Cuando se trata de la visitación, nadie nos enseña más que Jesús. Él sabe muy bien lo que era vivir en una época en la que la gente no quería ser visitada. Cuando nació, no había casa ni posada que quisiera recibirlo. No se organizó ningún baby shower ni ninguna fiesta sorpresa para celebrar su llegada. Al igual que hoy, la gente estaba ocupada, corriendo de un lugar a otro para ganarse la vida. Los únicos que visitaron a la Majestad del Cielo fueron unos pastores en un establo y unos magos de Oriente en una casa. “Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11).

Sin embargo, las dificultades de su infancia y el contexto social de su tiempo no impidieron su ministerio. Jesús se convirtió en un maestro del arte de la visitación. Cuando leemos los evangelios, a menudo lo encontramos sentado junto a marginados y despreciados. Él, que no tenía dónde reclinar la cabeza, se hizo anfitrión en los hogares de los perdidos. Pobres y ricos, hombres y mujeres, cultos e incultos, fueron agraciados por la presencia transformadora de Aquel que “habitaba” entre nosotros.

En la casa de Pedro, Jesús curó a la suegra del discípulo, que estaba postrada en cama con fiebre. En casa de Leví, asistió a un banquete junto a los pecadores, ofreciéndoles la generosa mesa de la gracia. En casa de Jairo,un importante dirigente de la sinagoga, pidió que cerraran la puerta de la habitación y devolvió la vida a su hija de 12 años. En casa de Simón el fariseo, fue ungido por una mujer pecadora y declaró que esta historia sería recordada por generaciones. En casa de María, Marta y Lázaro, encontró alimento y paz. En casa de Zaqueo, Jesús revolucionó la vida y el bolsillo de este corrupto cobrador de impuestos. Y fue también en una casa donde Jesús partió el pan y abrió los ojos a dos discípulos desanimados. Ciertamente, “Dios visitó a su pueblo” (Luc. 7:15).

La presencia de Cristo en los hogares revolucionó a las personas y los destinos. Sus conversaciones iban al grano, con la mirada puesta en la eternidad. Aprovechaba las reuniones sociales para mirar a la gente a los ojos y cambiar su historia. Era como si cada visita fuera una “campaña evangelízadora” destinada a la salvación de una sola alma. Para él, predicar a cinco mil personas o consolar a un padre angustiado tenían el mismo valor.

¿Qué debe mover nuestros corazones para hacer visitas? Sin duda, el ejemplo de Jesús. Incluso dice: “Yo estoy a la puerta y llamo” (Apoc. 3:20). Cristo aprecia los encuentros y la conversación sincera: “Vengan, entonces, y razonemos” (Isa. 1:18). El pastor que practica la visitación se especializa en restaurar hogares.

Nuestras ovejas esperan un apretón de manos no solo en la puerta de la iglesia, sino también en sus casas, junto con una palabra personalizada y un consejo de corazón. No solo quieren que las visiten cuando “algo va mal”; quieren pastores que se preocupen de verdad por ellos.

Si queremos que nuestra iglesia prospere y dé fruto, es esencial que cultivemos el ministerio de la visitación. Los miembros pueden olvidar nuestros sermones, pero nunca olvidarán nuestras visitas. El trabajo del púlpito es solo el principio; quizá nuestra mejor predicación sea nuestra presencia. Y recuerda: lleva a Jesús contigo en cada visita.

Él es quien marcará la diferencia, dejando la fragancia del Cielo en los hogares.

Sobre el autor: Milton Andrade, editor de la revista Ministerio, edición de la CPB