Hace unos meses llegó una carta anónima a la dirección de esta revista (The Ministry, en inglés) y me la pasaron para que la contestara. He aquí su contenido.
“Señores: Me pregunto si podrán ustedes dar algún consejo en un artículo sobre la mejor forma en que puede conducirse un pastor en su relación con las damas de la iglesia.
“¿Crea familiaridad el hecho de llamarlas por su primer nombre?
“¿De visitar a las mujeres jóvenes en sus hogares cuando están solas, y sus esposos en el trabajo, como en el caso de la tesorera, la secretaria o cualquiera otra con un cargo en la iglesia?
“¿De prestarles efectos personales, como por ejemplo el pañuelo?
“¿De qué se lo vea siempre hablando con mujeres en una actitud por demás amistosa, en voz baja y demasiado cerca?
“¿Debiera el pastor estar siempre dispuesto a llevarles recados y a trasladarlas a cualquier lugar con su auto? ¿Debiera charlatanear con ellas por teléfono?
“¿Debiera preocuparse por buscarlas donde estén —cuando hay alguna reunión en la iglesia— y no dejar de estrecharles las manos?
“Soy la esposa de un ministro y he tratado de ayudarle a mi esposo en estos puntos, pero él se niega a admitirlos. Los miembros de la iglesia ya están hablando de su familiaridad con las mujeres, y con una en particular.
“Estoy de viaje, de modo que no pueden ustedes conocer mi identidad, pero soy la afligida esposa de un ministro que ora pidiendo ayuda antes que sea demasiado tarde”.
Puesto que los actores de este drama son desconocidos, se hace necesaria una respuesta doble. En un episodio de esta naturaleza, no es sensato atribuirle a una de las partes todos los errores cometidos. así pues, hablemos en primer término del esposo-ministro.
Cualquier hombre normal que se cree inmune a la inmoralidad haría bien en escudriñar su alma y considerar diariamente las advertencias de Pablo: “No te ensoberbezcas, sino teme” (Rom. 11:20). “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Cor. 10:12). Quien menosprecia estas palabras, simpatiza con el demonio.
He hablado con más de un ministro que ha caído, y que por ese mismo hecho se ha sentido acongojado y sacudido. Si pudiéramos obtener testimonios fieles de cada hombre que fue separado de las filas ministeriales por esa causa, pienso que descubriríamos que el común denominador sería que el hombre debe estar permanentemente en guardia y ejercer sumo cuidado en todas sus relaciones con el sexo opuesto.
¿Qué decir de los predicadores que llaman a las mujeres por su nombre de pila? Es difícil formular una regla rígida en este punto. Mucho depende de las circunstancias, pero hablando en forma general un ministro prudente no se dejará llevar por este tipo de familiaridad. Si usted llama a una mujer por su nombre de pila, ¿no tiene ella el mismo derecho? Estamos viviendo en una época de igualdad y compañerismo. Lo común es que se exalte el tema de la “reciprocidad”, que es beneficioso en ciertas áreas de actividad. Pero la estadística del pecado revela una espantosa caída de las normas de la moral sexual. ¿No sería mejor actuar con mayor cuidado en este asunto, y mantenerse con toda la armadura de Dios puesta, antes que seguir el camino de la familiaridad indebida que puede producir dolor en el hogar y en la iglesia?
Hacer las visitas
Se podrían llenar libros con las discusiones que se suscitan en las reuniones de obreros y esposas de obreros sobre el problema de la visita del predicador solo a los hogares de mujeres solas o a los de mujeres casadas cuando los esposos están en el trabajo. Lo ideal es que el ministro vaya a hacer la visita con su esposa, especialmente en los hogares aquí descriptos. Una esposa de pastor con ocupación de tiempo completo descubre que un programa de visitación regular es prácticamente imposible de cumplir. Es lamentable que toda esposa de pastor deba trabajar. Si alguna vez nuestras iglesias necesitaron ser pastoreadas por un equipo de cónyuges, ¡es precisamente ahora! Las oportunidades que se les presentan a un pastor y a su esposa para ganar y moldear el corazón de su pueblo son mayores ahora que nunca. Muchísimos de nuestros Queridos miembros languidecen por falta de amor tierno y de cuidado de parte del pastor y de su esposa.
Si el pastor se halla en la desafortunada situación de tener que hacer solo la visita porque su esposa está ocupada con su trabajo regular, la única alternativa que tiene es la de visitar a las mujeres casadas cuando sus esposos están en casa, y visitar a las mujeres solas durante los fines de semana, cuando su esposa pueda acompañarlo. Si a la esposa le resulta imposible realizar la visita con él, entonces por todos los medios el pastor tratará de que lo acompañe un anciano o un diácono.
Ningún hombre puede ser demasiado cuidadoso en un programa de visitación. Es un hecho nefasto el que haya algunas mujeres solas que suspiren por la atención de los hombres, y especialmente por la atención de un dirigente de la iglesia. “Con mucha frecuencia son las mujeres las que tientan. Con un motivo u otro, requieren la atención de los hombres, casados o solteros, y los llevan adelante hasta que transgreden la ley de Dios, hasta que su utilidad queda arruinada y sus almas están en peligro” (Joyas de los Testimonios, tomo 2, págs. 237, 238).
Culto al héroe
El culto al héroe no se limita a los políticos. ¡Existe también en la iglesia! Como predicadores, nada debiera producirnos más aversión que una mujer de ojos soñadores que nos tome la mano y comience a exudar melifluas y suaves palabras de halago, tales como: “Oh, pastor, Ud. es un predicador realmente maravilloso. No me cansaría de escucharlo hablar todo el día”. Quizá diga la verdad en lo referente a escuchar al predicador todo el día, ¡pero no hablando de la Biblia!
El mejor método para tratar a esa adulona empalagosa es soltarle la mano de inmediato, mirarla fijamente y decirle con firmeza: “Hermana, si he dicho algo que la ha ayudado espiritualmente, alabe al Señor por ello, y no a mí”. Cuanto más pronto ponga en su lugar a esa persona, especialmente si es joven, tanto mejor. Tenemos consejos muy claros sobre este punto. “Ellos [los ministros] debieran evitar toda apariencia de mal, y cuando las mujeres jóvenes sean muy sociables, el deber de ellos es hacerles saber que eso no está bien. Deben rechazar esos avances aun cuando se los llegue a tildar de rudos. Tales cosas deben ser censuradas a fin de salvar a la causa del vituperio” (Testimonies, tomo 1, pág. 381). “No permita que nadie lo alabe o lo adule, o se le pegue a la mano como si le costara irse. Tema cada una de esas demostraciones” (Id., tomo 5, pág. 596).
La puerta siempre abierta
Un ministro a quien conozco personalmente, cuya limpia reputación, carácter y desempeño son notables, se niega siempre a visitar a cualquier mujer que esté sola, a menos que vaya acompañado. Además, la puerta de su oficina en la iglesia nunca está cerrada si está hablando con una mujer no acompañada. Esta práctica la mantiene invariablemente, cualquiera sea la edad de la dama. Esto ha desconcertado a algunos, pero me pregunto cuántos ex ministros estarían ascendiendo al púlpito cada sábado si hubieran seguido el ejemplo de ese hombre.
Una personalidad reservada, pero no obstante llena de bondad y simpatía, es digna de ser codiciada. El más pequeño motivo puede desatar un alud de dolor y miseria. Una sonrisa extra, un toque de manos, unas pocas palabras de elogio, una ojeada pueden producir la leve vibración que provoque el alud. Cuando la propia voluntad se convierte en regla, la inmoralidad pronto se convierte en algo apetecible y la virtud en algo detestable.
La única salvaguardia del ministro consiste en la pureza de pensamiento, palabra y acción. La lucha contra el mal no cesa con la edad. Más de un canoso clérigo ha cedido a la tentación de comer del fruto prohibido de las relaciones fuera del matrimonio. En este tiempo de terrible abandono de los sanos principios, sea el ministro de Dios un ejemplo de vida santa y prudente.