Entre las corrientes que actualmente influyen en la cultura y la religión, hay una que ha ganado adeptos con posibilidad de convertirse en dominante. La expresión “creer sin pertenecer” describe la marcada tendencia de muchas personas que dicen ser espirituales, pero que no quieren ser parte de una religión organizada. Otros han optado definitivamente por glorificar la razón humana y celebrar la supuesta liberación de las oxidadas cadenas de la religiosidad que, a su juicio, impedían –hasta hace poco– a la humanidad dirigir su propio destino.

Pablo escribió dos veces a su discípulo Timoteo sobre el futuro hostil que enfrentaría la fe cristiana (1 Tim. 4:1-3; 2 Tim. 3:1-5). La lista en su segunda epístola presenta las cualidades inmorales y antirreligiosas que caracterizarían a la gente de la última fase de la historia. ¡La descripción es dramática! Algunas de las características mencionadas por el apóstol son la impiedad y la apariencia de piedad.

La impiedad, o irreligiosidad, se caracteriza por la eliminación de Dios del pensamiento y la conducta. El resultado inevitable de esta postura es el abandono de la fe, la rebelión contra Dios y el desprecio por el evangelio. Además, mantiene a los incrédulos en rebelión y lleva a otros a la indiferencia. Pablo afirmó que esta actitud prevalente en la sociedad del tiempo del fin representaría un peligro para la iglesia.

Por otro lado, la apariencia de piedad, o la falta de religiosidad genuina, no indica una renuncia abierta a las creencias o prácticas religiosas, sino una identificación superficial con el evangelio de Cristo. Esta conducta se caracteriza por centrarse en cuestiones periféricas, no en la esencia de la religión. Esta inconsistencia no tiene un efecto real en la transformación personal y, a su vez, compromete drásticamente el desarrollo de la iglesia. La disonancia que produce esta situación provoca rechazo por parte de los incrédulos y los aleja del cristianismo. Esta tendencia puede presentarse casi imperceptiblemente –además– dentro de la misma comunidad cristiana.

El abierto rechazo a la religión y también su práctica superficial acarrean peligros que muchas veces no comprendemos. Y ambas tendencias caracterizan nuestro tiempo. La primera permea principalmente la sociedad que estamos llamados a alcanzar; la segunda se presenta como una amenaza significativa dentro de la iglesia. Son muchos los que se conforman con un acercamiento intelectual o un apego afectivo al evangelio, pero no se sujetan a la verdad que transforma. Carecen de una identidad espiritual clara y evitan el compromiso con la iglesia y su misión. No se esfuerzan por comprender que la verdadera religión exige ante todo creer, pero también la transformación del ser y, en consecuencia, del hacer, en una profundidad que solo el poder del evangelio puede alcanzar.

Solo el Espíritu Santo, que escudriña el corazón, puede convencernos de pecado, de justicia y de juicio. Él puede librarnos de la impiedad y de la apariencia de piedad con su peligro velado. Solo él puede hacernos conscientes de nuestra verdadera necesidad y transformarnos para vivir una vida plena con Cristo. Dejemos que el Señor haga diariamente en nosotros su obra transformadora y nos mantenga fieles para llevar a cabo un ministerio eficaz. Que el Espíritu de la verdad nos haga permanecer lúcidos y alertas ante los riesgos que existen en nuestro tiempo. De esta manera, seremos los verdaderos centinelas que la iglesia necesita en este momento decisivo.

Descripción del autor: secretario ministerial asociado para la Iglesia Adventista en Sudamérica