En este artículo me propongo presentar algunas consideraciones importantísimas acerca de la obra que realizan nuestros ministros —o la obra que se supone que están efectuando.
Pertenezco al grupo tradicional de personas que sostienen que la tarea principal del predicador es la predicación —y no reunir fondos, alcanzar blancos, conducir campañas, promover proyectos, actuar como animador, mostrar proyecciones y películas, buscar servilmente el favor de sus dirigentes, o actuar teniendo en vista la promoción personal. ¡Su trabajo consiste en predicar!
Notadlo bien, he dicho que la predicación es la tarea principal, aquello que está haciendo, o que se está preparando para efectuar, la mayor parte de su tiempo. Las demás actividades pueden ser auxiliares de su predicación, pero han de ocupar un lugar secundario, y no debe permitir que ocupen el primer lugar. La predicación debe constituir la gran obra del predicador, su tarea principal, la obra de su vida. Las cosas de menos importancia seguirán detrás, pero* la predicación debe ser lo esencial.
“ID… PREDICAD”
Hay que recordar constantemente que la gran comisión que recibimos de nuestro Divino Maestro es: “Id por todo el mundo y predicad”. La comisión no contiene nada que urja a ir a todo el mundo para reunir dinero, conducir campañas, alcanzar blancos, o promover esto, aquello y lo de más allá. Tampoco contiene nada que impulse a ir a todo el mundo para ser consejeros dispuestos a aplicar los principios psicológicos y psiquiátricos para resolver los problemas humanos. Hay únicamente un solo Norman Vincent Peale, e intentar imitarlo no forma parte de nuestra vocación. Uno solo como él basta. “Id… predicad”. No sobrepasemos los límites de nuestra tarea.
Os ruego que no me interpretéis mal. En ningún momento pretendo restarles valor a las demás actividades mencionadas. Sólo deseo destacar la gran importancia y la necesidad imperiosa de la predicación, y señalar el deplorable descuido en que ha caído cuando se la ha sustituido por cosas menos importantes. Procuro animaros a colocar las cosas que se espera que hagáis en sus relativas posiciones de importancia, a colocar primero lo más valioso, a convertiros en buenos predicadores, predicadores eficientes, predicadores persuasivos, a no permitir que nada de menor cuantía tome el lugar de la predicación.
Tal vez refiriendo un incidente personal podré ilustrar mejor y destacar más lo que trato de comunicaros. Cuando regresé a los Estados Unidos después de un período de trabajo en Sudamérica, fui a visitar a mi madre.
Era una adventista fiel y consagrada. Sus oraciones fueron las que me llevaron a la fe adventista y al ministerio. Siempre había sido un gozo para mí visitarla y volver a escuchar su ferviente testimonio por el Señor y por el mensaje de la verdad. Amaba esta causa y había cumplido celosamente su deber hacia la iglesia, especialmente en lo que atañe a la asistencia a la escuela sabática y al segundo servicio. Esta vez después de conversar acerca de la familia, le pregunté por las actividades de la iglesia. Mi madre pertenecía a una iglesia nada pequeña del sur de Nueva Jersey. Le dije:
—Mamá, ¿cómo van las cosas en la iglesia?
—No lo sé, hijo mío. Ya no asisto a los cultos del sábado.
—¡Pero mamá! ¿Qué quieres decir? ¿Has estado enferma?
—No, hijo. Estoy muy bien. Lo que ha ocurrido es que los cultos del sábado no sólo carecen de interés, sino que se han tornado decididamente irritantes. En vez de hacerme bien me causan daño. En lugar de proporcionarme una bendición me alteran. Nunca más llevaré a mis amigos no adventistas a los cultos sabáticos. Serían apartados de nuestra fe, y no atraídos hacia ella.
—Explícame qué ha ocurrido.
—Esto: ya no tenemos más predicación.
No oímos un sermón durante todo el año. Vamos a la iglesia para escuchar la Palabra de Dios, pero no oímos tal cosa. No hay predicación. No hay sermón. No hay estímulo ni alimento espirituales. Volvemos a casa deprimidos, y no inspirados y estimulados. Finalmente dejé de asistir. Obtengo más bendición permaneciendo en casa y estudiando la lección de la escuela sabática.
—¡Pero seguramente esa situación no ocurre cada sábado!
—¡Sí, todos los sábados! Cada sábado ha sido rotulado con algún proyecto que debe ser promovido, con algún blanco que debe ser alcanzado, con las actividades de algún departamento que deben ser estimuladas, con algún fondo que debe ser acrecentado. Creo en todas esas actividades y deseo que prosperen. Pero, hijo mío, la hora del culto hay que dedicarla a la adoración, a la predicación. Anhelo intensamente un buen sermón basado en la Palabra de Dios. Pero ya no tenemos predicación. Tenemos promoción, tenemos venta de libros, tenemos suscripciones a nuestras revistas —pero no tenemos predicación. Por eso me quedo en casa y estudio la lección de la escuela sabática. Obtengo más de ese modo.
Procuré hacerla cambiar de idea, pero no logré alterar su pensamiento.
El sábado es para el culto y no para promover actividades
Creo que debo repetir que no procuro restarle importancia a nuestro programa de promoción de actividades, ni tampoco trato de que se supriman los blancos, las campañas y los estímulos. En cambio quisiera que consideraseis si acaso no es justo y necesario que se salvaguarde la hora del culto del sábado para la adoración, para la Biblia, para la predicación. Me parece imperativa la restauración de la Biblia y la predicación en el lugar que les corresponde en el culto.
Esto no significa que deben disminuir nuestros esfuerzos en favor de la promoción de las actividades de la iglesia. Significa solamente que deberían efectuarse en forma diferente y en un momento distinto, sin permitir que usurpen el lugar de la Biblia y la predicación. En realidad, estoy profundamente convencido de que cuando la Biblia y la predicación son restauradas a sus lugares respectivos en las actividades de la iglesia, nuestros esfuerzos promocionales se tornan más fáciles, más eficientes y sorprendentemente más fructíferos.
Esto no es mera teoría. Lo vi demostrado y probado en cierta ocasión. Ocurrió en una iglesia de una ciudad importante, con una feligresía de quinientos o seiscientos miembros. El pastor estaba profundamente preocupado a causa del crecido número de días especiales, programas especiales y promoción de actividades especiales, lo cual le dejaba poquísimos sábados para darles el primer lugar a la Biblia y a la predicación. Presentó el problema a la junta de la iglesia. Estudiaron repetidas veces el programa y las necesidades de la iglesia desde diferentes ángulos; consideraron otros métodos para promover las actividades y los blancos denominacionales, y finalmente lograron una decisión positiva.
Consistía esa decisión en que el servicio del sábado de mañana debería emplearse únicamente para el culto, la predicación y el estudio de la Biblia, sin que hubiera intromisión de otras actividades. La junta prometió apoyar al pastor en la implantación y mantenimiento de ese programa. No habría promoción de actividades en sábado, ni pedidos de fondos, ni presentación de necesidades de la iglesia; tampoco se promoverían la Recolección, la Semana de Extensión Misionera ni la Semana de Sacrificio. Todos esos intereses serían promovidos de algún otro modo y no en la hora del culto.
Decidieron reunir los gastos de la iglesia en un solo fondo, dividir el monto por el número de miembros y por 52 sábados, y tomar el resultado como un blanco individual semanal. Imprimieron sus propios sobres para diezmos con sólo tres rubros: diezmo, misiones extranjeras y gastos de iglesia.
Los blancos se alcanzaron y sobrepasaron
Un año antes de la vigencia de este nuevo programa, los diezmos de la iglesia habían alcanzado a 27.000 dólares; un año después subieron a 72.000. Un año antes las ofrendas para las misiones extranjeras habían sido de 4.700 dólares; un año después fueron de 17.000. Un año antes las ofrendas para los gastos de iglesia habían sido de 8.600; al año siguiente subieron a 35.000. Además, sobrepasaron las ventas de todas las revistas denominacionales, en comparación con el año anterior. Sin embargo, lo más importante fue que aumentaron notablemente la vida espiritual y las actividades de toda la feligresía, y también la ganancia de almas.
Casi está de más añadir que no es fácil poner en marcha un programa como éste. En el caso de la iglesia referida hubo problemas e incomprensiones. Cuando los directores departamentales —de la asociación, unión o Asociación General— tenían a su cargo el culto del sábado, y se les decía que por voto de la junta tendrían que predicar sólo un sermón, un buen sermón espiritual, sin promover ninguna actividad ni pedir dinero, algunos de ellos manifestaron desaliento. Y lo que expresaron no fue sólo desaliento… Un director departamental rehusó hacerse cargo del servicio a menos que le permitieran solicitar fondos para ciertas revistas. Se le dijo con bondad y deferencia, pero también con firmeza, que la iglesia tendría que prescindir de su predicación esa mañana. El informe que llevó a Wáshington acerca del pastor, y de esa iglesia, fue algo realmente digno de leerse.
Pero a la iglesia le agradaba el programa, y prosperaba notablemente a medida que lo llevaba a cabo, sin dañar en nada los blancos regulares y las campañas de la iglesia. Cuando el pueblo de Dios es alimentado con el pan de vida y nutrido con la Palabra de Dios, y edificado mediante la predicación espiritual, nunca dejarán de contribuir al bienestar de la causa de Dios.
¿Qué es un sermón?
No dejaréis de reconocer que, si se coloca la predicación en su lugar debido, y si el predicador se dedica íntegramente a ella, necesitará prestar más atención a la preparación de sermones. Y en realidad eso no es algo que deba lamentarse. Nuestra predicación ha descendido a un nivel deplorable. Hemos llegado al punto de considerar como sermón a una serie de pasajes del espíritu de profecía eslabonados con algunos comentarios personales. Eso no es un sermón. Es sólo una lamentable evidencia de la incapacidad del orador para presentar un tema original.
Os ruego que no me interpretéis mal. Creo de todo corazón en el espíritu de profecía, y más que nada creo en su uso debido. Pero no creo que se lo emplea debidamente cuando se leen ciertos pasajes copiados en tarjetas, uno tras otro, en lugar de un sermón, a fin de ahorrarle al obrero el trabajo de preparar uno por su cuenta.
Un predicador verdadero no considera livianamente la preparación de un sermón, porque ello constituye la ocupación más elevada que sea dable para un hombre. Y el predicador debería dedicarle sus mejores energías. No se prepara un sermón reuniendo unas cuantas declaraciones procedentes del espíritu de profecía o de otras fuentes, como libros, periódicos o la Biblia misma. El obispo Quayle escribe lo siguiente en la revista Pastor-Preacher (Pastor-Predicador):
“He visto predicar a algunos hombres que me causaron la impresión de ser empleados de una tienda pobre. Estaban muy ocupados, pero no tenían mercancías. Hojeaban los periódicos para encontrar un tema para el domingo. Estaban ansiosos con un ansia infantil por encontrar alguna cosa que decir; pero cuando hablaban no tenían nada que decir que, si hubiera permanecido sin decirse, hubiera causado un impacto en el mundo.
Y luego añade: “Si no predico este sermón, ¿qué pérdida ocasionaría? Poned esa afilada espada en la garganta de cada sermón y ved cómo se comporta”.
No es necesario que el predicador sea un gran hombre. Pero es necesario que cada predicador reconozca que está ocupado en una gran tarea, que debe predicar cosas de importancia. Lo que nos llevó a la predicación no fueron los sueldos elevados, estoy seguro de ello, o las horas de ocio, o el prestigio. No entramos en esta obra para ganar nombradla personal. Fue, más bien, el estímulo de las cosas que debían hacerse y que, si no se hacían, convertirían al mundo en montones de ruinas a lo largo de las playas del tiempo. Si este Evangelio que predicamos —si nuestra predicación— no fuera completamente necesario, entonces sería completamente innecesario. En nuestra vocación divina no cabe el trabajo a medias. El hombre está perdido, y nosotros, con Dios, estamos en la tarea de salvarlo. Y a menos que un predicador sienta la completa necesidad de predicar, no debe hacerlo. Quien no considere su misión supremamente grande, no es suficientemente grande para predicar. A menos que el ministerio de un hombre sea importante ante sí mismo, él mismo es trivial. Más que eso, su predicación es trivial.
¿Vendedor ambulante o predicador?
Vosotros predicadores, ¿cómo consideráis vuestro trabajo? ¿Es sublime o trivial? Si no lo consideráis sublime, habéis errado vuestra vocación. Corréis el riesgo de hacer a medias una tarea cuya magnitud no podéis apreciar ni aproximadamente. Quienes sean tan insignificantes como para pensar que el Evangelio del gran Dios es una cosa pobre y trivial, no deben encargarse de su predicación.
Hay muchas consideraciones que desearía hacer, pero el espacio no lo permite. Sin embargo, añadiré que es necesario insistir en la importancia de preparar bien los sermones. Habría que analizar también la cuestión de la oración. No debería omitirse la suprema necesidad del Espíritu Santo, lo que tiene gran importancia. Convendría estudiar el método más eficiente para organizar a la iglesia para elevar todos sus blancos, alcanzar todos sus objetivos y atender todas sus necesidades. Os insto a tratar vosotros mismos estos problemas.
Os dejo estos pensamientos. Ante vosotros se abren dos caminos, y quisiera que consideraseis ambos. Podéis ser un mendigo, un vendedor ambulante o un subastador —o bien podéis ser un predicador. Lo que más necesita esta causa son predicadores. ¡Que Dios os ayude a ser un predicador!