En los días cuando imperaba el oscurantismo religioso ocurrió la decadencia de la predicación. Los púlpitos casi fueron silenciados y la complicada liturgia tomó el lugar del ministerio de la Palabra. Sin embargo, la Reforma restauró la “locura de la predicación”. En la actualidad, en las iglesias reformadas, el púlpito constituye el centro de todo servicio de adoración. Pero la revolución protestante al restaurar el ministerio de la Palabra, despreció la importancia de la liturgia en la adoración.

Cuando estudiamos el ministerio de la mediación que se efectuaba diariamente en el antiguo santuario, nos maravillamos ante un ritual imponente y solemne que prefiguraba el sacrificio y el sacerdocio de Cristo. Efectivamente, la impresionante liturgia judaica, “sombra de los bienes venideros”, inspiraba a los adoradores con un sentimiento genuino de reverencia, fe y consagración.

En la iglesia neotestamentaria, la función principal del ministerio estaba centrada en el culto divino. “Nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra”, dijeron los apóstoles cuando se vieron complicados con las numerosas cuestiones de la iglesia. Rehusaron sustituir el culto por programas, promociones, campañas o actividades de cualquier especie.

Cuán significativa nos parece la imputación formulada contra Pablo en Corinto: “Este persuade a los hombres a honrar a Dios” (Hech. 18:13). Sí, el predicador que no cultiva ni mantiene en su iglesia una atmósfera de adoración, jamás logrará persuadir a los pecadores a adorar a Dios.

Hemos visto que en muchos lugares el culto es precedido por el ruidoso cuchicheo de las conversaciones. A esta irreverente charla se asocia no pocas veces la impuntualidad del predicador y la ausencia de unidad y orden en el servicio de culto. Los anuncios, a veces importunos y otras innecesarios, tienden a transformar la casa de Dios en un recinto común. A estos factores negativos se añaden el descuido y el mal gusto evidentes en el moblaje de algunas iglesias, en el color de sus cortinados y en la pintura de sus paredes. ¡No hay nada que estimule la adoración!

¿Estamos perdiendo la sensibilidad bíblica hacia el culto? En el corazón del mensaje adventista encontramos un llamamiento a la adoración: “…y adorad a aquel que hizo el

cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (Apoc. 14:7).

Un sucinto repaso de los elementos que constituyen el culto mostrará si realmente sabemos crear el ambiente místico imprescindible para la adoración.

1. El silencio. Los templos que consagramos al Señor han sido edificados para el alma, y la atmósfera que se respira en ellos es sobrenatural, y nos invita al silencio que es indispensable para la oración. Esta reverente quietud despierta una disposición misteriosa en el alma humana, y la lleva en íntima exaltación a presentir la presencia del Ser Supremo. “Mas Jehová está en su santo templo; calle delante de él toda la tierra” (Hab. 2:20).

2. La música. La música constituye un elemento de primerísima importancia en la adoración. La Hna. White dice en Evangelismo, que a pesar de esto no extraemos de ella el máximo provecho para el culto.

Los himnos cantados por la congregación, sean de adoración, loor, súplica o consagración, deben ser interpretados con espíritu y entendimiento. Las verdades profundas y sublimes del Evangelio, repetidas con acentos musicales, transportan a los adoradores a un nivel espiritual más alto, y los predisponen a recibir el mensaje de Dios dado a través de la voz del predicador.

3. La oración. La oración es la voz del espíritu, y como tal, ocupa una parte importante en el orden del culto.

Consideremos primeramente la invocación. Debe ser un reconocimiento expreso de que Dios está en su santo templo y de que los adoradores se han congregado para recibir el refrigerio prometido, la misericordia y la gracia divinas.

En segundo término, viene lo que llamarnos; la oración pastoral. Esta no sólo debe unir a los. adoradores con Dios, sino también preparar a los fieles para recibir el mensaje con oídos atentos y el corazón lleno de unción.

Y finalmente está la oración con la cual cerramos los ejercicios religiosos en nuestros templos, la bendición. No hay para estas ocasiones expresiones más oportunas que las inspiradas por el Señor. Por ejemplo: “Y de Jesucristo el testigo fiel, el primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierra. Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apoc. 1:5, 6). Deberían emplearse con más frecuencia éste y decenas de otros textos apropiados como clausura de nuestros cultos regulares.

4. La ofrenda. En el Antiguo Testamento, (cuando los hombres sentían la necesidad de adorar, la ofrenda —el sacrificio— constituía la parte predominante. La ofrenda ayudaba al adorador a tener un sentimiento de la presencia augusta de Dios. En vez de un intervalo —un paréntesis dentro del culto—, la ofrenda era la parte más importante, la esencia de la adoración. Es necesario estimular a los fieles reunidos a presentar sus ofrendas con un reverente espíritu de oración, con una súplica para que sea aceptada y utilizada para la gloria del Señor.

5. El mensaje. No todas las clases de mensaje sirven para poner de relieve el significado de la adoración. En el caso de una predicación expositiva o textual, de algún modo debe contribuir a tornar real la presencia de Dios en el santuario. A través del mensaje, los presentes deberían sentir que ese lugar y esos momentos son sagrados y diferentes de otros lugares y otras ocasiones.

Los elementos mencionados deberían producir un efecto beneficioso sobre el adorador al estimular su imaginación, su gusto estético y su amor por lo bello. Únicamente así los fieles podrán vislumbrar con reverencia la belleza 4 de la santidad divina y disfrutar en su plenitud del gozo de sus bendiciones.