrado por las mismas fuerzas sociológicas a menos que deliberadamente decida y valientemente actúe para revertir los patrones de la institucionalización y la secularización que son parte de la dinámica de un mundo harto perfectible.[16]


Referencias

[1] David O. Moberg, The Church as a Social Institution: The Sociology of American Religion, 2a. edición (Grand Rapids: Baker Book House, 1984), págs. 118-125. Todas las citas relacionadas con la teoría de las etapas de Moberg que no se acreditan claramente en este artículo están tomadas de esta misma fuente.

[2] Para un estudio del don de lenguas en el adventismo primitivo, vea las cartas de Elena G. de White e Hiram Edson en La verdad presente, diciembre de 1849, págs. 34, 36. Los escritos autobiográficos de Elena G. de White proveen abundante evidencia de otras experiencias carismáticas en el movimiento adventista primitivo.

[3] David O. Moberg, The Church as a Social Institution (Englewood Cliffs, N. J.: Prentice Hall, 1962), págs. 120, 121.

[4] Véase Donald Grey Barnhouse. “¿Son cristianos los adventistas?” Eternity, septiembre de 1956, págs. 6, 7, 43-45 T. E. Unruh, “Las asociaciones evangélicas de los Adventistas del Séptimo Día de 1955”, Adventist Heritage, 4 (invierno 1977): 35-46.

[5] Thomas F. O’Dea, Sociology and the Study of Religion: Theory, Research, Interpretation (New York: Basic Books, 1970), págs. 240-255; Thomas F. O’Dea y Janet O’Dea Aviad, The Sociology of Religion, 2d edic. (Englewood Cliffs, N. J.: Prentice-Hall, 1983), Págs, 56-64.

[6] H. Richard Niebuhr, The Kingdom of God in America (New York: Harper Torchbooks, 1959), pág. 170.

[7] O’Dea, pág. 248.

[8] John Wesley, citado en Max Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism, traducido del alemán por Talcott Parsons (New York: Charles Scribner’s Sons, 1958), pág. 175.

[9] Peter L. Berger, The Sacred Canopy: Elements of a Sociological Theory of Religion (Garden City, N. Y.: Anchor Books, 1969), pág. 132; En cuanto a Wesley, véase Weber, pág. 176.

[10] Malcolm Bill y Keith Lockhart, Seeking a Sanctuary: Seventh-day Adventism and the American Dream (San Francisco: Harper and Row, 1989), pág. 226.

[11] H. Richard Niebuhr, The Social Sources of Denominacionalism (New York: New American Líbrary, 1957), pág. 21.

[12] Véase Charles Edwin Jones, Perfectionist Persuasion: The Holiness Movement and American Methodism, 1867-1936 (Metuchen, N. L.: Scarecrow Press, 1974); Timothy L. Smith, Called Unto Holiness: The Story of the Nazareno, the Formative Years (Kansas City, M. O.: Nazareno Publishing House Press, 1962; Melvin Easterday Dieter, The Holiness Revival of the Nineteenth Century (Metuchen, N. J.: Scarecrow Press, 1980).

[13] Derek Tidball, The Social Context of the New Testament: A Sociological Analysis (Grand Rapids: Zondervan Publishing House, 1984), págs. 134-136.

[14] Ibid., pág. 135.

[15] Ibid., pág. 136.

[16] 16. Para ampliar su conocimiento sobre los problemas del institucionalismo en el adventismo, véase mi artículo “The Fat Lady and the Kingdom”, Revista Adventista, 14 de febrero de 1991.