¿Estaís satisfechos con vuestra vida? Pablo no lo estaba. Romanos 7:14-25 representa la aflicción de corazón de un santo. Revela la lucha de todo aquel que procura ser cristiano. “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gal. 5:17).
¿Habéis experimentado este sentimiento? Pablo sintió en su cuerpo la lucha entre la mente regenerada y los hábitos rebeldes del cuerpo. Describe sus esfuerzos para someter la carne a los deseos de su mente. Sintió el conflicto entre el bien y el mal, el choque entre los buenos deseos y los malos hábitos, el gran conflicto entre Cristo y Satanás en el campo de batalla de su corazón.
También nosotros hemos experimentado esta lucha, porque también nuestros corazones constituyen un campo de batalla cuando procuramos detener la marea de pensamientos culpables y reformar los hábitos despreciables.
Pablo, el gran exponente de la vida cristiana victoriosa, sintió en forma muy parecida a la que nosotros sentimos: “No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago”.
“No abandonen la lucha en este punto —dice Pablo—, porque éste es el punto de arranque para el cristiano. Este es el fundamento, la plataforma de lanzamiento para el vuelo hacia una gloriosa realización. Este descontento producido por el fracaso es el primer paso que se da en la escalera hacia el cielo.
“La santificación de Pablo fue el resultado de un conflicto continuo contra sí mismo. Dijo: ‘Cada día muero’… Su voluntad y sus deseos luchaban cada día contra el deber y la voluntad de Dios. En vez de seguir sus inclinaciones, hizo la voluntad de Dios, aun yendo en contra de su propia naturaleza… La vida cristiana es una batalla y una marcha” (Testimonies, tomo 8, pág. 313).
Pablo registra la experiencia de sus luchas para enseñar el completo desamparo del hombre que confía en la rectitud de la conducta exterior para alcanzar la salvación —es decir, la imposibilidad de hacer el bien mediante nuestros esfuerzos personales. “Si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (Gál. 2:21). “De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis” (Gál. 5:4).
Vosotros, y yo difícilmente podríamos esperar tener más éxito que el gran apóstol en nuestros esfuerzos por alcanzar la santidad mediante nuestras obras. “¿Hemos de culpar a la ley buena por mi muerte, mi fracaso?” pregunta Pablo. Algunas personas dicen que sí. “Nadie puede guardarla. Es inútil intentarlo”. Tal fue la afirmación de Lucifer. “Nadie, ni aun los ángeles, puede guardar los santos requerimientos de Dios. Dios es injusto al esperar tanto de sus criaturas”.
La gente que culpa a Dios y a su ley por su fracaso, se revela contra él, abandona la iglesia, y con frecuencia se convierte en fatalista. Alguien puede prometer cierta cantidad de dinero para la iglesia, y luego no cumplir su promesa por una razón válida o no. Como resultado se siente condenado, permanece alejado de la congregación, y culpa de ello a la iglesia. Aquí tenemos una parte de una carta escrita por un joven sincero, quien, por el estudio de la Biblia se convenció de que debía abandonar el hábito de fumar. Tal como Pablo, sentía la vileza del fracaso. Finalmente, tuvo sentimientos de auto condenación y desánimo. Escribió:
“He apreciado mucho su iglesia… pero no tengo suficiente virilidad para ganar mis batallas. Todavía fumo. No puedo comprender por qué me resulta tan difícil abandonar este hábito… Me imagino que no soy demasiado bueno. Por lo tanto permaneceré alejado de la iglesia hasta que pueda ganar mis batallas”.
Lo insté a que acudiera a la iglesia el próximo sábado, y le pedí a uno de los ancianos que había triunfado sobre el mismo vicio que orara con él. Después del sermón, media docena de hermanos que conocían el poder de este hábito perjudicial, pero que también conocían el poder de Cristo, se reunieron en una salita y oraron con este joven, y él ganó la victoria.
Recordad que Cristo murió por nosotros “mientras aún éramos pecadores”. El reconocimiento de que somos pecadores, que estamos fracasados, que somos irremediablemente incapaces de vencer, es la única posición espiritual que abre las puertas hacia la salvación. Los pecadores son los únicos a quienes Cristo puede salvar. ¿Puede el médico curar a una persona sana? No, no tiene necesidad. A vosotros, los que “estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efe. 2:1) Cristo os dio la vida.
Jacob temía que el pecado lo hubiera separado de Dios. Había engañado a su padre, robado a su hermano, tomado la responsabilidad de Dios sobre sí mismo al apoderarse de la bendición de la primogenitura. Vedlo después en la llanura desierta, echado en el suelo con una piedra por cabecera, desanimado, avergonzado de su conducta, solitario, perdido y arrepentido. Estos sentimientos constituyeron el fundamento para la escalera que conducía al cielo. Fueron la base para la victoria, para una nueva experiencia. Este lugar llegó a ser Betel, la casa de Dios.
No podemos encontrar nuestro Betel hasta tanto nos sintamos avergonzados de nuestro fracaso, nos convenzamos de que no lograremos nada por nosotros mismos, y seamos humildes y estemos contritos.
“No puede existir amor profundo por Jesús en el corazón que no comprende su propia perversidad. … El no ver nuestra propia deformidad moral, es una prueba indefectible de que no hemos llegado a ver la belleza y excelencia de Cristo” (El Camino a Cristo, pág. 66, ed. de bolsillo).
“Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isa. 57:15). Pablo explica el modo como llegó a ese estado de contrición, en Romanos 7. “Soy carnal”. “En mí… no mora el bien”. “Mis mejores esfuerzos terminan en el fracaso”. “Estoy vendido al pecado”.
Nacer como esclavo es un destino bien triste. Pero ser vendido como esclavo cuando se es libre, hace que la persona anhele muy intensamente la libertad. Odia más la esclavitud. Esto es valedero especialmente cuando se es esclavizado por un amo cruel.
Pablo dice: “Cuanto más me percato de mi esclavitud del pecado, tanto más anhelo la salvación”.
“Cuanto más cerca estéis de Jesús, más imperfectos os reconoceréis; porque veréis más claramente vuestros defectos a la luz del contraste de su perfecta naturaleza. Esta es una señal cierta de que los engaños de Satanás han perdido su poder; y de que el Espíritu de Dios os está despertando… Una idea de nuestra maldad nos puede guiar a Aquel que nos puede perdonar; y cuando, comprendiendo nuestra impotencia, nos esforcemos en seguir a Cristo. él se nos revelará con poder” (Id., págs. 65, 66).
Pablo hacía cosas que odiaba. Este odio es una virtud, aunque en realidad es una virtud negativa. Revela un acuerdo de la mente con Dios. Aunque los hábitos y las pasiones afirmaran diariamente su poder sobre él, de todos modos él desaprobaba y odiaba esa esclavitud. Este es el segundo paso en la escalera que conduce al cielo.
¿Cometemos el mal? ¿Estamos también vendidos al pecado? ¿Somos esclavos del pecado?
Pero hay algo que es más importante que nuestra triste condición: ¿Estamos orgullosos de ese mal o avergonzados? ¿Amamos ese pecado o lo odiamos? ¿Nos sentimos culpables por nuestro mal genio o contentos? ¿Nos sentimos bien cuando recibimos tarde el sábado, o apenados? ¿Nos importa?
Este es otro paso importante hacia la victoria.
“Cuando estemos vestidos con la justicia de Cristo no sentiremos gusto por el pecado, porque Cristo estará trabajando con nosotros. Podemos cometer errores, pero odiaremos el pecado que causó los sufrimientos del Hijo de Dios” (Selected Messages, tomo 1, pág. 360).
Suponed que cuando Dios, en el frescor de la tarde, fue a hablar con Adán, después de que él y Eva comieron la fruta prohibida, el primer hombre le hubiera dicho: “Ah, hoy soy más sabio que ayer, y me gusta. Ahora soy mejor de lo que me hiciste. Y mañana comeré algo más de fruta y no tardaré en ser tan sabio como tú”. ¿Podría Dios haberle ofrecido un Salvador? Por cierto que no. Hay esperanza para el que odia el pecado, para el que no está satisfecho con su vida. El concepto de lo terrible que es el pecado es una evidencia de comunión con Cristo, porque él también piensa eso del pecado.
“Así debe ser con todos los que contemplan a Jesús. Cuanto más cerca de él lleguemos, y cuanto más claramente discernamos la pureza de su carácter, tanto más claramente veremos la extraordinaria gravedad del pecado, y tanto menos nos sentiremos tentados a exaltarnos a nosotros mismos. Habrá un continuo esfuerzo del alma para acercarse a Dios; una constante, ferviente, y dolorosa confesión del pecado y una humillación del corazón ante él. En cada paso de avance que realicemos en la experiencia cristiana, nuestro arrepentimiento será más profundo. Conoceremos que la suficiencia solamente se encuentra en Cristo, y haremos la confesión del apóstol: ‘Y yo sé que en mí (es a saber, en mi carne) no mora el bien’ ” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 403).
En Romanos 7 Pablo describe los pasos que recorren todos los hombres que pasan de las obras a la gracia, de la condenación a Cristo. “¡Miserable hombre de mí!” (vers. 24). “El querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (vers. 18). “Lo que hago no lo entiendo” (vers.15). “Con la mente sirvo a la ley de Dios, más con la carne a la ley del pecado” (vers. 25). “Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (vers. 22).
Pero a pesar de todos estos buenos deseos, todavía sirvo al pecado. ¿Qué está mal? ¿Estoy perdido? ¿Cuál es la respuesta? Aquí precisamente está lo que interesa: que el descubrimiento de nuestra desvalidez y el aborrecimiento de nuestro pecado deberían guiarnos hacia la única respuesta: el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Nuestro descontento y aborrecimiento del pecado es lo que Cristo acepta como base sobre la cual concedernos su justicia.
“Por nosotros mismos somos tan incapaces de vivir una vida santa como este hombre lisiado lo era de caminar. Son muchos los que comprenden su impotencia y anhelan esa vida espiritual que los pondría en armonía con Dios… Alcen la mirada estas almas que luchan presa de la desesperación” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 168).
Nuestras mentes no se alimentan en nuestras realizaciones del pasado, sino en las realizaciones de Cristo para nosotros. A esto se llama a veces el salto de la fe. Este es el tercer paso dado en la escalera de la salvación —el paso de la fe.
Debemos aprender que “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:13).
“Por pecaminosa que haya sido vuestra vida, seréis contados entre los justos, por consideración a él. El carácter de Cristo toma el lugar del vuestro, y vosotros sois aceptados por Dios como si no hubierais pecado. Más aún, Cristo cambia el corazón, y habita en vuestro corazón por la fe. Debéis mantener esta comunión con Cristo por la fe y la sumisión continua de vuestra voluntad a él; y mientras hagáis esto, él obrará en vosotros para que queráis y hagáis conforme a su beneplácito” (El Camino a Cristo, pág. 63).
Dios invita al pecador a que utilice su fortaleza todopoderosa. Debo depender de un poder exterior y superior a mí mismo para ganar la victoria. La perfección se alcanzó una sola vez, por Cristo, y esa justicia él ofrece darme. Puesto que esto es lo que mi mente desea, lo acepto y lo pongo en práctica.
Después de esto, podría tropezar, pero él me recuerda que “si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1) —un abogado que jamás ha perdido un solo caso. Puedo entregarle mi caso con toda confianza para que me defienda contra el adversario que me tienta, y que también interceda por mí en el juicio.
¿Habéis deseado alguna vez poseer la completa confianza que algunos de nuestros amigos católicos tienen en la habilidad de sus sacerdotes para ocuparse de su pasado, presente y futuro? También los mormones depositan una enorme confianza en el sacerdocio. Este principio de la confianza implícita es eternamente correcto. Pero existe un solo Mediador digno de confianza. Jesucristo es el Sacerdote que nos invita a poner toda nuestra confianza en él para el pasado, el presente y el futuro.
“Por lo cual puede también salvar perpetuamente” (Heb. 7:25). “Acerquémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4:16). Él nos presentará a Dios como si nunca hubiésemos pecado. Si creemos que somos justos, mediante la actuación de Cristo, esto nos ayudará a ser justos en nuestra experiencia.
“Muchos han conocido el amor perdonador de Cristo y desean realmente ser hijos de Dios; sin embargo, reconocen que su carácter es imperfecto y su vida culpable, y están propensos a dudar de si sus corazones han sido regenerados por el Espíritu Santo. A los tales quiero decirles que no se abandonen a la desesperación. Tenemos a menudo que postrarnos y llorar a los pies de Jesús por causa de nuestras culpas y errores; pero no debemos desanimarnos. Aun si somos vencidos por el enemigo, no somos arrojados, ni abandonados, ni rechazados por Dios. No; Cristo está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros” (Id., pág.65).
¿Aborrecemos nuestros errores, nuestros pecados? ¿Consiente nuestro ser interior en hacer la voluntad de Dios? ¿Anhelamos poner nuestros hábitos, nuestras obras y nuestros pensamientos en armonía? Si lo queremos, Cristo lo hará. Si estamos descontentos con nuestra vida actual, Jesús nos justificará en él.
Lutero Warren predicaba cierta vez sobre este tema en la iglesia de su pueblo, y describió como sigue la forma de aceptar la victoria: “No procuréis ser justos por vuestro propio poder. Echaos en los brazos de Jesús y dejad que él os lleve”.
En mitad del sermón, su abuelo Payne se puso de pie y dijo: “Lutero, quiero que sepas que me he puesto en sus brazos”. Y lo había hecho. Su religión llegó a ser una experiencia gozosa y satisfactoria.
La nuestra también puede serlo. Cristo ha puesto un fin al pecado. Ha terminado la transgresión. Ha traído la justicia eterna. Él puede concedernos más abundantemente que todo lo que podamos pedirle o pensar. Puede guardarnos de caer. Podemos estar satisfechos en él.
Sobre el autor: Pastor de la Iglesia Temple City, Glendale, California