Si quieres saber cómo prepara Dios a un ministro, estudiad Isaías 6:1-9. Es una vivencia representativa. Dios prepara a un ministro del mismo modo como preparó a Isaías para que fuera su portavoz. Elena G. de White, después de citar Isaías 6:1-9 dice: “Esta presentación se repetirá una y otra vez [en la vida de aquellos que sean consagrados]” (El Colportor Evangélico, pág. 68).

Podría repetirse esta misma noche en vosotros si hicierais vuestra parte. Esta vivencia pareciera ocurrir a través de seis etapas sucesivas, representadas por seis palabras: revelación, negación de sí mismo, transformación, conmiseración, dedicación y autorización. Hay equilibrio entre estos términos. Tres de ellos: negación de sí mismo, conmiseración y dedicación, representan lo que deberíais hacer por Dios; los otros tres: revelación, transformación y autorización, representan lo que Dios hará por vosotros si efectuáis los tres primeros. Si hacéis vuestra parte, Dios nunca falla.

El primer componente de esta vivencia es “Vi yo al Señor”. Es una visión o revelación. Cuán importante es que veamos a Jesús. La Biblia dice que el pueblo perecerá sin visión. Una visión de Jesús mientras viajaba hacia Damasco constituyó el pivote que hizo girar la vida de Saulo, el gran perseguidor, hasta que se convirtió en Pablo, el gran apóstol.

Nuestra tarea como ministros y laicos consiste en revelar a Cristo a un mundo perdido. Pero no olvidemos jamás que no podéis revelar a Cristo a ningún alma hasta que Cristo se haya revelado primero a vosotros. Todo evangelismo comienza en la revelación de Dios a la propia alma del obrero. No intentéis hacer evangelismo a menos que podáis comenzar con esto.

Considerad a los apóstoles, esos poderosos predicadores del Evangelio. Tuvieron esta vivencia personal y enseñaron motivados por ella. Dijeron: “Hemos visto, hemos oído, hemos experimentado. Somos testigos suyos”. Dios no anda buscando abogados para que lo defiendan; no necesita a ninguno; no quiere ninguna defensa. Dios busca testigos —gente que pueda hablar de su gracia salvadora y de lo que ha hecho por ellos.

El apóstol Pablo actuaba impulsado por dos visiones. Primero tuvo una visión de Cristo en la cruz. Dijo: “Cada día muero. Con Cristo estoy juntamente crucificado”. Fue una vivencia personal. No estaba predicando teoría, ni teología, sino que predicaba basado en la experiencia personal. Tenía la cruz de Cristo levantada en su propio corazón todos los días, y la mantenía allí durante todo el día.

En segundo lugar tuvo una visión de las almas rescatadas que finalmente estarían alrededor del trono blanco de Dios merced a su obra en colaboración con el Espíritu de Dios. Pablo efectuó una campaña de evangelismo en Tesalónica. Levantó una fuerte iglesia. Posteriormente escribió dos cartas a sus conversos de ese lugar. Notemos lo que dice en 1 Tesalonicenses 2:19, 20: “Porque ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No sois vosotros delante de nuestro Señor Jesucristo en su venida? Que vosotros sois nuestra gloria y gozo”. Miraba hacia la segunda venida de Cristo, cuando se uniría a esos conversos que habían aceptado el Evangelio por su mediación en Tesalónica. Pablo era acicateado por esta doble visión. La mayor parte de nosotros pensaríamos que si estuviéramos encarcelados, atados con cadenas de un solado, sería tiempo de dejar de predicar. ¿Dejó de hacerlo Pablo? ¡No! Ganó algunas almas entre los mismos esbirros de César.

Pensad en esto. Un verdadero hombre se mide por aquello que se necesita para detenerlo. Pablo testificó aunque estaba prisionero. Fue acicateado hasta el día de su muerte por una visión de Cristo crucificado y la visión de las muchas personas que por su mediación podrían estar junto al trono de Dios. Creo que cada ministro, joven y maduro, debería estar dominado por esta misma doble visión.

Resulta interesante advertir cómo insiste Pablo en la revelación recibida de Cristo que posibilitó su predicación de él. En Gálatas 1:15, 16 nos habla brevemente acerca de la manera como entró en el ministerio: “Mas cuando plugo a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí, para que le predicase entre los gentiles”. Con ese propósito reveló Dios a Cristo en Pablo y a Pablo: para que predicase.

Nadie puede predicar a Cristo hasta que Cristo sea revelado primero en él. Esta es la base real que debe sustentar a quien quiera ser un predicador. Es muy importante que los jóvenes que se inician en el ministerio tengan una idea correcta de lo que significa ser un predicador. Dios os revela a su Hijo en vuestra experiencia personal, para que podáis predicar de él a las almas perdidas.

Algunos jóvenes asisten al colegio sin tener ninguna visión. Encuentran pesados los estudios porque carecen de una visión. Algunos trazan planes fantásticos, pero nunca proponen algo realmente práctico y realizable. Una visión sin una tarea es sólo un sueño. Lo que necesitáis es una tarea con una visión correcta, porque una tarea con una visión correcta proporciona la victoria.

Si falta la debida visión no podrá haber una preocupación real por las almas en vuestro servicio; sin una verdadera preocupación por las almas no habrá un sacrificio verdadero ni un esfuerzo sincero; sin sacrificio y esfuerzo sincero no lograréis un éxito real y duradero; y sin un éxito real y duradero no puede haber recompensa eterna.

La Biblia muestra que nadie puede obtener la correcta visión moral hasta tanto se ponga frente a frente con el Señor. Con frecuencia pienso en esa conversación íntima que Jesús tuvo con sus discípulos. Recordaréis el asombroso pedido formulado por Felipe: “Señor, muéstranos al Padre, y nos basta”. Con cuánto pesar le habrá contestado Jesús: “¿Tanto tiempo que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?”

¿Qué ocurre en vuestro caso? Habéis seguido a Jesús durante cinco, diez, quince o más años, y todavía no lo conocéis como deberíais? ¿Pronunciará Jesús mi nombre esta noche para decirme: “Juan Shuler, has sido un ministro durante todos estos años y todavía no me conoces”? ¿En qué medida le estáis permitiendo a Jesús que se revele diariamente en vosotros? ¿Son vuestras palabras, vuestras acciones y aun vuestras miradas, la manifestación de esa morada interior de Cristo?

Los psicólogos afirman que nadie puede encontrar su lugar en la vida a menos que primero se encuentre a sí mismo. El cristianismo va todavía más allá. El cristianismo dice que nadie puede encontrar su lugar en este mundo hasta que primero encuentre a Dios. La vida comienza con Dios. Así ocurrió con Isaías. No se encontró a sí mismo hasta que primero vio a Dios. Dijo: “Vi yo al Señor”. ¿Y después? “¡Ay de mí! que soy muerto; que… han visto mis ojos al Rey”.

La revelación de Cristo en el alma conduce a la negación de sí mismo. Así ocurrió con Isaías. Tan pronto como hubo visto a Dios se negó a sí mismo. Hay una sola forma como podemos conocernos a nosotros mismos. Elena G. de White declara: “Hay una sola forma en que podemos obtener un verdadero conocimiento del yo”. ¿Cuál es esa única forma? “Debemos contemplar a Cristo”. Y cuando lo veamos, “veremos nuestra debilidad, nuestra pobreza y nuestros defectos tales cuales son” (Lecciones Prácticas, pág. 147).

En el libro Testimonios para los Ministros, pág. 268, leemos: “La existencia del pecado es inexplicable; por lo tanto ni una sola alma sabe lo que es Dios antes que se vea a la luz reflejada de la cruz del Calvario, y se deteste a sí misma como pecadora en la amargura de su alma”. La vida de Cristo es el espejo de la divinidad. El carácter de Cristo muestra nuestros defectos morales y espirituales. Él es el Modelo perfecto. Cuando lo contemplamos vemos nuestra propia debilidad moral y espiritual.

Cada vez que pienso en la pureza de Jesús, en la paciencia de Jesús, en la humildad de Jesús, en el amor de Jesús, entonces experimento mi propia condición imperfecta. Cuando veo a Jesús en toda su hermosura, entonces estoy listo a renunciar a mí mismo. Así ocurrió con Isaías. Cuando vio al Señor, dijo: “¡Ay de mí! que soy muerto; que… han visto mis ojos al Rey”.

Notad que la negación de sí mismo conduce a la transformación divina. Cuando Isaías experimentó su propia condición imperfecta y se negó a sí mismo, entonces entró en él la corriente de la gracia transformadora de Dios, y oyó estas palabras: “Es quitada tu culpa, y limpio tu pecado”.

Y así ocurre con nosotros. Cuando veo a Jesús, tan puro, bondadoso, manso, humilde, abnegado y obediente, entonces advierto cuán imperfecto soy. Y me adelanto hacia Jesús para decirle: “Señor, límpiame”. “Crea en mí, oh, Dios, un corazón limpio; y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Sal. 51:10). Y luego se produce la entrada de su gracia transformadora. “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17).

Notad que esta transformación conduce a la conmiseración. Lleva a la piedad y la simpatía hacia los perdidos. Da una preocupación por trabajar por las almas. Esta gracia transformadora de Dios que obra en el corazón siempre hace sentir compasión por los perdidos, y como Pablo, no viviremos para nosotros sino para Aquel que murió por nosotros.

Cuando Isaías tuvo la revelación de sí mismo y cuando experimentó la gracia transformadora de Dios, entonces se percató de una voz que hablaba: “¿A quién enviaré, y quién nos irá?”

El primer impulso de un corazón renovado es ir a contar a otros que ha encontrado a un maravilloso Salvador en Jesús. El evangelismo es la primera ley de la regeneración. “Cada verdadero discípulo nace en el reino de Dios como misionero. Apenas llega a conocer al Salvador, desea hacerlo conocer a otros” (El Ministerio de Curación, pág. 70).

El impulso evangélico está sincronizado con el nuevo nacimiento. Notad ahora que esa conmiseración, la preocupación por trabajar por las almas perdidas conduce a la dedicación a la obra. Cuando Isaías sintió la necesidad de. los perdidos, respondió: “Heme aquí, envíame a mí”.

Esta clase de dedicación humana conduce a la autorización divina. Cuando Isaías estuvo preparado de ese modo, se dedicó a la tarea, y entonces el Dios omnipotente pronunció esta palabra: “Anda”. La Palabra de Dios es poderosa. No os equivoquéis en esto. Todo el poder de Dios está contenido en su Palabra. Habla y las cosas se hacen; ordena y es obedecido. En el principio dijo: “Sea la luz”, y desde entonces ha habido luz.

  Cuando Dios dice: “Anda”, a una persona, preparada, pone a su disposición todo el poder que necesita para cumplir con el mandato divino. Le dijo al paralítico del estanque de Betesda: “Levántate, toma tu lecho y anda”. En esas pocas palabras había poder para capacitar al hombre impotente para que se levantara y llevara su lecho. Jesús fue a la tumba donde un hombre había estado sepultado durante cuatro días. Le dijo: “Lázaro, ven fuera”. En esas tres palabras había poder para volver a la vida a ese muerto y para que saliera del sepulcro.

Aquí hay una lección para nosotros. Cuando Dios nos manda ir a un campo misionero, o dar un estudio bíblico, o llevar a cabo una serie de conferencias, hay poder en esa orden: “Anda para capacitarnos para realizar el trabajo.

Dios prepara a los hombres para que sean ministros suyos mediante la revelación, la negación de sí mismos, la transformación, la conmiseración, la dedicación y la autorización. Los colegios y otras instituciones están realizando una obra importante y necesaria en la preparación de hombres para el ministerio, pero a menos que los hombres posean la experiencia representada por estas seis palabras, el colegio no los convertirá en verdaderos ministros de Dios.

Quien posea esta experiencia que hemos descripto, podrá hacer lo que parece imposible. Cuando Dios dice “Anda”, pone a su disposición todo el poder del cielo y la tierra para ayudarle a realizar la comisión. Si un hombre tiene esta clase de experiencia, podrá matar a un gigante con un guijarro, como lo hizo David. Si tiene sólo una vara, podrá dividir el Mar Rojo, como lo hizo Moisés. Si tiene un grupo de 300 hombres tan sólo con una trompeta en una mano y un cántaro con una antorcha encendida en la otra, podrá derrotar un ejército de 300.000, como lo hizo Gedeón. Si un hombre tiene esta experiencia, podrá pararse delante de una multitud y predicar, y 3.000 almas se convertirán con un solo sermón, como en el caso de Pedro.

Una vez un ministro visitó el hogar de Juan Wesley. Lo condujeron por la casa, y finalmente el guía lo llevó a la sala de oración, donde este hombre de Dios pasó incontables horas en comunión con Dios. El ministro le pidió al guía que lo dejara solo durante unos minutos. Así lo hizo y cerró la puerta. Pero miró por el ojo de la cerradura para ver qué estaba haciendo. Lo vio arrodillarse y lo oyó decir: “Señor, produjiste un gran reavivamiento mediante tu siervo Juan Wesley. Te doy gracias por lo que él hizo, por las muchas almas que ganó, y por el reavivamiento que trajo a Inglaterra”. El guía vio que las lágrimas comenzaron a correr por las mejillas del pastor. Luego oyó que exclamaba: “Señor, hazlo de nuevo, y hazlo en mí”.

Deberíamos leer Isaías 6:1-9 puestos de rodillas. Y después orar: “Señor, hazlo de nuevo, y hazlo en mí”. Y él está listo para hacerlo. ¿No quisiéramos decirle al Señor que  queremos que el haga de nuevo esto y que lo  haga en nosotros ?