Desde sus comienzos la Iglesia Cristiana debatió temas teológicos. Con frecuencia este intercambio de puntos de vista produjo una revitalización, aunque en otras ocasiones se suscitaron rupturas irreconciliables que finalmente condujeron al cisma y a múltiples escisiones.
La Iglesia debatió distintos temas, unos ocasionados por su aparición en el mundo, otros generados por distintos enfoques u opiniones contrastantes en su seno. A su vez, Pablo distingue las contiendas sobre opiniones (dialogismon, Rom. 14:1) y las que ponen en juego la enseñanza (didaskalia, 1 Tim. 4:16; 1: 10, etc.). (En el caso que nos ocupa en este número no está en discusión una creencia fundamental, sino un aspecto de una doctrina.) Las epístolas del Nuevo Testamento reflejan claramente este tipo de debate propio no ya del surgimiento de la iglesia en el mundo, sino de su consolidación.
La tendencia editorial del Ministerio adventista ha eludido comentar controversias aunque, obviamente, en algunas ocasiones éstas se trasuntaron y en otras se ofreció alguna información. La ausencia de un intercambio de ideas no es necesariamente señal de virtud o solidez eclesiástica. Resulta reveladora la declaración de Elena G. de White que dice: “Cuando no surgen nuevas preguntas por efecto de la investigación de la Escritura, cuando no se levante ninguna diferencia de opinión que induzca a los hombres a escudriñar la Biblia por su cuenta, para asegurarse que poseen la verdad, habrá muchos, como en los tiempos antiguos, que se aferrarán a la tradición y adorarán lo que no conocen” (Joyas de los testimonios, t. 2, pág. 312).
Durante los pasados treinta años los adventistas, especialmente en los Estados Unidos, debatieron si Cristo, en su encarnación, adoptó una naturaleza humana caída o una naturaleza no caída. Varios matices avivaron las diferencias como, por ejemplo: se discutió si la naturaleza de Cristo era semejante a la de Adán antes de la caída o después de ella, si Cristo fue afectado como lo fue la raza humana por la caída de Adán y Eva. El tema del pecado está latente en estos interrogantes y en toda esta discusión, pues si Cristo tomó una naturaleza humana sin pecado surge la pregunta si tuvo ventajas sobre nosotros, y si las tuvo, ¿cómo puede ser nuestro ejemplo? Por otra parte, si es que tomó la naturaleza humana caída, ¿fue afectado por el pecado sólo físicamente? ¿Por qué no también en su carácter? Ante esta controversia surgió una tercera posición: que éste no es un tema vital para alcanzar la salvación.
A lo largo de estos años estas preguntas fueron conformando posiciones y tejiendo la trama de la discusión. Estas se reflejan en obras que, en su mayoría, no fueron traducidas al español. Pero los hermanos de habla hispana que desconozcan esta controversia, no están irremediablemente perdidos. Es iluminadora la afirmación del pastor J. R. Spangler cuando dice: “Sigo convencido de que tanto el hombre de la calle como el feligrés estarían irremediablemente perdidos si su salvación dependiera de un conocimiento erudito y profundo de la naturaleza de Cristo” (J. R. Spangler, “The nature of Christ”, The Ministry, junio de 1985, pág. 24).
Por otra parte hay elementos que pueden ser conciliadores en esta discusión, como por ejemplo: ambas partes creen que Nuestro Señor fue plenamente humano y plenamente divino; que Él fue tentado en todos los puntos como lo somos nosotros; que el Señor pudo caer en el pecado, abortando así todo el Plan de salvación, pero que se mantuvo sin cometer pecado. El meollo del asunto se circunscribe a la definición de qué significa “naturaleza pecaminosa”.
No resultó fácil decidir publicar este material, y hay razones que justifican la duda: 1) Originalmente, estos artículos fueron escritos bajo seudónimos, lo que podría revelar cierto tipo de prejuicio, como si asumir una posición dependiera de la credibilidad de un apellido. Luego de algunas consultas se optó por poner los artículos con los nombres de sus autores. 2) No es la tendencia histórica de esta publicación informar de debates que, a veces, se reducen a sectores geográficos y, en ocasiones, minoritarios.
Entonces, ¿cuál es el motivo de su publicación? En primer lugar, informar a los obreros de las tendencias en pugna en cuanto a un tema que no podemos minimizar. En segundo lugar, avivar no el debate, sino el estudio profundo y penetrante que nos conduzca a un conocimiento vital, rico y personal de la figura de nuestro Señor. En tercer lugar, es bueno recordar que si bien la iglesia sostiene oficialmente la creencia en la plena divinidad y humanidad de Jesucristo -el Manual de la iglesia (1984) dice: “Dios el Hijo Eterno es uno con el Padre… es verdaderamente Dios, sempiterno, también llegó a ser verdaderamente hombre” (pág. 31)-, no dice nada en cuanto a si Jesús tomó la naturaleza humana equivalente a la de Adán antes de la caída, o si era semejante a la de Adán luego de la caída. Por lo tanto, al presentar estos enfoques contrastantes, no violamos ninguna declaración de creencias fundamentales.
Es nuestro anhelo que el estudio profundo de la Biblia y de la persona de Cristo nos conduzca a estar más cerca de Él, para que lo aceptemos con erudición y a la vez con tanta sencillez que lleguemos a testificar: “Cristo es mi maravilloso Salvador”.