La iglesia tiene la responsabilidad de hacerle frente al problema del abuso

Como cristianos nos sentimos angustiados por los crecientes informes que recibimos diariamente con respecto al abuso y la violencia familiares. ¡Y debiéramos estarlo! Como miembros de la familia de Dios, deberíamos tomar muy en serio el mandato que el Señor nos ha dado de amamos los unos a los otros.

Pero cuando sabemos que existe violencia en la familia de la iglesia, nos sentimos doblemente tristes. Recordamos las palabras de la Escritura que dicen que la forma amante en que nos relacionemos demostrará al mundo que somos seguidores de Cristo (véase Juan 13:35). Cualquier tipo de crueldad, tales como golpear, azotar, aporrear, patear y abusar sexualmente, nunca es el resultado de una interacción amante. Cuando las iglesias no se preocupan lo suficiente de proteger a las víctimas o ayudar a las personas a controlar sus temperamentos y pasiones no santificadas que producen violencia en las familias, qué triste mensaje envían al mundo.

¿Qué podríamos hacer con respecto a la violencia y el abuso? ¿Deberían nuestras casas pastorales estar abiertas a una desgracia innecesaria? ¿Deberíamos considerar lo que ocurre en el seno de las familias como asuntos privados e ignorarlo? ¿Deberían los pastores esconderse detrás de la confidencialidad y no informar los casos de abuso? ¿Qué debería hacer la iglesia?

El pastor y la confidencialidad

La confidencialidad es un factor muy importante en las relaciones de aconsejamiento entre el ayudador y el que busca ayuda. Obliga al terapeuta a respetar la privacidad de los clientes y a guardar confidencialmente cualquier información obtenida en el curso de sus entrevistas. El objetivo es beneficiar al cliente. Poder discutir nuestros problemas en una atmósfera de confidencialidad es importante para poder ofrecer ayuda. La gente que sufre no quiere que las experiencias de su vida lleguen a ser conocidas por los demás. Cuando se ignora este concepto ético, puede traer resultados negativos, como dolorosa vergüenza, pérdida de confianza, relaciones rotas, y destrucción de los planes de la vida. Los pastores de muchas iglesias han mantenido durante mucho tiempo la ética de la confidencialidad pastoral.

Cuando quienes buscan ayuda hablan de sus problemas personales sin involucrar a otros directamente, no crean ningún problema. Sin embargo, cuando la situación implica abuso y violencia, estamos frente a un dilema. Por ejemplo, cuando nos informan de abuso y violencia familiar, ¿deberíamos darlo a conocer a las autoridades legales correspondientes? ¿Demanda esta información un tratamiento diferente de parte del pastor? Si los ministros son informados acerca de los planes de un miembro de autoagredirse o herir a otros, ¿deberían guardar silencio en aras de la confidencialidad?

¿Alguien debería ser advertido si un incendiario amenaza con incendiar una parte de nuestros bosques nacionales o de volar un puente en una hora de mucho tráfico? ¿Debería uno tomar medidas para impedir que una víctima desesperada del SIDA tenga relaciones sexuales sin ninguna protección? ¿Qué en cuanto a un cliente que muestra un recibo por la compra de una pistola para cometer un crimen o ajustar “viejas cuentas”?

¿Qué en cuanto a las personas que son víctimas de tales delitos? ¿Tienen ellas derechos también: el derecho de esperar nuestra intervención, nuestra protección? ¿Cuáles derechos tienen la precedencia?

Tomemos el caso de un indefenso niño que es víctima del abuso de un miembro de la familia, un maestro o un obrero de la iglesia. ¿Es cuestionable informar a las autoridades que tienen el poder para proteger a la víctima, y poner en acción fuerzas que pueden ser redentivas, no sólo para la víctima sino también para el agresor?

Cuando la confidencialidad llega a ser un medio de mantener en la esclavitud, aunque sea sólo por un día más, a una persona que está siendo dañada y que sufre la explotación ilegal, ya no cumple su propósito. Debe ser reemplazada por un programa bien diseñado y analizado que pueda relacionarse efectivamente con los comportamientos de los involucrados. Muchas veces los abusadores son personas promedio que conocemos y por quienes sentimos preocupación. A veces, al denunciarlos sentimos que los estamos perdiendo. Pero lo que debemos entender es que ellos podrían recibir ayuda eficaz con un tratamiento apropiado. Se sabe que los abusadores que han recibido aconsejamiento o terapia declararon que sus propias vidas y las de sus familiares habían mejorado mucho y fueron más felices después de revelarse su problema y recibir la terapia que antes de ella.

Algunas veces la primera reacción del perpetrador del abuso ante cualquier insinuación de revelarlo es la ira; se sienten traicionados, y una urgencia de hacer sentir culpable al pastor y/o consejero. Es posible que con el tiempo el abusador admita que la vida de toda la familia fue beneficiada, y exprese su gratitud por haberlo revelado y haberse impuesto la ayuda profesional. Por supuesto, siempre habrá alguien que niegue sus acciones, que busque excusas para sus fechorías. Estas personas necesitan mucho más la terapia intensiva. Ellos no se enmiendan en unas pocas sesiones de remordimiento simulado y promesas desenvueltas y fáciles. Demasiados pastores que han confiado en una “cura rápida’’ han encontrado más tarde que los abusadores siguen siéndolo, no obstante haberse cambiado a un nuevo lugar donde no había registro de sus crímenes.

Todos los estados en Norteamérica tienen leyes que obligan a una persona que ejerce funciones de consejero/terapeuta/médico/maestro, etc., a informar cualquier evidencia o sospecha de abuso. En algunos casos los ministros religiosos están exentos de esa responsabilidad, que con frecuencia les produce un cierto alivio porque no se espera de ellos esta difícil tarea. Pero los ministros deben tener cuidado. Cuando en el cumplimiento de sus deberes ministeriales los pastores asumen la función de consejeros para una persona que ha sido víctima de abuso, tienen la obligación de informar.

Marie Fortune declara: “La confidencialidad nunca tuvo el mero propósito de guardar secretos. Tampoco se tenía la intención de proteger a los ofensores de las consecuencias de su comportamiento. Los ministros que interpretan la confidencialidad de esta manera ayudan al ofensor a que siga ofendiendo”.[1] David Delaplane, pastor de la Junta Consultiva Ministerial del Consorcio de California para Prevenir el Abuso Infantil, dice: “A pesar del hecho de que en la comunicación penitencial los ministros están legalmente exentos, nunca lo están moralmente de informar a fin de proteger a las víctimas de abuso infantil”.[2]

Nada es más seguro que esto: “La violencia continuará si no es detenida por una poderosa fuerza legal fuera de la familia. Los ofensores necesitan tratamiento especializado, que es más efectivo cuando los tribunales están involucrados para ordenar, monitorear, y evaluar el progreso del mismo. Y se deben definir bien las responsabilidades durante el proceso. Sólo con este tipo de procedimiento podremos comunicar al perpetrador este mensaje: “Lo que estás haciendo está muy mal. No te permitiremos que continúes con este comportamiento abusivo”. Cuando los pastores comunican este tipo de mensaje, lo que están diciendo realmente al miembro ofensor es: “Tu iglesia se preocupa demasiado por ti como para hacerte responsable de tu comportamiento que es destructivo tanto para ti como para tu familia. Deseamos ser agentes que ayuden no que repriman”.[3]

El rol del ministro

¿Qué puede hacer un ministro para ayudar a aquellos que están sufriendo por causa del abuso?

Crea en el relato de la víctima. Algunas veces los pastores no se inclinan a tomar el abuso seriamente, porque temen que el informe sea falso. Un estudio representativo encontró que sólo un 8 por ciento de los casos informados resultaron ser ficticios. En la mayoría de estos casos, el terapeuta entrenado y experimentado pudo reconocer la falsedad de las acusaciones. Por lo tanto, desacreditar 92 por ciento de los casos reales por un 8 por ciento que resultó ser falso es difícilmente justificable.

Tome en serio las quejas. Se requiere que la víctima del abuso tenga mucho valor para acudir ante el pastor. Al dar un paso tal, la víctima muchas veces se arriesga a recibir mayores daños. En el pasado ocurría con demasiada frecuencia que los ministros no eran muy útiles en estas situaciones, sencillamente porque no sabían qué hacer. Sentían que no era correcto romper la confidencialidad. Y sin embargo, no estaban capacitados para aconsejar a sus miembros efectivamente en este tipo de problemas. Algunas veces, incluso, no se habían dado cuenta que aconsejar únicamente al perpetrador no era efectivo y no producía ningún cambio.

No comience dando muchos consejos verbales. Los pastores tienen la tendencia a limitar su papel simplemente a dar algunas palabras’ de consejo, tales como: “Ore más’’; “sea una mejor esposa/esposo; sea un mejor hijo’’; “lleve su cruz como una persona cristiana”; “yo le hablaré, las cosas mejorarán”. Pero las cosas no mejoran.

Un abusador no deja de abusar sencillamente porque un pastor le ha hablado y aconsejado. En realidad, un enfoque tal puede dejar a la víctima y a los preocupados miembros de la familia en una situación de zozobra y sin esperanza. Ellos ya han orado durante mucho tiempo y con mucho fervor. Ya han hecho todo lo que podían para ser respetuosos, se han humillado casi hasta la abyección, y la situación no ha mejorado. Es posible que se sientan impotentes y sin esperanza.

Reconozca que el abuso es contra el voto matrimonial. Algunas veces los pastores, con el propósito de evitar el divorcio y mantener la santidad del matrimonio, trabajan duramente para mantener unidas a las parejas, aun cuando uno de los dos haya sido víctima de un abuso físico y sexual continuo. Ciertamente el matrimonio es sagrado. Pero la sacralidad ya ha sido rota, el pacto matrimonial ya ha sido destrozado por la relación abusiva y el sufrimiento que el cónyuge ha padecido. ¿Justifica la idea de la permanencia del matrimonio que la esposa sea golpeada? El abuso del cónyuge es el abuso del matrimonio mismo, y el hogar ya se ha roto. El pacto matrimonial también ya se ha roto cuando los actos de desviación han tenido lugar. La esposa no estará reparando a la familia si permanece indefinidamente en una situación de abuso que afecta a toda la familia. Algunas veces la mejor forma de preservar a la familia es poniendo un alto al abuso mediante la separación. Esto exige que los perpetradores comprendan que se les atribuye responsabilidad por su comportamiento y que se les exige un cambio. Si ellos continúan desviando la responsabilidad hacia otra persona, las promesas de cambio sólo crearán falsas esperanzas.

No prometa al abusador absoluta confidencialidad. Los pastores que tratan con los abusadores no deben prometer absoluta confidencialidad. No deberían hacer declaraciones del tipo: “Nada de lo que usted diga saldrá jamás de este cuarto. Usted puede confiar en mí de que mantendré nuestra conversación dentro de un marco estrictamente privado”. Pocas personas piden este tipo de declaraciones. Algunas veces el consejero las dice con la esperanza de alentar la revelación de detalles personales. Pero la relación que el consejero construye con conceptos como el escuchar cuidadosamente, actitud empática, no emitir juicios y la aceptación, harán mucho más para alentar la revelación benéfica que las más extensas seguridades de confidencialidad. Las siguientes declaraciones serían más apropiadas: “Trabajaremos juntos para ayudarle a resolver su problema”. “No quiero desestimar su problema haciendo lo que sé que está más allá de mis habilidades como ministro”. “Es posible que algunas veces necesitemos la intervención de algún otro experto para completar el tratamiento. Pero siempre estaré disponible para darle orientación espiritual y apoyo a usted y su familia”. “Yo estaré a su lado”. La orientación espiritual y el apoyo moral son exactamente los puntos en los que el ministro está mejor entrenado para ayudar.

El rol de la iglesia

La iglesia no debiera esperar que los pastores traten estas difíciles situaciones solos. No es su principal trabajo. Deberían hacerse planes por adelantado para guiar el proceso. Podría formarse una pequeña comisión de unos tres miembros. Estos serían elegidos de entre los profesionales de la iglesia: enfermeras, médicos, trabajadores sociales, consejeros/terapeutas, o psicólogos. Esta comisión podría reunirse con anticipación para trazar pautas en cuanto a los pasos que deben darse cuando se produzcan casos de abusos. Podrían dar estudio inmediato a las leyes relativas a la información de los casos y los medios por los cuales dicha información debería darse en su comunidad. Podrían diseñar pautas para los procedimientos de confrontación que deberían adoptarse.

La estrategia de la iglesia debería incluir planes para la intervención en casos de crisis, localización de albergues locales, y provisión para la asistencia de emergencia a las víctimas. Probablemente también el perpetrador tenga necesidad de ayuda.

Prevenir es mejor. En cooperación con otros miembros de la iglesia que tengan habilidades especiales, se debería proveer educación mediante talleres o seminarios sobre lo que significa la violencia y cómo reconocerla. Debería también darse énfasis a programas que ayuden a prevenir el abuso. Podrían incluirse temas como la juventud y el noviazgo, aconsejamiento premarital, orientación para padres, y oportunidades para el enriquecimiento matrimonial. Seminarios en cuanto a la resolución de conflictos, habilidades sociales, comunicación y solución de problemas podrían ser muy útiles. Es muy probable que una congregación aproveche todas estas oportunidades si se le presentan, no sólo como un desafío a su crecimiento y enriquecimiento personal, sino en el contexto de suplir una necesidad real.

Este conocimiento combinado podría ser el medio para aliviar algunas de las tensiones sociales que con frecuencia están asociadas con el abuso y la violencia. La prevención de la violencia familiar debería ser una alta prioridad de todas las iglesias.

Sobre el autor: Alberta Mazat es profesora retirada de terapia matrimonial y familiar, Universidad de Loma Linda. Loma Linda. California.


Referencias:

[1] 1. Marie M. Fortune, Violence in the Family (Cleveland: Pilgrim Press, 1991), pág. 208.

[2]  En Fortune.

[3] . Anne Horton y Judith Williamson, Abuse and Religion (New York: McMillan Pub. Co., 1988), págs. 166, 167.