Dios nos ha dado el privilegio de ejercer nuestro ministerio en un momento de gran significación histórica. Nunca hubo un tiempo semejante a éste. ¡Qué privilegio es predicar el triple mensaje angélico en nuestros días! La esperanza de la segunda venida de Cristo y la certeza de que se acerca la hora del juicio, deben ser proclamadas. Y esta proclamación depende de nosotros. Los grandes centros urbanos, así como los pueblos y villas, aun los lugares más alejados, deben ser iluminados por el fulgor de la predicación adventista. Dios espera de cada uno de sus mensajeros una obra vibrante, dinámica, llena de fuego y de poder. Posiblemente encontremos obstáculos y dificultades de toda especie, pero con arrojo y valor debemos continuar compartiendo con las multitudes las riquezas insondables de Cristo.
Sí, es éste un momento de gran significación histórica. ¡Qué privilegio el nuestro de poder servir a Dios en una “ocasión como ésta”!
En la historia de la iglesia hubo grandes momentos, pero ninguno de ellos puede compararse en importancia con el actual.
Indudablemente fue un momento histórico cuando José fue hecho gobernador de Egipto. Dios lo llamó para una gran obra: “Mantener en vida a mucho pueblo”. Cuando fue cruelmente encarcelado a causa de su integridad moral, no se apartó de su propósito de servir a Dios, y “todo lo que él hacía, Jehová lo hacía prosperar en su mano” (Gén. 39:3). Sí, grande fue la oportunidad que Dios le concedió para preservar la vida de los egipcios y de su propio pueblo, salvándolos de la miseria y del hambre.
Sin embargo, Dios nos ha confiado una obra de mayor alcance que la que le confiara a José: salvar grandes multitudes de la muerte espiritual. El hambre constituye uno de I03 problemas más inquietantes de nuestros días.
No ignoramos que en el mundo contemporáneo grandes masas humanas se encuentran aprisionadas por el férreo cinturón del hambre. Para Daniel Rops, en los días que corren “350 millones de hombres están amenazados por el hambre”. Esta realidad tan brutal y conmovedora debe llenar de pesar nuestro corazón.
Sin embargo, de efecto más dantesco y consecuencias más temibles es el hambre espiritual predicha de manera impresionante por el profeta Amos: “He aquí vienen días, dice el Señor Jehová, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová” (Amos 8:11).
Asistimos al cumplimiento parcial de esta predicción profética. Multitudes afligidas languidecen en la más dolorosa inanición espiritual. En un tiempo como el presente, las divinas palabras resuenan con un significado nuevo y profundo: “Dadles vosotros de comer”.
Millones sucumben ante la falta de alimento necesario para suplir las necesidades del alma. Pero nosotros, que recibimos el pan de vida, tenemos el deber de compartir este alimento celestial, a semejanza de los discípulos, con los hambrientos, con los que se están agostando sin Dios y sin esperanza en el mundo.
¿Qué estamos haciendo? La tierna voz de Jesús se hace oír ahora con extraordinaria resonancia: “Dadles vosotros de comer”.
Cierta vez una señora estaba participando de las bendiciones del servicio de la Santa Cena en una pequeña iglesia. Después de haber compartido el pan, el ministro oficiante hizo unas preguntas: “¿Fue alguien olvidado? ¿Han recibido todo el pan?” Aquella piadosa señora, mientras oraba con el pan en la mano, empezó a meditar en las preguntas del ministro. ¿Han recibido todo el pan? Se acordó de las multitudes que viven hambrientas, sin el pan que nutre el alma. Sí, hay multitudes sin el Pan del cielo, masas humanas sin Cristo. “Echa tu pan sobre las aguas; que después de muchos días lo hallarás” (Ecl. 11:1).
Fue grande el momento en que Ester, a pedido de Mardoqueo, compareció ante el rey para interceder por la vida de su pueblo. Pesaba sobre ella una gran responsabilidad, pero con desprecio de su propia vida, dijo: “Entraré al rey… y si perezco, que perezca”. Aprovechó la oportunidad, aceptó la responsabilidad y, en el temor de Dios cumplió con su deber.
Dios nos ha confiado la responsabilidad de salvar a un pueblo de la destrucción de este mundo para el eterno hogar celestial.
Al hojear el anuario de uno de nuestros colegios, encontré que la clase de graduandos en teología de 1933 había escogido como lema las palabras de Ester: “Y si perezco, que perezca”. Traté de ver la lista de los que se graduaron, y con gran asombro verifiqué que de los siete que se graduaron apenas dos continúan en el ministerio. Cuatro de ellos siguieron los pasos de Demas; han renunciado a Cristo “amando el presente siglo”. Hombres que han desertado en una “ocasión como ésta”. ¡Qué realidad tan melancólica!
Nos reconforta, sin embargo, el hecho de que hay centenares y millares de hombres de valor y fe que a pesar de las dificultades, luchas y hasta peligros, permanecen en las filas del ministerio, peleando la buena batalla de la fe.
El pastor R. R. Figuhr, presidente de la Asociación General, mencionó cierta vez un informe singular presentado por un evangelista de las Filipinas, que reproducimos a continuación:
Esfuerzos en carpa 2
N° aproximado de piedras que nos tiraron 200
Personas alcanzadas 4
N° de veces en que echaron ácido sobre la carpa 1
N° de facinerosos que trataron de lastimarnos 4
N° de hombres que nos golpearon con los puños 2
TOTAL 213
Bautismos 53
Candidatos adicionales que se están preparando 31
Dios nos ha llamado para el servicio. Él nos ha invitado a la lucha, pero también nos ha llamado para el triunfo y para tener Un hogar en su reino junto con las almas que por su gracia hayamos conducido al Señor.