Es bien conocida la importancia del papel que desempeñan los administradores del pueblo de Dios. Esos hombres son los llamados a ser los dirigentes de la iglesia, y su influencia es abarcante y decisiva.

La dirección comprende algo más que la mera aceptación de un puesto. Esta responsabilidad se extiende en el tiempo y envuelve el destino eterno de las almas. El dirigente edifica o destruye. En efecto, cada nuevo avance hecho en esta gran obra ha tenido su origen en la influencia de un “hombre de Dios.” El problema básico consiste en hallar hombres y mujeres que Dios pueda utilizar para glorificar su nombre.

La siguiente declaración de la pluma inspirada nos hará sentir plenamente la importancia vital que tiene la dirección de la obra:

“Si los que dirigen en la causa de la verdad no manifiestan celo, si son indiferentes e irresolutos, la iglesia será negligente, indolente y amadora de los placeres; pero si los domina el santo propósito de servir a Dios y a él solo, su pueblo se mantendrá unido, lleno de esperanza y alerta.”—“Profetas y Reyes,” pág. 499.

Resulta muy evidente que nosotros, los dirigentes de la actualidad, debemos ser hombres y mujeres espirituales. Debemos seguir el ejemplo de Gedeón, de quien se ha dicho: “Entonces el Espíritu de Jenová revistió a Gedeón. el cual tocó la trompeta.” (Jue. 6:34. V. M.) El Espíritu de Dios fué derramado con mucha fuerza en la iglesia apostólica. Los dirigentes fueron conductos santificados a través de los cuales Dios impartió vida y poder. Cada época sucesiva ha experimentado el mismo impacto. Y en la actualidad, Dios quiere obrar en esta misma forma.

Únicamente los dirigentes llenos del Espíritu pueden elevar a la iglesia remanente al plano elevado de vida y acción que Dios le ha señalado. La iglesia constituye el escenario de la gracia de Dios, en el cual se deleita en revelar su poder para salvar. Llevará a cabo transformaciones “tan asombrosas que Satanás, con toda su triunfante jactancia, con toda su confederación de maldad unida contra Dios y los principios de su gobierno, se queda contemplándolas como una fortaleza inexpugnable para sus engaños.”—“Testimonies to Ministers,” pág. 18.

Administradores de Dios

Consideremos ahora esta cuestión vital. Ya hemos visto que los administradores son dirigentes. Pero es igualmente cierto que los dirigentes son administradores. ¿Administradores de qué? ¿Cuál es el objeto de su preocupación administrativa? Aquí acude en nuestro auxilio el título de este artículo: somos administradores de la causa de Dios. El significado de esta declaración encierra una gran importancia.

No se nos ha pedido administrar una sociedad de debates, una hermandad filosófica o alguna liga de beneficencia de interés local. No se nos ha ordenado participar de las responsabilidades propias de los negocios en gran escala. Nuestra obra no constituye una empresa propia de carácter comercial o industrial. Nuestra misión consiste en administrar la causa de Dios.

Aunque podemos aprender mucho de las buenas administraciones comerciales y de las empresas administrativas bien conducidas, no es conveniente adoptar sin reflexión los principios que éstas sostienen. Debemos tener mucho cuidado de distinguir las diferencias básicas. Se cometerán errores en los principios fundamentales si nos dejamos influir indebidamente por las organizaciones políticas de los países en que vivimos. Puede producirse la apostasía cuando las iglesias perfeccionan una forma de gobierno comparable al gobierno civil del país bajo el cual se han desarrollado.

Sin embargo, los adventistas nos hemos esforzado desde el comienzo por adoptar una forma de gobierno eclesiástico que esté en armonía con los principios señalados por la organización de la iglesia apostólica. Hemos seguido decididamente las enseñanzas de los profetas y los apóstoles. Nunca perderemos de vista esas instrucciones. Debemos abstenernos de imitar los procedimientos ejecutivos, legislativos o judiciales pertenecientes a cualquier gobierno terrenal. El adoptarlos entraña un gran peligro. Por el contrario, debemos a ferrarnos a los principios básicos de organización y administración característicos de la causa de Dios.

Diremos algunas palabras de precaución contra los “negocios en gran escala.” Vivimos en una era en que predominan la industria y el comercio. Los negocios operan a través de organizaciones extremadamente eficientes. Muchos principios básicos de la función comercial son esenciales para cualquiera buena administración. Esos rasgos convenientes proceden principalmente del sentido común y de la correcta comprensión de las relaciones.

Sin embargo, también en esto podemos cometer un grave error. La iglesia de Dios no constituye un “negocio, en gran escala.” La iglesia remanente no puede organizarse y administrarse como una empresa comercial. Un estado financiero robusto y un funcionamiento eficiente son importantes, indispensables; pero el criterio que rige los negocios en gran escala, por muy satisfactorio que parezca, y aunque básicamente sea necesario, no ha de dominar el panorama. Ni siquiera se le ha de conceder un lugar destacado en el aspecto general de la organización. El Movimiento Adventista constituye la causa de Dios, y la dirección que lo promueve ha de tener en cuenta este concepto fundamental.

La extensión de nuestra administración

Debemos hacer énfasis en el principio que se refiere a la extensión de nuestra administración. Los dirigentes adventistas asumen la responsabilidad de administrar una obra de carácter mundial. La obra de Dios no se terminará en ningún país, iglesia o institución hasta que se haya acabado en todas partes.

El Evangelio eterno debe proclamarse a “toda nación, tribu, lengua y pueblo.” Jesús no dijo: “Yo soy la luz de Palestina;” su proclama fué: “Yo soy la luz del mundo.” (Juan 8:12.) No les enseñó a sus discípulos que serían “la sal de Nazaret”; les dijo: “Vosotros sois la sal de la tierra.” (Mat. 5: 13.) Estableció el alcance de su programa de esta manera: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo.” (Juan 12: 32.)

Estas palabras revelan un plan de alcance mundial, y los creyentes apostólicos comprendieron desde el principio esta concepción de la causa de Dios. El concilio de Jerusalén estableció el rumbo de la institución cristiana: La iglesia no sería seclarista; no sería de alcance provincial, nacional, y ni aun continental; constituiría una empresa mundial. Los siervos de la iglesia serían los administradores de un mensaje universal.

La historia revela que en cierto momento la iglesia rebajó estas elevadas miras; su concepto del alcance de su obra se estrechó, y la iglesia llegó a ser principalmente latina y europea. La iglesia dejó de ser católica. Esta pérdida de una visión mundial tuvo consecuencias desastrosas. Desapareció la urgencia de un evangelismo mundial; se rompió la espada de la conquista. Al comienzo de la edad moderna el mundo no europeo estaba sumido en una completa ignorancia de las buenas nuevas de Dios.

El siglo XVI trajo la Reforma, que en parte ocurrió debido a la limitada difusión que había alcanzado el catolicismo romano. Los reformadores pensaron restaurar no sólo la pureza primitiva de la iglesia, sino también el carácter universal de su misión. Al mismo tiempo se rebelaron contra los principios de administración restrictivos y opresivos que impedían el desarrollo del verdadero catolicismo.

Un retorno al pensamiento de una misión universal trajo la fundación de sociedades misioneras destinadas a extender el cristianismo hasta las tierras más lejanas. Este fué el comienzo de la era de las misiones. Los mensajeros de la cruz no tardaron en partir hacia países distantes. Sus esfuerzos se vieron favorecidos por la política expansionista de la Europa Occidental. En algunos casos se consiguió el apoyo del gobierno a través de negociaciones, convenios y otros recursos. Fundamentalmente, el programa estaba basado en una iglesia con misiones, y estaba revestido con el ropaje occidental.

Esta concepción era completamente distinta de la empresa apostólica. Los discípulos de Cristo salieron para establecer una iglesia misionera mundial. El cumplimiento del plan de Dios en “el tiempo del fin” se llevará a cabo en armonía con la norma apostólica. La iglesia remanente debe prepararse para dirigirse a todas las naciones, a todas las razas y a los hombres de todos los credos.

Una misión mundial

Los dirigentes de esta causa, y particularmente los que asumen ki responsabilidad de una administración extensiva, deben tener en cuenta constantemente esta concepción de una misión mundial, y recordarla a la iglesia. Comprenderán y enseñarán que nuestro propósito no consiste en convertir al protestantismo ni a una rama especial del cristianismo. Nuestra misión es más amplia. Reconocerán estos dirigentes que militamos en un movimiento de Dios que se desarrolla en el tiempo del fin; que nuestro mandato es enseñar a iodos los hombres “el Evangelio eterno” y traerlos al aprisco de los redimidos. Teniendo en vista este concepto. evitaremos comprometernos con asociaciones nacionales o eclesiásticas, con filosofías de la religión de carácter local, con la política, el gobierno o la cultura; y en cambio nos afianzaremos en la plataforma de un mensaje universal y de una organización mundial.

Cooperaremos con los hombres de buena voluntad y de propósitos elevados. Seremos colaboradores inteligentes. En esto, como en todo lo que emprendamos, nos aseguraremos de poseer el ropaje de la revelación divina, y llevaremos con nosotros la atmósfera de la causa de Dios.

Los administradores que posean esta visión mundial de la tarea eliminarán la distinción no ortodoxa que la iglesia a veces se siente tentada a hacer entre la obra local v la obra en el extranjero. El incentivo evangélico y las empresas misioneras llegarán a ser una sola cosa, y se promoverán al mismo tiempo.

Jesús sostuvo con toda claridad este punto de vista. Nunca pretendió que su gran comisión se predicara en el extranjero sólo después de haberse llevado a cabo en su país. Sabía que este proceder habría producido el fracaso en todas partes. Sus palabras fueron: “Me seréis testigos en Jerusalén. y en toda Judea, y Samaría, y hasta lo último de la tierra.” (Hedí. 1:8.) Esta declaración global iba a enviar a los discípulos a predicar a sus connacionales al mismo tiempo que cruzaban las fronteras y los mares con el mensaje. La cuestión geográfica carecía de importancia. Jesús dijo: “El campo es el mundo.” (Mat. 13:38.)

Hay administradores que le dan mucho énfasis a la obra en el extranjero y descuidan las necesidades locales. En cambio otros actúan como si no tuvieran ninguna responsabilidad para con la obra de las misiones, que ven oscurecida por el velo de la distancia. Ambos grupos están equivocados. En la causa adventista cada obrero, cada iglesia, cada institución y cada campo es responsable de la evangelización del campo local y de “lo último de la tierra.” Los administradores de la causa de Dios deben considerar al mundo como su iglesia.

Por muchas décadas las iglesias de los Estados Unidos soportaron casi solas la pesada carga de proveer los medios para el adelantamiento de la obra. Actualmente esa carga se comparte en diversos grados con cada una de las divisiones. El Movimiento Adventista emplea en la actualidad a cerca de 45.000 obreros. De este total, casi 43.000 empleados son nacionales. De los 2.000 obreros que trabajan en los campos extranjeros, aproximadamente un 60 por ciento proceden de la División Norteamericana. El 40 por ciento restante procede de otras divisiones. Prácticamente cada división se ha convertido en un centro que envía misioneros al extranjero y que al mismo tiempo se ocupa de promover el evangelismo local. Esto constituye el desarrollo natural de una iglesia verdaderamente mundial.

Esta concepción mundial tiene también un aspecto que atañe a la organización. Cada unidad de nuestra iglesia realiza su propio adelantamiento y gobierno dentro del marco de la iglesia mundial. Las unidades más débiles se fortalecen asociándose con el cuerpo total. Las más fuertes obtienen inspiración en la misma ínterasociación. Una iglesia mundial es un cuerpo con muchos miembros. Esos miembros organizan y dirigen sus labores, edifican la casa de Dios y extienden su obra a través, del consejo mutuo que emana de la dirección general.

Sobre el autor: Secretario de la Asociación General