Sermón pronunciado por el pastor Salim Japas el 28 de diciembre de 1961, durante el Decimonono Congreso Cuadrienal de la Unión Austral de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.
En el Evangelio leemos que “designó el Señor aun otros setenta… Y les decía: La mies a la verdad es mucha, más los obreros pocos… Y volvieron los setenta con gozo… Y el Señor les dijo: “Antes gozaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Luc. 10:1-3, 17-20).
La lectura que acabamos de hacer nos revela inmediatamente cuatro pensamientos sobresalientes: 1) Hay una vocación ministerial. 2) Se aclaran los fundamentos para calificar el éxito. 3) Hay crisis de hombres, pero básicamente crisis de poder. 4) Dios nos da la respuesta para la emergencia.
La vocación ministerial
Nada parece más definitivo y a la vez más profundamente misterioso que el hecho de que al Señor le haya agradado salvar al mundo por “la locura de la predicación”. Me parece razonable afirmar que de todas las actividades a las cuales pueden dedicarse los hombres y las mujeres ninguna es más importante por sus consecuencias trascendentales que la humilde tarea de “llevar la Palabra de vida”. El Señor “designó” a los setenta, así como antes había designado a los doce, y luego los “envió” a predicar las buenas nuevas salvadoras. Los así designados no eran teólogos versados ni sabios doctores. Jesús “no escogió la erudición o la elocuencia del Sanedrín judío o el poder de Roma” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 15). El Señor “escogió a hombres humildes y sin letras para proclamar las verdades que habían de llevarse al mundo. A esos hombres se propuso prepararlos y educarlos… Durante tres años y medio, los discípulos estuvieron bajo la instrucción del mayor Maestro que el mundo conoció alguna vez” (Ibid.).
Lo que decidió finalmente la idoneidad de los mensajeros fue más bien la relación en la cual entraron. Los discípulos tenían una relación con la verdad. Más que un conocimiento de la misma, lo que les aseguró el beneplácito del Señor fue el hecho de que la verdad los poseyera a ellos. Ahora bien, la posesión de la verdad no era cuestión de un simple conocimiento de las doctrinas. Los apóstoles dieron el salto de la fe que traslada al hombre religioso de lo limitadamente intelectual a lo totalmente existencial.
Los teólogos adventistas están entrando en posesión de una terminología que les permite, con mayor claridad, entablar un diálogo religioso con aquellos que por ahora no participan de nuestras propias convicciones. El lenguaje es un medio de comunicación. Las ideas deben ofrecerse con un vocabulario que resulte comprensible. Pero de todos los vocabularios ninguno es más poderoso que el del Espíritu. El trabajo de los discípulos quedó garantizado porque fueron dotados de la unción espiritual. Se les enseñó que “el Evangelio no habría de ser proclamado por el poder de la sabiduría de hombres, sino por el poder de Dios” (Ibid.).
Con ese poder, los designados avanzaron conquistando nuevos territorios para el reino de los cielos. Su avance hacia las fronteras de los gentiles no dependió únicamente de la lógica de los argumentos que esgrimían ni de la abundancia de los recursos didácticos o monetarios puestos a su disposición. Dependió mayormente del testimonio inequívoco de su vida convertida. Se les había asegurado “que el Evangelio sería eficaz sólo en la medida en que fuera proclamado por corazones encendidos y labios hechos elocuentes por el conocimiento vivo de Aquel que es el camino, la verdad y la vida” (Id., pág. 25. La cursiva no está en el original).
La medida del éxito
Los apóstoles volvieron de su campaña evangelizadora trayendo en su ánimo la alegría del triunfo. Habían tenido éxito. En estos tiempos en que las escalas valoradoras se han modificado sustancialmente, uno siente la necesidad de encontrar una fundamentación definitiva que aclare la significación que puede tener la palabra éxito para un ministro del Evangelio. Hay serios inconvenientes que obstaculizan la clasificación y la calificación. ¿Cuáles son los principios valoradores que tomaremos en cuenta para decidir el éxito de un hombre en la labor evangélica? ¿Mediremos el grado de éxito por el número de almas bautizadas? ¿Puede asegurarse definitivamente que un colportor, por ejemplo, ha tenido éxito debido al número de libros que haya vendido? ¿Será suficiente tomar como índice del triunfo de un director de colegio el número de alumnos matriculados o egresados de ese establecimiento? Me- parece que todo lo anterior nos deja todavía en una dimensión pronunciadamente humana, en el plano de lo cuantificable, sin introducirnos de lleno en el corazón mismo de aquello que calificaríamos como “éxito cristiano”. (Véase Mat. 7:22, 23).
Las actividades eclesiásticas, la estructuración de planes de trabajo, la promoción de campañas misioneras, etc., con relativa frecuencia, son la máscara que oculta un fracaso interior. Hay un peligro que acecha constantemente al hombre al cual Dios bendice: la suficiencia propia. “Al aumentar la actividad, si los hombres tienen éxito en ejecutar algún trabajo para Dios, hay peligro de que confíen en los planes y métodos humanos. Propenden a orar menos y a tener menos fe” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 329).
De los fariseos se dice que eran evangelistas de éxito. Hacían campañas proselitistas que los llevaban hasta lugares distantes en su afán de conquistar adeptos para Israel. Pero a nadie se le ocurriría decir de ellos que hayan tenido éxito en sentido cristiano. La obra de ellos no perduró, puesto que la que finalmente será estable es “la obra realizada con mucha oración y santificada por el mérito de Cristo” (Ibid.).
Todo hombre empeñado en adelantar el Reino tiene que precaverse de dos grandes males: el espíritu de crítica y el espíritu de independencia. No quisiéramos expresarnos como para dar un sentido erróneo a la idea que estamos defendiendo. Tanto la crítica como la independencia son valores neutros que toman signo según se los use. ¡Ojalá que se desarrolle entre nosotros la costumbre de la autocrítica sostenida por un bondadoso espíritu fraternal! En el otro orden de cosas digamos que Dios nos pide unidad y no uniformidad. En el movimiento adventista las fronteras son tan dilatadas que hay amplio margen para una infinita gama de variedades personales y metódicas. Con todo, hagamos énfasis en que el triunfo del Evangelio se alcance sobre la base del orden y la armonía y nunca en la rebeldía o los movimientos anárquicos.
Crisis de poder
En los tiempos del nacimiento de la Iglesia Cristiana hubo escasez de hombres. Ahora cuando estamos llegando a la culminación de historia volvemos a sufrir de la misma carencia. Sin embargo, conviene destacar que la nuestra, más que escasez numérica para cubrir los lugares que se abren a la posibilidad de la evangelizaron, es crisis de poder. Nos parecemos mucho a los discípulos que en cierto atardecer sombrío fueron incapaces de sanar al endemoniado. (Véase Mar. 9:9-29). Había impedimentos que, afortunadamente, fueron removidos para permitir que el “torrente” divino arrollara en el “cauce del poder”. La superación del “egoísmo individualista” que los había distinguido, los colocó en el terreno de las grandes “posibilidades del Señor”. Después de su conversión, “un solo interés prevalecía, un solo objeto de emulación hacía olvidar todos los demás. La ambición de los creyentes era revelar el carácter de Cristo y trabajar para el engrandecimiento de su reino” (Hechos de los Apóstoles, pág. 40).
A veces se ha acusado a ciertos religiosos de ser funcionarios de la iglesia. Los misioneros adventistas no somos funcionarios eclesiásticos, sino pastores de almas. No somos profesionales de la palabra, sino ministros del Evangelio. Estas verdades son obvias, pero conviene recordarlas para no caer en el olvido de las mismas. Nuestra fortaleza está en el Espíritu y, lo decimos una vez más, “no está distante el tiempo en que sobrevendrá la prueba a toda alma… Más de una estrella que hemos admirado por su brillo, se apagará entonces en las tinieblas… Todos los que llevan los ornamentos del santuario, pero no están vestidos de la justicia de Cristo, aparecerán en la vergüenza de su desnudez” (Servicio Cristiano, pág. 63).
El remedio de Dios
Hay una necesidad que debe suplirse y el Señor nos invita a emprender la búsqueda de aquello que más necesitamos. “Un reavivamiento de la verdadera piedad entre nosotros es la mayor y más urgente de todas nuestras necesidades. El buscar esto debe ser nuestro primer trabajo” (Id., pág. 53).
Los discípulos volvieron de su misión llenos de gozo por los resultados obtenidos. El Señor les indicó, sin embargo, que el gozo pleno, el gozo verdadero es aquel que se nutre en la intimidad de la relación celestial. Hay una relación múltiple que se expresa en la comunión de uno mismo, en la comunión con nuestros hermanos y en la comunión con Dios. La relación con la iglesia, con ser básica, no expresa la plenitud de la relación. La Hna. White nos ha dicho que “la relación con la iglesia no reemplaza la conversión” (Evangelismo, pág. 427).
La conversión queda atestiguada por la unción del Espíritu. Los discípulos se abrieron a la influencia del Espíritu humillando “sus corazones con verdadero arrepentimiento” y confesando “su incredulidad” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 29). “Oraron con intenso fervor pidiendo capacidad para encontrarse con los hombres” (Id., pág. 30). “No pedían una bendición simplemente para sí. Estaban abrumados por la preocupación de salvar almas” (Ibid.).
“Estaban dispuestos a gastar y ser gastados. El sentido de la responsabilidad que descansaba sobre ellos purificaba y enriquecía sus vidas; y la gracia del cielo se revelaba en las conquistas que lograron para Cristo” (Id., pág. 475).
Entonces ocurrió lo que esperaban: “La espada del Espíritu, recién afilada con el poder y bañada en los rayos del cielo, se abrió paso a través de la incredulidad. Miles se convirtieron en un día” (Id., pág. 31). Este es el camino real que se abre ante nosotros en el atardecer del tiempo. Que Dios nos ayude a entrar en él.
Sobre el autor: Evangelista de la Unión Austral