¡Qué privilegio poder dirigirme a ustedes! Quiero expresar mi gratitud al Señor por la oportunidad de trabajar juntos en el ministerio pastoral en la División Sudamericana. Mi más sincero agradecimiento también al pastor Lucas Alves, quien se desempeñó como nuestro secretario ministerial con sabiduría y espíritu de misión. Su legado deja una profunda huella. Oro para que el Señor continúe usándolo poderosamente en sus nuevas responsabilidades.
Dios me ha dado la alegría de servir en el ministerio durante 34 años. Y si cuento también los años de formación en el seminario, son 38 años dedicados a esta sagrada labor. Durante este tiempo, he conocido a muchos pastores que me han inspirado. Pero hay uno que destaca: un pastor al que no solo conocí, sino también formaba parte de mi familia: mi suegro.
Tuve el privilegio de relacionarme con él durante más de 37 años. Lo vi en distintas etapas de su vida: en momentos de alegría, de lucha, de oración y de silencio. Y muchas veces he pensado: “Jesús debe parecerse mucho a él”.
Su vida no fue fácil. Creció en Europa, en plena guerra, separado de su padre, que tuvo que huir a Sudamérica para escapar de la persecución nazi. Tras casi una década sin verse, se reencontraron en Paraguay.
Mi suegro era un hombre coherente, generoso y amable. Pero lo que realmente lo definía era su profundo amor por la Palabra de Dios. Estudioso meticuloso y dedicado, no solo conocía la Biblia: conocía al Autor de las Escrituras. Su vida estaba centrada en Cristo, y su mayor deseo era preparar a otros para encontrarse con el Señor. Y así fue hasta hace unas semanas, cuando descansó en el Señor.
Tuve dos conversaciones con él que me marcaron profundamente. La primera fue hace menos de un año. Le pregunté: “Papi, si pudieras empezar de nuevo tu ministerio, ¿qué harías diferente?” Lo pensó un momento y contestó con voz tranquila: “Predicaría más sobre Jesús. Hablaría de su carácter, su gracia, su misericordia y su justicia. Sí, hablaría mucho más de Cristo”.
La segunda conversación tuvo lugar la última vez que lo visité. Le pregunté si estaba dispuesto a descansar. Se reclinó en su sillón, respiró hondo y dijo: “Estoy listo. ¿Y sabes por qué? Porque soy un gran pecador… y Jesús es un gran Salvador”.
Estas dos respuestas resumen la esencia de la obra pastoral. La primera nos recuerda la razón por la que fuimos llamados: predicar a Cristo. La segunda revela el fundamento de este llamado: la gracia que nos alcanzó y nos sigue transformando. El apóstol Pablo escribió: “Pero por la gracia de Dios soy lo que soy. Y su gracia, que me fue dada, no ha sido en vano. Al contrario, he trabajado mucho más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Cor. 15:10).
Queridos compañeros, hemos sido llamados a proclamar “a Cristo, y a éste crucificado” (1 Cor. 2:1, 2), en el contexto del “evangelio eterno” (Apoc. 14:6). Este es nuestro mensaje, nuestra fuerza y nuestra esperanza. Mi deseo es que podamos crecer juntos en nuestra relación con Cristo, no solo conociéndolo más con nuestras mentes, sino amándolo más con nuestros corazones. Que nuestros corazones ardan como los de los discípulos de Emaús cuando oyeron su voz y caminaron con él.
Oro para que en cada sermón, en cada conversación y en cada visita exaltemos a Cristo. Que seamos agentes de esperanza y testigos fieles de aquel que vive, reina y pronto volverá por nosotros.
Sobre el autor: Secretario ministerial para la Iglesia Adventista en Sudamérica
