A veces nos sentimos inclinados a compadecernos de nosotros mismos como obreros de la causa de Dios, porque pensamos que nuestra carga es pesada, mientras que otros obreros desempeñan una tarea más agradable o están en una posición más ventajosa. No debiéramos permitir que esa clase de pensamientos surja en nuestra mente. Si Dios quiere que yo esté en el frente de batalla de su causa, y que pase angustia por la salvación de las almas, quiero gozarme en ello. Nunca debo permitirme volver la cabeza para contemplar con desagrado o envidia la obra de mis colaboradores. Dios a cada uno da un trabajo diferente, una responsabilidad distinta. Y aun en la eternidad, las coronas de algunos tendrán más estrellas que las de otros. Hagamos nuestro trabajo con fidelidad, obedeciendo las instancias del Espíritu Santo. Que cada obrero sea responsable de su servicio delante del Maestro. Esta actitud del obrero que trabaja en la causa de Dios le proporcionará grandes bendiciones personalmente, y producirá resultados admirables en la salvación de las almas. Esa clase de siervos reciben una gloriosa recompensa.

Recordaréis en qué forma recibió Pedro su comisión de Jesús: “De cierto, de cierto te digo: cuando eras más mozo, te ceñías, e ibas donde querías; mas cuando ya fueres viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Y esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, dícele: Sígueme” (Juan 21:18, 19). Habrá sido un momento dramático para Pedro aquél cuando el Señor le señaló su trabajo y le habló de la manera como seguiría en las huellas de su Maestro, aun hasta la crucifixión, recibida por el crimen —según los romanos— de predicar el Evangelio.

Este solemne cometido dado por el Señor impresionó profundamente a Pedro. En ese instante vió a Juan que pasaba cerca de allí, y sabedor del gran amor que el Señor le profesaba a Juan, le preguntó: “¿Y éste qué?” Pedro pensó que si el Señor le había dado una comisión difícil, también Juan debía recibir una igualmente penosa. No pensó que sería justo que él soportara tales consecuencias por predicar el Evangelio, mientras Juan, por el mismo salario, tuviera una tarea más aliviada. Jesús lo reprendió bondadosamente por esa idea: “Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú”.