Sorprende sabe que a quinientos años del descubrimiento sean tan pocas las personas, tanto en América como en España, que están informadas acerca de la existencia del único libro escrito por el almirante

Si bien es cierto que los libros acerca de la vida del gran almirante y la hazaña de la conquista son numerosos, no es menos cierto que se ha prestado poca atención a los escritos del propio Colón. Sorprende saber que a quinientos años del descubrimiento sean tan pocas las personas, tanto en América como en España, que están informadas acerca de la existencia del único libro escrito por el almirante. Ese libro titulado El libro de las profecías, tiene un contenido desafiante y lleno de misterio.[1] El manuscrito original ha permanecido en la Biblioteca Colombina de la Catedral de Sevilla por casi cinco siglos. A decir verdad, su contenido no se refiere a profecías hechas por Colón; más bien, es una selección de profecías extraídas de las Sagradas Escrituras y que él relaciona con sus viajes. Esta obra, escrita al final del tercer viaje, en 1502, nos brinda la oportunidad de reconstruir la imagen que Colón tenía de sí mismo como ‘el siervo del Señor y a la vez nos da una idea más clara de su ideal religioso.

Uno de los aspectos que más impacta en este Libro de las profecías, es la carta que el almirante dirige a los Reyes Católicos, Femando de Aragón e Isabel de Castilla. En uno de sus párrafos se expresa así: “Ya he dicho que para la ejecución de la empresa de las Indias, ni la razón, ni las matemáticas, ni los mapas mundiales me fueron útiles; sino que la profecía de Isaías se ha cumplido en su totalidad. Y esto es lo que deseo informar aquí para la consideración de sus altezas”.[2] Luego aparecen los textos bíblicos que Colón compiló, particularmente los del profeta Isaías, uno de los cuales, el del capítulo 42:1,4,6-7 declara: “He aquí mi siervo, yo le sostendré, mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento… No se cansará ni desmayará, hasta que establezca en la tierra justicia; y las islas esperarán sus enseñanzas… Yo Jehová te he llamado en justicia y te sostendré por la mano; te guardaré y te pondré por pacto al pueblo, por luz de las naciones…”

Algunos han sugerido que el almirante hizo esta compilación como alegato para recuperar los privilegios que Bobadilla le había usurpado y para impresionar a la reina Isabel de Castilla con quien compartía, en cierta medida, sus especulaciones religiosas. Pero lo cierto es que la mayoría de las profecías que Colón cita en su libro se relacionan con la restauración y futura gloria de la ciudad de Jerusalén, que para entonces estaba en poder del Imperio Otomano.

No podemos ignorar que el siglo del descubrimiento queda marcado por otro evento de singular importancia, la conquista de Bizancio, capital del una vez célebre Imperio Bizantino. El 29 de mayo de 1453, Mohamed el Magnífico, hijo mayor del Sultán Murad, muerto dos años antes, comanda el asalto a la ciudad, cuyo nombre pasaría a ser Estambul.[3] Para entonces, a Bizancio sólo le queda una fuerza: sus murallas. En realidad, ya no existen más que reminiscencias de su glorioso pasado. Mientras tanto los cañones fundidos por el húngaro Orbas, lenta, pero tenazmente, van destruyendo lo que una vez fueran murallas inexpugnables. Después de seis semanas de lucha constante Mohamed ordena el asalto final. A sus tropas les hace una dramática promesa que luego cumple a cabalidad. En nombre de Alá, de Mahoma y de los dos mil profetas del Islam, jura que sus tropas, una vez conquistada la ciudad, tendrán derecho durante tres días, al saqueo y al pillaje ilimitado.[4] A la una de la madrugada del 29 de mayo el Sultán da la orden de ataque, y al grito de ¡Alá!, repetido tres veces, cien mil soldados avanzan y conquistan el último baluarte del Imperio Romano de Oriente. Stefan Zweig, en su dramática descripción del suceso concluye que “a veces la historia juega con los números. Justamente mil años después que Roma fuera totalmente saqueada por los vándalos, empieza el saqueo de la vieja Constantinopla”.[5]

La caída de Bizancio resuena como la voz del trueno en el ámbito del mundo occidental. La noticia provoca un eco espantoso en Roma y las ciudades europeas. El Imperio Romano de Oriente ha caído y una potencia considerada “engendro de Satanás”, debilitará por siglos al mundo cristiano.

Tal como lo aseveramos al comienzo de este artículo, en sus cartas a los Reyes Católicos el almirante de “la Mar Océano”, repite vez tras vez su profundo deseo de dedicar una parte de las riquezas obtenidas en las Indias para financiar una cruzada a Tierra Santa. A la luz de las profecías, según la interpretación de Colón, se promete la “restitución del Santo Templo a la Santa Iglesia”. Colón urge a los reyes católicos a aplicar la misma fe y la misma cantidad de dinero a la reconquista de Jerusalén, como ellos lo hicieron en la campaña contra los moros para reconquistar Granada (1492).[6]

El papa Alejandro VI y la conquista

Llama poderosamente la atención que los teóricos que participaron en el debate sobre el dominio español en el Nuevo Mundo (1512), se hayan negado a admitir que la expansión territorial y la adquisición de bienes materiales hayan sido una razón justa para darle legitimidad.[7] En cambio, el motivo principal que se subrayó fue la conversión de los nativos y la salvación eterna de sus almas. La bandera que España colocó al tope de los mástiles para justificar una de las expansiones territoriales más grandes de la historia fue la evangelización.

Un estudio detenido de las bulas del papa Alejandro VI (1493), el Testamento de la Reina Isabel (1504), las Leyes de Burgos (1512), el Requerimiento (1513), las Leyes Nuevas (1542) y otros documentos históricos de la época, hacen de la cristianización la principal justificación para la conquista del Nuevo Mundo. La religión cristiana, tal como se actualiza a través del pensamiento católico romano, llega a ser la ideología oficial para la expansión imperial.[8] En este contexto, las bulas emitidas por Alejandro VI INTER CAETERA, del 3 y 4 de mayo de 1493, y DUDUM SIQUIDEM, del 25 de septiembre de 1493, por las cuales se “donan”, “conceden” y “asignan” a perpetuidad a los reyes católicos y sus descendientes reales las nuevas tierras descubiertas y por descubrirse, y les otorgan la encomienda exclusiva de convertir a la fe cristiana a sus moradores nativos, se transforman en uno de los conjuntos documentales más comprometedores y abusivos emitidos por Roma”.[9]

Para fundamentar lo que acabamos de afirmar, transcribiremos algunos párrafos de una de esas bulas alejandrinas, la segunda, INTER CAETERA, del 4 de mayo de 1493: “Alejandro, Obispo, siervo de los siervos de Dios, a los ¡lustres carísimos en Cristo, Hijo Rey Fernando, y muy amada en Cristo Hija Isabel, reina de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia y de Granada, salud y bendición apostólica. Lo que más entre todas las obras, agrada a la divina majestad y nuestro corazón desea, es que la fe católica, y religión cristiana, sea exaltada… y que en todas partes sea ampliada y dilatada, y se procure la salvación de las almas, y las bárbaras naciones sean deprimidas y reducidas a esa mesma fe… Para que siéndoos concedida la libertad de la gracia apostólica, con más libertad y atrevimiento toméis el cargo de tan Importante negocio motu proprio… De nuestra liberalidad y de cierta ciencia y de plenitud de poderío apostólico, TODAS LAS ISLAS Y TIERRAS FIRMES HALLADAS Y QUE SE HALLAREN DESCUBIERTAS (aquí se añade la famosa línea de demarcación entre las posibles posesiones de ultramar españolas y portuguesas)… que por otro rey o príncipe cristiano no fueren actualmente poseídas …Por la autoridad del omnipotente Dios a nos en San Pedro concedida y del vicariato de Jesucristo, que ejercemos en las tierras, con todos los señoríos dellas, ciudades, fuerzas, lugares, villas, derechos, jurisdicciones y todas sus pertenencias por el tenor de las presentes las DAMOS, CONCEDEMOS, Y ASIGNAMOS (“donamus”, “concedemos” et “asignamus”) perpetuamente a vos y a los reyes de Castilla y de León, vuestros herederos y sucesores, y hacemos, constituimos y deputamos a vos y a los dichos vuestros herederos y sucesores, señores dellas, con libre, lleno y absoluto poder, autoridad y jurisdicción…[10]

Hasta el siglo XIX la corona española invocará estas Bulas papales para legitimar su dominio sobre el Nuevo Mundo, tanto frente a los movimientos independentístas nacionales, como a las pretensiones de las otras potencias europeas. Sin embargo, llama poderosamente la atención que esta donación papal haya sido desafiada por príncipes católicos y no católicos. Tomemos el caso del rey Católico de Francia, Franciso I, quien en 1550 se niega a reconocer la validez jurídica de la donación mediante una irónica declaración: “Vería de buen gusto la cláusula del testamento de Adán en la que se me excluye de la repartición del orbe”.[11] Por su parte, la reina Isabel I de Inglaterra puso en tela de juicio la “donación” territorial otorgada por Roma, a la que su propia corona no rendía pleitesía. Reafirmó su posición diciendo que “no podía convencerse de que (las Indias) son la propiedad legítima de España por donación del papa de Roma, en quien no reconocía prerrogativa en asuntos de esta clase, mucho menos para obligar a príncipes que no le deben obediencia…”.[12]

De esta “donación”, hecha en favor de los Reyes de España, surgen ciertas aberraciones jurídicas y religiosas que deben ser observadas de frente y desaprobadas con franqueza, ya que han dado origen y aprobación intelectual a uno de los genocidios más horrorosos, criminales y antievangélicos de la humanidad:[13] 1. La tarea evangélica propugnada por el papado conlleva la hegemonía política. Es una negociación efectuada entre el papa y la corona española que desconoce arbitrariamente y en contra de todo sentido evangélico, la voluntad, los sentimientos o conocimiento de los pueblos nativos a quienes pertenecían las tierras americanas…[14] 2. El proyecto misionero de Roma al reclamar como propio el poder temporal, hizo de la espada el instrumento para la expansión del catolicismo. La existencia de naciones no cristianas fue percibida como un desafío religioso, político y militar del orbe cristiano. Para la tragedia de los nativos americanos su rechazo del requerimiento católico los convertía, ipso tacto, en rebeldes contra la fe, en provocadores de una grave injuria a Dios, y en causa justa de guerra contra ellos, la confiscación de sus bienes y su posible esclavización.[15]

En tercer lugar, llamamos la atención al hecho de que el poder temporal reclamado por Roma para justificar el “DONAMUS”, “CONCEDEMUS” et “ASIGNAMUS” a perpetuidad, en favor de los reyes católicos, de las tierras descubiertas y por descubrir, se apoya en una presunta verdad dogmática. Según ella, el papa es el VICARIUS CHRISTI y DOMINUS ORBIS, es decir, legado de la potestad absoluta universal del Hijo de Dios. Esta posición dogmática, nacida en los tiempos cuando el sumo pontífice había asumido autoridad moral indiscutible al derrumbarse el Imperio Romano de occidente, llegó a su máxima expresión en el siglo XIII.[16] 4. La evangelización que Roma intentó en América abrió las puertas a las acciones abusivas del poder político y económico (encomiendas y mita), y a la vez hizo que la iglesia acaparase para sí el control absoluto de la cultura (educación, religión, costumbres). A los pueblos nativos, dueños de las tierras, y a los esclavos negros traídos del África, la iglesia les negó en forma absoluta sus derechos histérico-culturales.[17]

En conclusión, tenemos que afirmar que en el siglo del descubrimiento y la conquista, bajo la dirección de Alejandro VI, conceptuado por autores católicos y protestantes, como “uno de los peores papas”[18], los valores morales y religiosos habían descendido a un límite intolerable. Alejandro VI, padre indulgente de los famosos César y Lucrecia Borgia, se encontraba al borde de la bancarrota económica. La investigación histórica ha concluido que el pontificado de Alejandro VI se caracterizó por la inmoralidad, la venalidad y la simonía.[19] Algunos bienintencionados clérigos se esforzaron, sin embargo, por realizar una reforma que vitalizara a la iglesia, pero no lo consiguieron. En Europa circularon no menos de cuatro teorías para reformar la institución eclesiástica. La primera ponía su confianza en la conducta piadosa de algunos clérigos cuya vida santa podría contagiar la virtud al resto de la cristiandad. Esa fue la santa ilusión de los místicos de la Edad Media. Uno de ellos, Girolamo Savonarola, posteriormente condenado por la inquisición y ejecutado en Florencia en 1498.

La segunda teoría se apoyaba en la reforma conciliar. Siendo que el papado está corrompido, decían, un concilio general debía aceptar la responsabilidad de provocar la reforma. Lamentablemente, el movimiento conciliar fracasó. Una tercera posibilidad para la reforma, defendida por algunos, sugería que los líderes políticos debían asumir dicha responsabilidad. Quizá la más nueva y entusiasta de las teorías haya sido propuesta por algunos de los cerebros más brillantes de Europa, entre ellos Pico de la Mirándola, Lefévre d’Etaples, Luis Vives, Tomás Moro y particularmente Erasmo de Rotterdam. Esta fue la posición humanista que ponía su confianza en la razón, la educación, la tolerancia y el equilibrio.[20]

Dolorosamente para el futuro de la iglesia, ninguno de estos proyectos tuvo éxito y el camino quedó abierto para lo que habría de ser conocido en la historia de la iglesia como la Reforma Protestante.


Referencias

[1] Brigham Kay, Christopher Columbus’s Book of Prophecies, Barcelona, 1991.

[2] Véase el Libro de las profecías, folios 4, 5. El manuscrito original tiene 84 hojas numeradas de las cuales 14 están perdidas. Las hojas miden aproximadamente 24 x 23 centímetros. Se advierten cuatro diferentes tipos de letra y la firma de Colón aparece en el reverso de la hoja 59.

[3]. Zweig, Stefan, Momentos estelares de la humanidad, Barcelona, 1956.

[4] Id., pág. 52.

[5] Id., pág. 59.

[6] Brigham, pág. 221.

[7] Véase Rivera Pagán, Luis N. Evangelización y violencia, la Conquista de América, San Juan Puerto Rico, 1991, pág. 41.

[8] Id., pág. 43.

[9] Estas Bulas se reproducen en diversas antologías: Véase Las Bulas Alejandrinas de 1493 y la Teoría Política del Papado Medieval: Estudio de la Supremacía Papal Sobre las Islas, 1091-1493, México, D.F., Universidad Nacional de México, 1949. Véase también Nuevas consideraciones sobre la Historia, sentido y valor de las Bulas Alejandrinas de 1493 referentes a las Indias, Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos de la Universidad de Sevilla, 1944.

[10] Zavala Silvio, A., Las instituciones jurídicas en la Conquista de América, México D. F., Porrúa, 197[1,-págs. 214-215.

[11] Leturia, Pedro de, S.J., Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, 1493-1635, tomo 1, Época del Real Patronato 1493-1800, Caracas: Sociedad Bolivariana de Venezuela, 1959, pág. 280. En la misma línea de pensamiento el enciclopedista francés Jean Francois Marmontel afirmó que la Bula de Alejandro VI fue el “más grande de todos los crímenes de los Borgia”. Citado en Rivera Pagán, pág. 65.

[12] Esta declaración es citada por Ricardo Zorroaquín Becú en su artículo “Esquemas del derecho internacional de las Indias”, en Anuario de estudios americanos, tomo 32, 1975, pág. 587.

[13] Véase Ribeiro Darcy, “The Latín American People” en 1492-1992 The Voice of the Victims, London: SCM Press, 1990, pág. 15. Según este investigador “al fin del primer siglo después de la conquista, la población americana había sido reducida de unos noventa millones a menos de diez millones por guerras, plagas, introducidas por los blancos, pero sobre todo por la Esclavitud”.

[14] Las casas reinantes de Portugal apelaron a las mismas razones para defender las posesiones. Silvio A. Zavala en Las instituciones jurídicas de la conquista de América, México D. F., Porrúa, 1971, pág. 348, cita al rey Joao III cuando escribe a su embajador en Francia, en 1530: “Todas estas navegaciones en mis mares y tierras se basan sobre títulos legítimos mediante bulas emitidas desde hace tiempo por los santos padres… Fundados en derecho, por el cual son cosas propias mías y de la corona de mis reinos, bajo mi pacífica posesión, y nadie puede entrometerse en ello con razón de justicia”.

[15] Bartolomé de las Casas en su monumental Historia de las Indias, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1986, tomo 1, cap. 167, págs. 409, 410, catalogó el Requerimiento de aceptar la fe cristiana por los nativos como “injusto, impío, escandaloso, irracional y absurdo… escarnio de la verdad y de la justicia y en gran vituperio de nuestra religión cristiana, y piedad y caridad de Jesucristo… de derecho nulo…”

[16] Véase Ramos Demetrio, La Ética de la Conquista de América (Corpus Hispanum de Pace, tomo 25, Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1984, págs. 67-115. Esta postura tiene máxima expresión en Juan de Solórzano y Pereyra, quien proclama al papa “Vice Dios en la Tierra”, con autoridad divina para disponer de los reinos de los infieles y concederlos a los príncipes cristianos. Esta postura que pretende hacer del papa el dueño absoluto y único del “poder de las llaves” dado a Pedro, que nosotros no podemos aceptar, ha sido rebatido recientemente por Hanz Kung, uno de los teólogos católicos de más renombre, en su obra Infalible.

[17] Véase Dussel, Enrique, “The Real Motives of the Conquest” en 1492-1992, The Voice of the Victims.

[18] Véase Harbison. Harris, The Age of Reformation, London: Cornell University Press, 1955, págs. 36-38. Debemos acreditar a Alejandro VI el establecimiento de la primera censura sobre libros impresos que haya existido hasta entonces. EL INDICE habría de sobrevivirle por unos cuatro siglos. Véase Chamberlin R. R. Los papas malos, Barcelona, Printer 1980, pág. 211.

[19] Id, pág. 38.

[20] Id, págs. 41-46.