Al hablar de la erudición cristiana, será de utilidad que presentemos algunas cualidades básicas que identifican al erudito.

La erudición es relativa. Aunque se propone la adquisición de conocimientos, no es éste su único blanco ni su fuerza motivadora. La erudición revela una actitud de interés; un deseo interior de participar del progreso hacia una vida integral. La adquisición de conocimientos es un medio que contribuye a ese fin. La erudición resulta del deseo de conocer los hechos y de comprender su aplicación a la vida. Fundamentalmente, constituye un reflejo del anhelo personal de conocer y comprender a Dios. Revela un interés de aplicar su conocimiento para el beneficio de sus semejantes.

Rechaza la superficialidad y el prejuicio

La erudición supone la existencia de un erudito y la revelación de su carácter. Con esto comienzan a aparecer las cualidades del erudito. Se trata de una persona razonablemente bien informada respecto de las actitudes y las experiencias de los demás. Por lo tanto debe ser un estudioso; pero no un estudioso superficial o inexacto, cuyo estudio se vea restringido o entorpecido por el prejuicio, sino uno que excava profundamente en la montaña del conocimiento; uno que aprende a diferenciar lo que es durable y precioso en su aplicación a la vida, de lo que es efímero y espurio; uno que ha aprendido a romper las murallas arbitrarias y artificiales que los hombres de todos los tiempos han levantado para conveniencia suya, detrás de las cuales los que temen lo que van a encontrar al otro lado adquieren cierto sentido de relativa seguridad y protección encerrándose en su ignorancia.

Estudiar con una mente abierta y con la intención de aprender siempre implica cierto riesgo. El peligro deriva del hecho de que ocasionalmente es posible encontrar algo nuevo: una nueva idea, un nuevo concepto, o un nuevo hecho natural. Aún pueden descubrirse atributos divinos con los que antes no se había estado familiarizado. El estudiante superficial podría confundirse en estas circunstancias, pero no el erudito. No es “una caña meneada por el viento” (Mat. 11:7, V. M.), ni un niño fluctuante, llevado “por doquiera de todo viento de doctrina.” (Efe. 4:14.) Las nuevas ideas, los hechos recién aprendidos y los nuevos conceptos fortalecen la comprensión de una persona en su relación hacia Dios, hacia sí misma, hacia sus semejantes, y en consecuencia, hacia la vida.

Un erudito es un estudioso cuyo conocimiento se entremezcla con la comprensión. Manifiesta una razonable medida de buen juicio. Aplica inteligentemente su conocimiento. Es una persona que no sólo está bien informada respecto de las experiencias de los demás, sino que también él ha tenido una vasta experiencia. Es un inteligente estudioso de la historia, porque en ella encuentra una biografía de la grandeza ejemplificada en los hombres; estudia la ciencia, porque a través de ella se familiariza mejor con Dios; y estudia las relaciones humanas, porque a través del servicio por los demás es capaz de utilizar sus propias cualidades recibidas de Dios y de desarrollarlas. Diferenciándose del estudio y la memoria, la erudición constituye una reflexión de las actitudes y las experiencias de cada uno.

La erudición es una cualidad cristiana

Con estas consideraciones en la mente, establezco aquí mi opinión personal acerca de que la verdadera erudición constituye una cualidad cristiana. Creo que aunque haya estudiosos ateos, no hay eruditos ateos; y sostengo que las diferencias mayores entre ambos están representadas por motivos y objetivos. La erudición posee la cualidad de la dignidad, de la que carece el conocimiento aislado de su aplicación a la vida.

Prosiguiendo con este concepto, ahora parecería razonable suponer que los cristianos debieran ser eruditos. De ser así, el poder de la erudición debiera dirigirse hacia la consecución de los más elevados valores morales, éticos e intelectuales.

En Proverbios se nos dice que “Gloria es de Dios ocultar una cosa, y gloria de los reyes investigar un asunto.” (Prov. 25:2, V. M.) Podría interpretarse este pasaje en el sentido de que Dios quisiera que los hombres sean investigadores y eruditos. Él espera que sean persistentes buscadores de la verdad. Salomón indica que tal erudición puede ser una experiencia equivalente a la “gloria de los reyes.”

Si la erudición es relativa, también lo es el conocimiento. Cuantitativamente, su fuente es tan infinitamente grande como lo es Dios. Siempre es dinámico para quien se interesa en su búsqueda. Generalmente es evasivo. Para el buscador, hay una relación recíproca entre los medios que utiliza para buscarlo y el estímulo que genera el impulso para apoderarse aun de cantidades de él relativamente pequeñas. El valor del conocimiento está limitado en sí mismo a la producción de cierto grado de satisfacción mental a la persona que ha adquirido una porción de él.

La adquisición de conocimientos es relativa

La adquisición de conocimientos mediante el estudio y la investigación también es relativa, y afortunada o infortunadamente, la capacidad latente o potencial de estudio y aprendizaje de una persona puede no estar en relación directa con su deseo de aprender. I. M. McIver comenta acerca de esto:

“¡Si sólo supiéramos! Si sólo supiéramos lo suficiente —si sólo supiéramos las cosas correctas en los momentos debidos, si sólo pudiéramos discernir las consecuencias de una acción antes de obrar, si sólo supiéramos la verdad acerca de las situaciones que nos dejan perplejos y nos confunden, si sólo supiéramos las respuestas a nuestros problemas— realmente entonces podríamos obtener el máximo y lo mejor de la vida. Así es como pensamos. Pero se ha escrito que quien añade ciencia, añade dolor. (Ecle. 1:18.)

“Ciertamente el conocimiento no es sabiduría, y en ninguna parte dice que los más sapientes sean los más juiciosos. Si el conocimiento solo pudiera salvar al mundo, en el presente estaríamos en una condición mejor de lo que estamos, puesto que el conocimiento ha estado extendiendo mucho su campo de acción. Existe una relación significativa entre el conocimiento y la sabiduría. El interrogante para nuestro tiempo debiera ser: ¿Cómo podemos lograr que el conocimiento constituya el camino hacia la sabiduría?

“La sabiduría sola se justifica. Esto ha sido verdad siempre. Pero actualmente también es verdad que la sabiduría sola puede salvar a los hijos de los necios del mismo modo que a los de los sabios.” [1]

La sabiduría en la aplicación del conocimiento

Ciertamente no existe una relación de cantidad entre la capacidad de aprendizaje de una persona y su habilidad para hacer un uso apropiado de lo que sabe. Una persona puede estar excepcionalmente bien informada y hasta puede poseer una mente enciclopédica, y al mismo tiempo carecer por completo de las cualidades que constituyen la fibra esencial de un erudito. Por el contrario, si prosigue siendo un estudioso, si es un buscador persistente de la verdad, su relativa falta de conocimiento de los hechos no le impedirá ser un verdadero erudito. Cuando el conocimiento se aplica con sabiduría, de inmediato se convierte en una fuerza que no tiene límites en cuanto a efectividad. Si se lo aplica con un espíritu de amor, se servirá a Dios y al hombre, y la persona que rinde un servicio de esta clase reúne las cualidades de un erudito.

Las experiencias del hombre en relación con Dios y los conceptos divinos de inmediato se tornan evidentes. Aunque la inteligencia, el estudio y el conocimiento son de gran importancia, considerados en sí mismos aparecen como cualidades egoístas e inadecuadas.

El Sabio nos recuerda que la sabiduría constituye la cosa esencial, y no el conocimiento. Y en Proverbios 15:32, 33, V. M., se nos advierte que “Aquel que rehúsa la corrección, desprecia su misma alma; más el que escucha la reprensión adquiere entendimiento. El temor de Jehová alecciona en sabiduría; y a la honra precede la humildad.” La sabiduría consiste en la habilidad de utilizar y aplicar los talentos y el conocimiento propios con inteligencia para servir al hombre y alabar a Dios. Esta es la realización culminante del hombre.

William Cowper estableció la relación entre el conocimiento y la sabiduría de la manera siguiente: “El conocimiento y la sabiduría lejos de ser una cosa, a menudo no tienen ninguna conexión. El conocimiento mora en cabezas repletas de pensamientos de otros hombres, y la sabiduría en las mentes atentas a los suyos propios… El conocimiento se siente orgulloso porque ha aprendido tanto; la sabiduría se siente humilde porque no ha aprendido más.” [2]

Nunca podrá definirse con exactitud lo que es la sabiduría. Únicamente puede ser experimentada. Walt Whitman escribió que “la sabiduría es el alma.” Federico Mayer al comentar esta declaración, pregunta: “¿Cuál es el valor del conocimiento, si produce tormento y agonía? ¿Cuál es el valor del adelantamiento material, si únicamente hace más complicada nuestra vida?” Luego añade: “El verdadero progreso pertenece al espíritu y eleva nuestros pensamientos; deleita nuestro corazón, amplía nuestra perspectiva; salva el abismo entre nosotros y los demás. El verdadero drama no yace en la dominación de la naturaleza por el hombre… radica en su progresiva comprensión de sí mismo.” [3]

La erudición cristiana

La relación entre la adquisición de conocimiento y la erudición cristiana asume la forma de una continua educación. La Hna. White ha emitido una amplia declaración que resume muy bien este pensamiento:

“Nuestro concepto de la educación tiene un alcance demasiado estrecho y bajo. Es necesario que tenga un alcance más amplio y un fin más elevado. La verdadera educación significa más que la prosecución de un determinado curso de estudio. Significa más que una preparación para la vida actual. Abarca todo el ser, y todo el período de la existencia accesible al hombre. Es el desarrollo armonioso de las facultades físicas, mentales y espirituales. Prepara al estudiante para el gozo de servir en este mundo, y para un gozo superior proporcionado por un servicio más amplio en el mundo venidero.” [4]

Otra de las cualidades esenciales del erudito es la fe. En sus Proverbios, Salomón nos dice que la casa de la sabiduría tiene siete columnas (Prov. 9:1). Edwin B. Fred les da los siguientes nombres: conocimiento, integridad, juicio, imaginación, valor, tolerancia y fe. Estoy seguro de que concordaremos con él en que “la columna más fuerte de la sabiduría es la fe… Fe en nosotros mismos y en nuestros semejantes, fe en nuestro país y en nuestro modo de vivir, fe en el triunfo del bien sobre el mal, fe en Dios y en un futuro glorioso.” [5]

La ciencia y la fe

¿Parecería fuera de lugar que un hombre que ha dedicado gran parte de su vida a la investigación científica de los hechos hiciese hincapié en la fortaleza de la fe? La ciencia podrá estar edificada sobre los hechos, pero su arquitecto es la fe. Sin fe es imposible obtener sabiduría. “Es la fe la seguridad que se tiene de cosas esperadas, la prueba que hay de cosas que aún no se ven.” (Heb. 11:1, V. M.) Sin embargo no olvidemos que “la fe, si no tuviere obras, es de suyo muerta.” (Sant. 2:17, V. M.)

El Dr. Roberto V. Kleinschmidt, profesor de ingeniería física y matemática de la Universidad de Harvard, nos recuerda que “los hombres de ciencia son considerados por lo común como fríamente intelectuales, buscadores matemáticos de toda verdad impersonal. Sin embargo —pregunta, — ¿quién puede explicar la devoción de un Colón que afronta el peligro, las dificultades y el ridículo por su fe en un mundo esférico, o una Curie, un Pasteur, un Galileo, un Agassiz, un Newton, y todos los demás, sobre la base de un intelectualismo puro o de una curiosidad ociosa?

“Poseían una fe apasionada en que había un plan hermoso y ordenado que regía el universo y sabían que comprender ese plan valía más que cualquier tranquilidad o comodidad humanas.” [6]

Luego nos recuerda que la fe, lo mismo que la esperanza y el amor, puede ser abundante o escasa, y que no sólo necesitamos fe, sino una fe completa, una fe elevada, la fe más elevada y completa de que seamos capaces —una fe viva, creciente y abarcante en nosotros mismos, en nuestros semejantes, en las leyes naturales, y en el Dios universal.

Volviendo a los Proverbios de Salomón, os invito a reflexionar en dos declaraciones positivas que ponen de relieve cualidades esenciales del erudito y contribuyen hacia la producción de una manera de vivir satisfactoria. Ambas se encuentran en el tercer capítulo y comprenden los versículos 5, 6 y 27.

“Confía en Jehová con todo tu corazón, y no te apoyes en tu mismo entendimiento: tenle presente en todos tus caminos, y él dirigirá tus senderos.” (Prov. 3:5, 6, V. M.) Aquí no sólo se habla de una relación hacia Dios, sino de la actitud que se debiera asumir hacia sí mismo; y cuando se añade el versículo 27, a saber, “No niegues el bien a quienes se les debe, estando en el poder de tu mano hacerlo,” la vida se torna interesante y se advierte que tiene un fin determinado.

Un hombre de ciencia moderno, Sir William Osler, continuamente les recordaba a los alumnos y a sus colegas médicos, que “la práctica de la medicina es un arte y no un oficio; una vocación y no un negocio; una vocación en la que vuestro corazón se ejercitará tanto como vuestra cabeza. A menudo la parte principal de vuestro trabajo no tendrá nada que ver con brebajes y polvos, sino con el ejercicio de una influencia del fuerte sobre el débil, del justo sobre el malo, del prudente sobre el necio…

“El médico necesita una mente clara y un corazón bondadoso; su obra es ardua y compleja, y requiere el ejercicio de las facultades más elevadas de la mente, en tanto que se recurre constantemente a las emociones y los sentimientos más puros.” [7]

Las normas personales que luchamos por alcanzar no debieran ser de una calidad menor que las pocas que he presentado como esenciales para la erudición cristiana. Si nos aproximamos a su consecución, entonces confiaremos en el Señor de todo corazón, y no en nuestro propio discernimiento. Lo reconoceremos en todos nuestros caminos, y basaremos nuestra fe en la experiencia, para saber que él “enderezará nuestras veredas.”

Utilizando el conocimiento para beneficio de otros

Es necesario añadir un concepto adicional, o motivo, o propósito para la vida, a fin de completar un plan de vida satisfactorio. Se trata de la aplicación práctica e inteligente del conocimiento para beneficio de otros. No es esto algo que debiera hacerse por compromiso u obligación. En el verdadero servicio erudito cristiano por la humanidad, alcanza su más alta expresión cuando ocurre natural y espontáneamente como una parte de la manera de vivir de la persona, como un reflejo de sus actitudes, como una evidencia de su carácter.

Cuando a los salvados se les habló de sus buenas obras, se los colocó a la derecha de Dios y se les dijo: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros;” ellos preguntaron: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos? ¿o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos huésped, y te recogimos? ¿o desnudo y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?” (Mat. 25:34-39.)

Es obvio que aquellos a quienes se llamó “benditos de mi Padre” no obraron impulsados por motivos egoístas. Dudo seriamente si esas buenas obras merecían por sí mismas tal bendición. Para mí tiene mucho más importancia el hecho de que esas obras son el reflejo o evidencia de las cualidades o carácter de una persona. La actitud de Dios hacia mí es tan importante para mí, como mi actitud hacia él. Lo que otros puedan hacer por mí o hacerme a mí tiene relativamente poca importancia comparado con lo que yo puedo hacerles a los demás o hacer por los demás.

Si poseemos estos conceptos y estas cualidades de carácter, y, si por precepto y ejemplo, somos capaces de influir en otros para que adquieran creencias y prácticas semejantes, entonces pienso que a nadie le será posible rehusarle el bien a quienes lo merecen, cuando está dentro de sus posibilidades hacerles ese bien. (Véase Prov. 3:27.)

Sobre el autor: Decano de la Escuela de Medicina del Colegio de Médicos Evangelistas.


Referencias

[1] I. M. Mclver, “The Faith of Great Scientists,” Hearst Publishing Company, Inc.

[2] William Cowper, “The Task,” tomo VI.

[3] Frederick Mayer, Wisdom, tomo 1, No. 8, agosto de 1956.

[4] Elena G. de White, “La Educación,” pág. 11.

[5] Edwin B. Freed, Wisdom, tomo 1, No. 1, enero de 1956.

[6] Mclver, op. cit.

[7] Sir William Osler, “Aequanimitas with Other Addresses,” Blakiston, 1932.