“¿Qué oficio tienes?” (Jon. 1:8). Esta pregunta se la hicieron unos aterrorizados navegantes a un profeta que se fugaba. Las preguntas que siguen fueron formuladas a Jonás cuando lo despertaron de su pacífico sueño en el interior de un barco, y lo llevaron a cubierta para que informara acerca de su conducta.
“Entonces le dijeron ellos: Decláranos ahora por qué nos ha venido este mal. ¿Qué oficio tienes, y de dónde vienes? ¿Cuál es tu tierra, y de qué pueblo eres?” (Jon. 1:8).
Estas son preguntas muy adecuadas para formulárselas a todos los que se relacionan con la obra. En el caso de Jonás tuvieron la virtud de colocarlo en el centro de atención. Sin embargo, lo que menos deseaba él era precisamente convertirse en el objeto de la atención de los demás. Después de todo, se había fugado de su ocupación y su responsabilidad.
Actualmente vivimos en un mundo aterrorizado. Tal vez no estemos tan asustados como aquellos navegantes, pero cuando observamos los pasmosos acontecimientos que ocurren diariamente a nuestro alrededor, nuestros corazones se estremecen de miedo, y podemos comenzar a formular preguntas.
¿Hemos sido indiferentes en lo pasado a la urgencia de nuestro mensaje? ¿Hemos estado verdaderamente predicando un mensaje completo? ¿Nos hemos familiarizado con la Fuente y el Autor de nuestro mensaje, y lo conocemos en toda su plenitud?
Puede ser que no seamos predicadores fugitivos, pero podría suceder que fuéramos predicadores durmientes en el trabajo. El pobre Jonás participaba de ambas características. A menudo oímos decir que una conciencia culpable no permite dormir profunda y pacíficamente. El caso de Jonás demuestra que esta declaración carece de fundamento. Pedro, condenado a muerte, durmió pacíficamente, y pudo hacerlo con razón, porque era inocente. Jonás, el profeta fugitivo, era culpable de haber rehusado un mensaje de Dios para una ciudad condenada, pero durmió tan bien como Pedro. Jesús, por supuesto, el Creador de todas las cosas, podía dormir en medio de una furiosa tormenta. El Espíritu de Dios puede proporcionar paz y reposo a quien tenga una conciencia limpia. Pero Satanás también tiene la habilidad de dar un soporífero al pecador culpable y hacerlo dormir tan profundamente como el hombre más inocente. Por lo tanto debemos asegurar nos acerca de la procedencia dé nuestra fuente de paz antes de echarnos a descansar.
Los pecados no pueden dividirse entre Pecados pequeños y grandes, y sin embargo pienso que pueden catalogarse en dos clases —los pecados por omisión y los pecados por, comisión. El pecado de Jonás era por omisión. Él sabía cuál era su deber. Sabía adonde debía ir. Conocía el mensaje que debía dar, pero rehusó cumplir su deber, y procuró evadirse del cumplimiento de la responsabilidad escapándose a otro país. Caín y Acán y muchos otros personajes bíblicos fueron culpables de Pecados por comisión. Me pregunto si hay mucha diferencia ante la vista de Dios, porque la fuente de ambas categorías de pecado es el mal. Sea que cometamos un pecado, sea que omitamos hacer lo que es correcto, el resultado es idéntico.
Entre las diferentes preguntas que se le formularon, la que devolvió a Jonás a la realidad fue ésta: “¿Qué oficio tienes?” bien le hizo confesar su nacionalidad y el hecho de que adoraba al único Dios verdadero Comprendió que a causa de su pecado de, omisión la vida de los que iban a bordo había estado amenazada de muerte, y que también barco y todo lo que llevaba habían corrí grave peligro. De modo que les sugirió u te accedieron a ponerlo en práctica, y lo arrojaron por la borda.
Sin embargo, se dice en favor de Jonás que cayó en el mar y fue tragado por una ballena mientras oraba. Independientemente de las circunstancias, la actitud de oración es un estado mental conveniente. En lo que concernía a Jonás, el barco iba en una dirección equivocada, y en lo que concernía a Dios, la ballena iba en la dirección correcta. Iba hacia Nínive, llevando a Jonás justamente al lugar donde lo llamaba el deber. Jonás continuó orando.
A veces la gente habla descomedidamente de los musulmanes, cuando dicen sus oraciones en posiciones y circunstancias muy inconvenientes. Un mahometano encuentra bien difícil orar vuelto hacia la Meca mientras viaja en un tren que sigue un curso tortuoso, pero por lo menos es consecuente y hace las cosas lo mejor que puede, orando vuelto hacia la ciudad santa.
Jonás fue consecuente después que hubo confesado su pecado al Señor. Estaba en un sitio muy inconveniente, pero siguió orando. Y su oración recibió respuesta. Al cabo de un tiempo, fue depositado en tierra firme, y de nuevo estuvo en camino en la dirección correcta.
Cuando Dios y el mundo os formulan esta pregunta a vosotros como ministros del Evangelio: “¿Qué oficio tienes?” ¿cómo reaccionáis? Cuando le preguntan al médico cuál es su ocupación, informa gozoso cuál es su oficio. Por ejemplo, en el Oriente hay muchos que pretenden ser médicos, aunque sepan poquísimo de medicina. Sin embargo, exigen que todo el mundo les dé el título de doctor. Sin embargo, el público sabe que son impostores, y ellos mismos se dan cuenta de esto.
A menudo el predicador, tal vez a causa de una falsa humildad, se resiste a reconocer públicamente que es un ministro del Evangelio. Puede llamarse a sí mismo director de La Voz de la Profecía, o dirigente de distrito, o cualquier otra cosa, pero si es un ministro en el sentido más exacto de la palabra, nunca debería temer reconocerlo ante el mundo.
Por otra parte, he visto que algunos alardean de ser predicadores, y cuando se examinan sus métodos y su eficacia, casi se sienten deseos de ponerlos en la clase de impostores.
Si somos verdaderos ministros, que nuestras vidas den testimonio de nuestra ocupación, para que otros puedan ver nuestra vocación en acción.
La ocupación del ministro es una vocación sagrada. Nadie puede asumirla por sí mismo. No es algo que se pueda escoger. Al púlpito que ocupa el ministro se lo llama el púlpito sagrado. Nunca deberíamos olvidar esto. Cada vez que ocupamos el púlpito, deberíamos reconocer que ha sido dedicado a la predicación de la Palabra, y no debemos hacernos culpables de predicar otra cosa que la Palabra, o de tener una actuación que induzca a la liviandad y la frivolidad, acarreando así afrenta sobre la Palabra Sagrada. La ocupación del ministro es una vocación sagrada, y quien la acepte debería vivir a la altura de sus elevadas normas. La gente da por supuesto que es un hombre santo.
Elíseo, el agricultor que aceptó el llamamiento de Dios, es llamado un hombre santo. Fue llamado de su trabajo de próspero agricultor a la humilde tarea de siervo de Elías el profeta. El llamado al ministerio debe humillar al hombre de Dios, y hacerlo aceptar gozosamente cualquier posición que dé honra y gloria al Dios a quien sirve.
Satanás siempre sigue los pasos al hombre cuya ocupación es ser el portavoz de Dios. Jesús advirtió a Pedro acerca del trato que Satanás quería darle. Le dijo que sería aventado como trigo. El maligno zarandea constantemente a los hombres que son llamados al oficio sagrado del ministerio. Si no somos cuidadosos, zarandeará al ministro en su amor por los demás. Lo zarandeará en su celo, en sus convicciones y en su entusiasmo. Lo zarandeará en su vida de oración y en su consagración, pero nunca en su egoísmo. Sólo el Señor puede vaciar la vida de los sentimientos egoístas y convertirnos en vasos útiles, dignos de ocuparnos en el ministerio.
La ocupación del ministro corresponde a la de un mensajero. “Tengo un mensaje para usted”, es la idea que debería resaltar en sus sermones y en sus consejos personales. Pablo dijo que había recibido el “glorioso Evangelio del Dios bendito” (1 Tim. 1:11).
Es algo maravilloso que le confíen a uno cosas o asuntos de importancia. A menudo he viajado en tren con correos al servicio del gobierno. Hace poco viajé todo un día con uno de ellos. Ambos íbamos en el mismo compartimento. Cuando llegábamos a una estación, yo bajaba para ejercitar las piernas, y a la hora de comer iba al coche-comedor y comía. Sin embargo noté que el joven correo nunca abandonaba el compartimento. Nadie acudía a relevarlo. A la hora del almuerzo le pregunté si acaso quería que le cuidara sus maletas para que él fuera a comer. Me contestó que era imposible hacer eso. Le dije que cuidaría bien sus cosas, de modo que podía confiar en mí. Me respondió que no era una cuestión de confianza. Era una cuestión de responsabilidad. Luego añadió: “Si desea hacerme un favor, ¿podría ir al coche-comedor y traerme algo para comer?” Me impresionó ver que este joven era tan dedicado a su deber y a su vocación, que no se atrevía a abandonar su puesto ni para alimentarse.
Cuando una persona viaja con grandes sumas de dinero, en ningún momento se olvida de aquello que se le ha confiado, y lo cuida atentamente. Se nos ha entregado la posesión más valiosa que pueda haber en el mundo, el mensaje de vida y muerte. ¿Sentimos nuestra responsabilidad como Pablo cuando la llamó “el glorioso Evangelio del Dios bendito”? Es maravilloso que Dios haya puesto un don tan valioso en nuestras manos inexpertas. Lo ha hecho para que lo llevemos a la gente en sus casas, a los niños en sus hogares y en la escuela, y a los jóvenes que están perplejos. Quiere que lo llevemos a los hombres de negocio en sus oficinas, al agricultor en el campo, y al obrero en la fábrica. Quiere que lo llevemos a los enfermos y a los afligidos, a los que no pueden salir de su casa y a los encarcelados. Debemos llevarlo a las multitudes. Por eso se nos ha confiado el glorioso Evangelio.
Qué ocupación admirable es el ministerio. Nos confiere el privilegio de andar con Dios. ¿Qué otra ocupación más elevada o más noble podríamos tener?
Frank Laubach, el apóstol de los analfabetos de Oriente, dijo una vez ante un congreso misionero de Pennsylvania:
“No temo a los comunistas ni a los católicos. Temo a algunos protestantes que carecen de fuego y de visión —hombres que aquí comienzan a pensar que un proyecto que se traza sin todo el asesoramiento necesario podría resultar difícil, insólito o prematuro, o demasiado informal o demasiado grande. Las personas que se inclinan a frenar las cosas, a proceder con lentitud, pueden arruinar el programa de Dios. Vosotros los que tenéis poca fe, quitad el pie del freno. Dejad que Dios frene si no desea salvar a esas almas. ¿Quién oyó alguna vez que Dios nos impidió avanzar? Él está impaciente. Llora sobre nosotros como lloró sobre Jerusalén. No tenemos nada que temer a no ser al temor; porque no somos suficientemente buenos, entusiastas, elevados, osados y clarividentes, para esta magnífica hora. Temamos a la condición en la que estamos ahora. No somos suficientemente buenos para Dios. ¿Está Dios satisfecho con lo que nosotros llamamos adelanto? No dudéis que la respuesta de Dios sería: “¡No!”
Es admirable cuando el ministro camina al mismo paso que Dios, y no se queda atrás ni se adelanta. Si quiere tener éxito, debe reconocer la importancia de esto en su ocupación. La ocupación del ministro es semejante a la del cuidador de un faro. Debe mantener la iglesia encendida por Dios.
Debemos recordar que el poder de la iglesia no está en su organización o en sus finanzas —aunque esto sea importante—, sino en su culto y en su testimonio. Esto se manifiesta en el valor, la fe y el carácter de sus miembros. Y la tarea del ministro consiste en introducir estos atributos en las vidas de aquellos de quienes es responsable.
Quiera Dios ayudarnos como ministros a repasar el significado de nuestra ocupación. Asegurémonos de que nuestras herramientas están bien afiladas a fin de que honremos nuestra profesión, a Dios y a los hombres.
Sobre el autor: Presidente de la División Sudasiática