La función del predicador consiste en dar testimonio de la verdad inmutable en estos tiempos cambiantes, en hablar de la verdad eterna a los que son perturbados por las escenas mudables y tormentosas del drama de la vida. En medio de las dolorosas experiencias de la humanidad se necesita oír una voz que hable de seguridad. Los hombres, rodeados como están de lo perecedero, precisan una visión de lo permanente.
Los hombres que han conmovido a sus contemporáneos han sido hombres sensibles a las tendencias y necesidades de su época. Han visto los peligros y las posibilidades. No han sido ni esclavos ni favoritos, sino que han servido fielmente a su generación por la voluntad de Dios (Hech. 13:36).
La verdad nunca debe empañarse por consideración a los prejuicios imperantes, sino que debe proclamarse, pero con una gran compasión por todos los semejantes. Cuando nos enfrentemos con el prejuicio, no olvidemos que los insultos que le infiramos no contribuirán a disiparlo. En el tiempo actual necesitamos una predicación constructiva, nunca demoledora. Nuestra predicación debiera orientarse hacia la salvación y al triunfo final del amor divino. Nunca debiéramos hablar en forma ofensiva para los demás. Tampoco debiéramos quitarle la muleta al cojo antes de haberlo sanado.
Sobre todo, no prediquemos porque tenemos cualquier cosa que decir, sino que hablemos porque tenemos que decir algo vital.
Si bien es importante comprender el espíritu de la época, es de mayor importancia todavía ministrar en esta época con el espíritu de Jesús.
Estudiad el lenguaje que llega al corazón de la gente. La anticuada fraseología de antaño debe ceder el paso al lenguaje vivo que se necesita hoy. Guardad el paso con el tiempo. La simpatía viviente encuentra expresión en un lenguaje sencillo y natural.