Actualmente el predicador es un trabajador, y no un testigo; es un trafagón, y no un predicador; es un gerente, y no un ministro; es un administrador antes que un embajador; estudia métodos más bien que la Palabra de Dios; tiene una oficina antes que un estudio…
Hay una frenética codicia de nuevos métodos, por encontrar algo que haga avanzar el reino. Parecería que Dios estuviera en quiebra. Esta turbulenta prisa para producir con rapidez es un pobre testimonio dado ante un mundo en necesidad. El mundo ya tiene suficiente ansiedad nerviosa, desasosiego e inseguridad, para que la iglesia siga añadiendo más. Este esfuerzo excesivo desplegado en la obra bajo la convicción de obtener escasos resultados, puede ser mejor que no hacer nada, pero no llega a la raíz del problema. El hombre lleno de Espíritu y de amor no trabaja para Dios bajo la tensión y el aguijón de la convicción a causa de datos estadísticos insatisfactorios.
Trabaja impulsado por el amor, y el ungimiento del Espíritu Santo hace desaparecer la tensión y la ansiedad.
Hoy se tiene el concepto de que tantos programas, más tanta actividad, más tantos proyectos, producirá resultados. Esto, en sí mismo, no adelantará el reino. A menos que el Dios Espíritu Santo descienda sobre el escenario, las almas no se convencerán y convertirán. Y nuestro frenético apresuramiento no traerá al Espíritu.
Vamos a la raíz del asunto: no estamos satisfechos con las estadísticas; no tenemos el capital espiritual para obtener resultados espirituales mediante el Espíritu Santo; no estamos dispuestos a orar y esperar en Dios… y así nos apresuramos para hacer funcionar la cosa a fuerza de multiplicar métodos y de emplear humano entusiasmo.
Ignoramos el valor, probado por el tiempo, de la obra común (aunque ya no es más común) de la oración intercesora, de las visitas continuas, de los sentidos testimonios y de la predicación bíblica.