Algunos estudiosos han descubierto una relación muy estrecha entre Adán y Cristo, y han propuesto que “Adán es un tipo de Cristo, y Cristo un antitipo de Adán”.[1] En la carta de Pablo a los Romanos (5:12-21), el apóstol establece un contraste entre Adán y Cristo. Mientras la condenación está relacionada con el primero, la justificación del pecador depende del segundo (vers. 12,17, 19).
Para Pablo, Adán “es figura del que había de venir” (vers. 14), a saber, Cristo. La palabra griega traducida como “figura” en este texto es tupos, que implica la idea de “imagen”, “impresión”, un “modelo” que reproduce el aspecto del instrumento que se usa para imprimir. Pero más tarde esa palabra se usó para referirse a una copia.[2]
Pero el significado de la palabra tupos aquí no es de una mera comparación. En su primera carta a los cristianos de Corinto, el mismo apóstol, al referirse a Adán y Cristo, declaró: “Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente, el postrer Adán, espíritu vivificante” (1 Cor. 15:45).
En ambos casos Cristo aparece como el contraste de Adán. Mientras por medio de Adán la muerte alcanzó a todos, Cristo es el Autor de la vida para todos los que creen. Adán y Cristo llegan a ser representantes antitéticos de la humanidad. Llevaron a cabo dos actos: Adán pecó (Rom. 5:12, 17-19). Cristo llevó a cabo un acto de justicia en la cruz (vers. 18).
Los dos Adanes
Como consecuencia de esos actos surgieron dos resultados. Por medio de Adán vino la condenación, la culpa y la muerte (vers. 15, 18, 19). Cristo, en cambio, trajo la justificación, la vida y el reino (vers. 17-19).
Pablo presenta tres contrastes entre la obra de Adán y la de Cristo. En primer lugar, hay un contraste de calidad. La obra de uno es totalmente consecuencia del pecado, y la del otro de munificencia y gracia. En segundo lugar, hay un contraste de cantidad en el modo de actuar. En el caso de Adán la sentencia que se pronunció se debió a la acción de un solo hombre y dio como resultado la condenación de todos. En el caso de Cristo su obra se debió a numerosas faltas y su resultado fue una declaración de perdón y justicia. En tercer lugar, el contraste tiene que ver con épocas. Adán, por su pecado, determinó el carácter de la época actual. En cambio, Cristo ha determinado el carácter de la época futura. Ese mismo énfasis escatológico aparece cuando se describe a Cristo como “el que había de venir” (Rom. 5:14).
“Los hombres están emparentados con el primer Adán y, por lo tanto, no reciben de él sino culpa y sentencia de muerte; pero Cristo entra en el terreno donde cayó Adán, y pasa sobre ese terreno soportando todas las pruebas en lugar del hombre. Al salir sin mancha de la prueba, redimió el vergonzoso fracaso y la oprobiosa caída de Adán. Esto coloca al hombre en una condición ventajosa ante Dios: lo coloca donde, mediante la aceptación de Cristo como su Salvador, llega a ser participante de la naturaleza divina. Así llega a relacionarse con Dios y Cristo” (Carta 68, 1899).[3]
“El segundo Adán era un ser moral libre, responsable por su conducta. Rodeado por influencias intensamente sutiles y engañosas, estuvo en una condición mucho menos favorable que el primer Adán para vivir una vida sin pecado; sin embargo, en medio de los pecadores resistió toda tentación a pecar, y mantuvo su inocencia. Siempre estuvo sin pecado” (Southern Watchman, 29 de septiembre de 1903).[4]
“Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Rom. 5:12). “El pasaje que aquí comienza ha sido considerado por muchos como el más difícil del NT, o acaso de toda la Biblia; pero la dificultad parece consistir principalmente en que se ha tratado de usarlo para propósitos que no son los de Pablo. La principal meta del apóstol parece haber sido destacar los abarcantes resultados de la obra de Cristo, comparando y contrastando las consecuencias de su acto de justificación con el efecto del pecado de Adán”.[5]
Opiniones corrientes
Merecen nuestra atención las tres principales opiniones respecto de la afirmación paulina de que todos los hombres pecaron.
Consideraremos primero la posición pelagiana. Pelagio, un teólogo originario de las Islas Británicas, creía a comienzos del siglo V que Romanos 5:12 pone de manifiesto que todo ser humano nace sin pecado, pero que se vuelve pecador porque imita la caída de Adán. Según él “los niños recién nacidos carecen de pecado”.[6] Al parafrasear Herbert Kiessler la idea del monje británico, éste habría dicho que “nadie nace espiritualmente caído ni culpable. El individuo llega a ser culpable sólo cuando decide pecar. Todos los seres humanos tienen la capacidad de decidir no pecar y de poner en práctica esa decisión. La gracia facilita la elección de lo que es correcto, pero los individuos tienen la capacidad, en sí y por sí mismos, de hacer lo que Dios manda”.[7] De este modo, siempre según Pelagio, “aunque Adán haya encabezado la rebelión humana, su pecado en nada afecta nuestra capacidad de decidir seguirlo o no en su rebelión”.[8]
Los escritores bíblicos no participan de ese concepto acerca de la naturaleza humana. Presentan el pecado no sólo como un acto, sino como la condición de cada individuo desde su nacimiento. “En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Sal. 51:5), dice David. Esa condición no mejora por sí misma, porque “engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso, ¿quién lo conocerá?” (Jer. 17:9).
Por otra parte, Agustín de Hipo- na (354-430) presentó otra interpretación extrema al afirmar que Adán, como cabeza de la especie humana, convirtió a todos los hombres en culpables de su propio pecado. Entendía que la expresión “porque todos pecaron” significaba que “todos pecaron en Adán” y, por lo tanto, llevan la culpa del pecado de Adán. Su teología, en este sentido, está bien sintetizada por Clifton Alien, según quien Agustín “desarrolló su doctrina del pecado original entendiéndola como culpa heredada, y el resultado de eso fue el lúgubre cuadro de los niños no bautizados confinados en el limbo”.[9]
En este aspecto, la Iglesia Católica sigue la doctrina de Agustín, pero no sin discordancias internas. “La idea de que los descendientes de Adán son automáticamente pecadores por causa del pecado de su antepasado, y que ya son pecadores al llegar al mundo, es extraña a las Sagradas Escrituras”.[10]
Para el erudito Karl Kelterge, “la idea de un pecado heredado es más bien excluida que sugerida por esta declaración (Rom. 5:12), porque desde el punto de vista gramatical tampoco se la puede referir a Adán. Con respecto a todo el versículo 12, sería preferible hablar de “una muerte heredada” y no de “un pecado heredado”.[11]
Este concepto agustiniano ejerció influencia en el siglo XVI sobre Lutero y Calvino. Este último desarrolló el concepto de la culpa original, y enseñó que la única solución estaba en la gracia irresistible de Cristo, una predeterminación para la salvación.
La doctrina de la culpa heredada por causa del pecado de Adán también es extraña a las Escrituras (véase Deut. 24:18; Job 19:4; Prov. 9:12; Eze. 18:20). Esos y otros textos afirman que la responsabilidad es personal: “De manera que cada uno de nosotros dará cuenta a Dios de sí” (Rom. 14:12).
Si bien es cierto que debemos evitar el extremo pelagiano según el cual la naturaleza humana no fue afectada en absoluto por el pecado de Adán, debemos descartar asimismo el extremo agustiniano que le puso a la humanidad la carga de la culpa de Adán. Pero no podemos pasar por alto las palabras del apóstol Pablo: “Porque, así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno los muchos serán constituidos justos” (Rom. 5:19).
Según Champlin, “lo que es indiscutible es que el apóstol Pablo por lo menos enseñaba aquí que la tendencia a pecar es una característica heredada, y sin tomar en cuenta si la muerte se considera el resultado de la culpa heredada o como el castigo impuesto por nuestra propia transgresión individual, el hecho es que eso se lo debemos a Adán, pues en él todos morimos, tal como lo leemos en 1 de Corintios 15:22”.[12]
En lugar de referirse al origen del pecado, el apóstol señala sus consecuencias universales. De esa manera establece un paralelo muy definido: un solo hombre – todos los hombres. El versículo 19 presenta el hecho de que por el pecado de uno muchos fueron constituidos pecadores por la razón dada en el versículo 12.
El contraste consiste en que por la obediencia de Cristo muchos serán justificados. La primera clasificación es general; la segunda es individual. Todos somos natural y vitalmente uno con Adán, pero sólo el creyente es moral y espiritualmente uno con Cristo.
Solidaridad
Se intenta solucionar este problema con el tema de la solidaridad humana. Hay dos clases de solidaridad en este contexto. La primera tiene que ver con el primer Adán, en quien “todos mueren” (1 Cor. 15:22).
No se nos culpa por el pecado de Adán, pero todos estamos implicados en las consecuencias de ese pecado. Eso quiere decir: no culpa original, sino consecuencias del pecado.
Pero es necesario poner énfasis en la diferencia que existe entre condenación y culpa. Kiessler señala este punto cuando dice: “Hay una diferencia muy grande entre condenación y culpa. El bebé que nació con SIDA está condenado a morir como consecuencia de la enfermedad que heredó de sus padres, pero no se lo culpa de ninguno de los pecados que ellos cometieron. Nacemos con la naturaleza caída de Adán, que no puede vivir en la presencia de Dios. En ese sentido nacemos bajo condenación. Pero no nacemos culpables del pecado de Adán. Sólo nos volvemos culpables cuando decidimos pecar”.[13]
De acuerdo con este pensamiento, Elena de White afirmó que es “inevitable que los hijos sufran las consecuencias de la maldad de sus padres, pero no son castigados por la culpa de sus padres, a no ser que participen de los pecados de éstos”.[14]
Se percibe con toda claridad que existe un estrecho vínculo entre Adán y el resto de la humanidad. Según Bruce, “para el apóstol Pablo Adán era sin duda un personaje histórico: el primer hombre. Pero era más, era lo que significa su nombre hebreo: humanidad. La humanidad entera aparece como habiendo pecado originalmente en Adán”.[15]
La idea de que Adán representa a la humanidad es bíblica, pero existe el peligro de diluir su culpa distribuyéndola entre cada individuo. El intento de decir que los resultados del pecado de Adán sobre sus descendientes son “consecuencia de nuestra unión corporativa con el primer Adán, cabeza física y moral de la especie humana”,[16] es correcta en cierto sentido, pero hay que manejarla con cuidado porque fácilmente se puede desembocar en el concepto de la transferencia de la culpa del pecado original. El concepto de la culpa corporativa sólo vale cuando el cuerpo está completo, y no sólo la cabeza, porque, aunque Adán haya sido la humanidad en sentido potencial, no lo era en realidad. El concepto positivo de solidaridad es más atrayente.
La obra de Cristo
Jesucristo inauguró la nueva solidaridad humana, “porque, así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor. 15:22). “Adán no podía transmitir a su posteridad lo que ya no poseía; y no habría quedado esperanza para la raza caída si Dios, por el sacrificio de su Hijo, no hubiese puesto la inmortalidad a su alcance. Como Ta muerte así pasó a todos los hombres, pues que todos pecaron’, Cristo ‘sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio’“.[17]
Adam Clark nos recuerda que Pablo llamaba nuestra atención al hecho de que “si los judíos no les permitían a los gentiles interesarse en Abraham, por no ser descendientes naturales de él, tenían que aceptar que los gentiles son descendientes de Adán, así como lo eran ellos mismos, y que todos estaban implicados en la consecuencia de su pecado… y ambos también fueron abarcados por las consecuencias del libre don de Dios en Cristo”.[18]
La obra de Cristo fue un acto de amor de parte de Dios (Juan 3:16; Rom. 5:8; 1 Juan 3:16), pero no se la puede definir sólo como un acto. “Fue una manifestación de los principios que desde edades eternas habían sido el fundamento del trono de Dios”.[19]
Para ser el legítimo representante de los hombres ante el Universo, revelar al Padre ante la humanidad y redimir a los pecadores, el Hijo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros (Juan 1:14). “Cristo fue tratado como nosotros merecemos, con el fin de que nosotros pudiésemos ser tratados como él merece. Fue condenado por nuestros pecados, en los que no había participado, con el fin de que nosotros pudiésemos ser justificados por su justicia, en la cual no habíamos participado. Él sufrió la muerte nuestra, con el fin de que pudiésemos recibir la vida suya”.[20]
Sólo tenemos dos opciones: pertenecer al grupo humano cuyo destino está determinado por Adán, o pertenecer al grupo cuyo destino está determinado por Cristo.
Recordemos que el mismo Adán también se arrepintió de su pecado. Aceptó a Cristo como su Señor y Salvador. “El sacrificio de animales fue ordenado por Dios para que fuese para el hombre un recuerdo perpetuo, un penitente reconocimiento de su pecado y una confesión de su fe en el Redentor prometido. Tenía por objeto manifestar a la raza caída la solemne verdad de que el pecado es lo que causa la muerte. Para Adán el ofrecimiento del primer sacrificio fue una ceremonia muy dolorosa. Tuvo que alzar la mano para quitar una vida que sólo Dios podía dar. Por primera vez iba a presenciar la muerte, y sabía que si hubiese sido obediente a Dios no la habrían conocido el hombre ni las bestias. Mientras mataba a la inocente víctima temblaba al pensar que su pecado había derramado la sangre del Cordero inmaculado de Dios. Esta escena le dio un sentido más profundo y vivido de la enormidad de su transgresión, que nada sino la muerte del querido Hijo de Dios podía expiar. Y se admiró de la infinita bondad que daba semejante rescate para salvar a los culpables. Una estrella de esperanza iluminaba el tenebroso y horrible futuro, y lo libraba de una completa desesperación”.[21]
Gracias a Cristo, se reintegrará a Adán al jardín del cual se lo expulsó. Él y una innumerable multitud de sus descendientes vivirán eternamente en la gloria, en la Tierra Nueva. Así describe Elena de White las escenas finales del drama del pecado: “Los dos Adanes están a punto de encontrarse. El Hijo de Dios está en pie con los brazos extendidos para recibir al padre de nuestra raza: el ser que él creó, que pecó contra su Hacedor y por cuyo pecado el Salvador lleva las señales de la crucifixión. Al distinguir Adán las cruentas señales de los clavos, no se echa en los brazos de su Señor, sino que se prosterna humildemente a sus pies exclamando: ‘¡Digno, digno es el Cordero que fue inmolado!’… La familia de Adán repite los acordes y arroja sus coronas a los pies del Salvador, inclinándose ante él en adoración”.[22]
Sobre el autor: Director de Ministerios Personales y Escuela Sabática de la Asociación Planalto Central, Brasilia, DF, Brasil.
Referencias:
[1] Anders Nygren, Commentary on Romans [Comentario acerca de Romanos], p. 128.
[2] Russel Norman Champlin, O Novo Testamento Interpretado, t. 3, p. 658.
[3] Elena de White, Comentario bíblico adventista, t. 6, p. 1.074.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd., p. 525.
[6] Herbert Kiessler, A carta aos Romanos (Casa Publicadora Brasileira), p. 61.
[7] Ibíd.
[8] Aecio Cairus, La epístola a los Romanos (Universidad Adventista del Plata), p. 53.
[9] Comentario bíblico Broadman, t. 10, p. 233.
[10] Jack, W. MacGorman, Romanos, el evangelio para todo hombre, p. 82.
[11] Karl Kelterge, A epístola aos Romanos (Editora Vozes), t. 6, p. 111.
[12] Russel Norman Champlin, Ibíd., p. 656.
[13] Herbert Kiessler, Ibíd., p. 63.
[14] Elena de White, Patriarcas y profetas, p. 313.
[15] F. F. Bruce, Romanos. Introducao e Comentario (Edades Vida Nova), p. 108.
[16] Mattew Henry, Hechos, Romanos, 1 Corintios (Barcelona, Editora Terrassa), p. 277.
[17] Elena de White, El conflicto de los siglos, p. 588.
[18] Adam Clark, Clark’s Commentary, Romans – Revelation, t. 6, p. 69.
[19] Elena de White, El Deseado de todas las gentes, p. 13.
[20] Ibíd., pp. 16, 17.
[21] Patriarcas y profetas, pp. 54, 55.
[22] El conflicto de los siglos, pp 705, 706.