Cuando no se enfrentan y se contienen los males existentes debido a que los hombres tienen demasiado poco valor para condenar la iniquidad, o porque tienen demasiado poco interés o son demasiado indolentes para poner en acción sus propias facultades a fin de realizar esfuerzos para purificar la familia o la iglesia de Dios, los tales son responsables del mal que pueda resultar como consecuencia del descuido de su deber. Somos tan responsables por los males que deberíamos haber contenido en otros por medio del reproche, de la advertencia, o ejerciendo autoridad parental o pastoral, como si fuéramos culpables de haber cometido las acciones nosotros mismos (Testimonies, tomo 4, pág. 516).
Al tratar de corregir o reformar a otros, debiéramos cuidar nuestras palabras. Ellas serán un sabor de vida para vida o de muerte para muerte. Al dar reprensiones o consejos, muchos se permiten un lenguaje mordaz y severo, palabras no apropiadas para sanar el alma herida. Por estas expresiones imprudentes se crea un espíritu receloso, y a menudo los que yerran son incitados a la rebelión. Todos los que defienden los principios de verdad necesitan recibir el celestial aceite del amor. En toda circunstancia la reprensión debe ser hecha con amor. Entonces nuestras palabras reformarán, sin exasperar. Cristo proporcionará por medio de su Espíritu Santo la fuerza y el poder. Esta es su obra (Palabras de Vida del Gran Maestro, pág. 316).
Cristo mismo no suprimió una palabra de la verdad, sino que la dijo siempre con amor. Ejerció el mayor tacto y atención reflexiva y bondadosa en su trato con la gente. Nunca fue rudo ni dijo innecesariamente una palabra severa; nunca causó una pena innecesaria a un alma sensible. No censuró la debilidad humana. Denunció intrépidamente la hipocresía, la incredulidad y la iniquidad, pero había lágrimas en su voz al pronunciar sus severas reprensiones… Cada alma era preciosa a su vista… En todos los hombres veía almas caídas a las cuales era su misión salvar (El Deseado de Todas las Gentes, págs. 305, 306).