La predicación del poder de la resurrección de Cristo produjo la lluvia temprana. La misma predicación ocasionará la lluvia tardía y madurará la cosecha del mundo.
Cuando el poder de esta resurrección se posesione del pueblo adventista, se evidenciará el mismo éxito que señaló la iniciación de la iglesia primitiva, y se verán realizaciones aún mayores. Este poder superará todos los obstáculos y vencerá todas las dificultades. Nuestra necesidad más urgente consiste en aceptar por fe “aquella supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, por la operación de la potencia de su fortaleza, la cual obró en Cristo, resucitándole de los muertos, y colocándole a su diestra en los cielos” (Efe. 1:19, 20).
Uno de los peligros graves que nos amenazan es una excesiva dependencia de la organización y de la correcta interpretación de las profecías. Aun cuando estas cosas son muy necesarias, carecen de influencia si se las desconecta del poder de su resurrección. Lo que alumbrará al mundo es más bien la participación en este acontecimiento milagroso, antes que la interpretación de complicadas profecías. Pablo sabía lo que significaba esta experiencia cuando escribió: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios” (Gál. 2:20). Cuando el Cristo resucitado haga su morada en nosotros, nos uniremos a las filas de los que testifican del poder de su resurrección.
El centro de la predicación apostólica
El apóstol Pablo anhelaba experimentar el poder de la resurrección de Cristo. Reconoció que, sin esto, su ministerio sería infructífero. En toda su predicación le concedió preeminencia al acontecimiento supremo de la resurrección de Cristo. Declara con énfasis que, si no hubiera ocurrido este milagro, no habría esperanza para el mundo. Entonces el cristianismo sería una impostura y todo predicador evangélico sería un testigo falso. Todavía estaríamos en nuestros pecados y “los más miserables somos de todos los hombres” (1 Cor. 15:12-19).
La encarnación de Cristo, su vida sin pecado, su sufrimiento y su muerte vicaria en la cruz carecerían de poder, a no ser por su resurrección. Un relato evangélico que terminara en la cruz sería conmovedor y nos induciría a admirar ese amor que condujo a tan grande sacrificio, pero sin la resurrección no tendría “el poder de una vida inmortal” (Heb. 7:16, VM). Es este poder el que hace eficaz la muerte expiatoria de Cristo. Esto constituyó el centro de toda la predicación apostólica.
La certidumbre de la resurrección de Cristo
El diablo realizó un esfuerzo máximo para mantener a Cristo cautivo en el sepulcro. Bien sabía que, si Cristo salía victorioso sobre la muerte, él perdería para siempre su dominio y en adelante sería un enemigo derrotado. Por lo tanto, tomó todas las precauciones para mantenerlo encerrado en la tumba nueva de José. La entrada de la tumba fue obstruida con una gran piedra que ostentaba el sello de Roma. Se aumentó el número de soldados guardianes de setenta a cien, y se hizo provisión para que se los cambiara en cada vela, a fin de que no se durmieran. A pesar de estos bien trazados planes, el enemigo fue incapaz de mantener prisionero al Salvador sin pecado. Las mismas provisiones tomadas para mantenerlo en la tumba sirvieron para dar realce a su milagrosa resurrección. El poder de su resurrección se manifestó cuando la piedra rodó de la entrada y la luz deslumbradora del cielo ofuscó los ojos de los fornidos soldados romanos. Cayeron como muertos cuando el Hijo de Dios salió a la vida.
Los incrédulos buscan una explicación natural
Desde el día en que los soldados fueron sobornados para que dijeran que los discípulos habían robado el cuerpo de Cristo, el príncipe de los engañadores ha estimulado constantemente a los incrédulos a explicar por su cuenta el milagro de la resurrección de Cristo. “La teoría del cuerpo insepulto’’, “la teoría de la alucinación”, “la teoría de la mujer equivocada” y “la teoría de los mellizos” constituyen intentos desafortunados y ridículos para explicar este hecho. Ninguna interpretación natural conviene a este hecho sobrenatural, y una suposición humana únicamente da un mayor relieve al misterio de lo divino.
Apariciones después de la resurrección
Los escritores neotestamentarios registran doce ocasiones diferentes en que Cristo apareció después de su resurrección. Es improbable que hombres de tan diverso carácter, a los que Cristo apareció después de su resurrección, estuvieran todos engañados. Difícilmente podemos imaginar a Pedro volverse delirante, o a Tomás histérico, «o a los quinientos hermanos sufriendo una alucinación al mismo tiempo. La mente disciplinada y lógica de Saulo el fariseo, no era fácil de engañar, y él dio testimonio de haberse encontrado con el Señor resucitado en el camino a Damasco. Ese encuentro cambió por completo el curso de su vida.
El poder transformador de la resurrección
La resurrección de Cristo transformó las vidas de los discípulos y las dotó de poder para el servicio. Después de que su Maestro salió de la tumba, la anterior derrota de ellos dio paso a una victoria abrumadora. Su tristeza se cambió en alegría, su debilidad en poder. Pedro, que antes había sido cobarde y temeroso, ahora declaraba osadamente: “Sepa pues certísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús que vosotros crucificasteis, Dios ha hecho Señor y Cristo” (Hech. 2:36). “A este Jesús resucitó Dios… ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hech. 2:32, 33). Cuando el asombroso hecho de la resurrección de Jesús y su exaltación se expuso ante los hombres, en todas partes se produjeron arrepentimientos de los pecados y miles se unieron a las filas de los cristianos.
Esto da razón del éxito de los primeros cristianos. No lo motivó, como dio a entender Gibbon, el poder organizador de los creyentes, ni la pureza de sus principios morales, ni el entusiasmo de sus adherentes. Lo determinó mayormente la comprensión de que Jesús, que había sido crucificado, ahora había resucitado de los muertos y abierto un camino nuevo y vivo mediante el cual los hombres podían unirse una vez más en estrecha comunión con Dios. Con la resurrección de Cristo se inició una nueva era. El mundo, que había ido oscureciéndose en forma paulatina, repentinamente comenzó a ver la luz gloriosa que brillaba desde el trono de Dios, donde se sentaba el Cristo resucitado y glorificado.
Los críticos suelen decirnos que la historia de la resurrección de Cristo es una leyenda, o mito, inventado por la iglesia primitiva para darle ímpetu a su mensaje. Pero la verdad es lo opuesto. Fue el milagro de la resurrección lo que trajo a la existencia a la iglesia primitiva, como bien lo señala James Stewart: “Decididamente no fue el caso de una comunidad que creaba una tradición sobrenatural, la iglesia que producía la fe mediante la cual vivía: la verdad es exactamente lo opuesto. Fue el caso de los hechos sobrenaturales que crearon la comunidad, y lo hicieron con un impulso tan irresistible que hasta la fecha las puertas del infierno no han prevalecido contra ella” (A Faith to Proclaim, págs. 26, 27).
Nuestro mensaje al mundo no está destinado a preparar hombres para morir, sino para vivir, y para vivir eternamente. Nuestra seguridad de esa vida inmortal radica en el hecho de que Cristo se levantó de los muertos y vive para siempre.
Sobre el autor: Profesor de Teología Sistemática del Seminario Adventista.