Conclusión

El mes pasado publicamos la primera parte de nuestra entrevista con Charles R. Ausherman, director del Programa de Paternidad Planeada del Servicio Eclesiástico Mundial. Al explicar nuestra posición empleamos citas del espíritu de profecía que señalaban las normas y la responsabilidad cristianas de los esposos al traer hijos al mundo. Elena G. de White no sólo subrayaba la carga que significaba para los padres y los hijos mismos sino para la sociedad en general el hecho de que los cónyuges aumentaran su familia sin pensar en el cuidado, la alimentación, el vestido y la educación apropiados para la misma. El concepto de que los niños desatendidos constituían una carga para la sociedad no era comprendido por la mayoría en los días en que se le dio ese consejo al pueblo de Dios. Aun hoy, las grandes masas humanas de la tierra son insensibles al problema.

La segunda pregunta era: ¿Cuál debe ser el número de miembros de una familia? ¿Qué hay sobre el uso de anticonceptivos como método correcto para limitar el tamaño de una familia? ¿Deben cumplir las relaciones sexuales únicamente propósitos de procreación? El espíritu de profecía no dice nada en forma directa sobre el uso de anticonceptivos. Setenta y cinco años atrás la discusión franca de este asunto era tabú. Pero existen amplios principios generales que rinden suficiente evidencia como para que se extraiga una conclusión práctica.

“Excesos sexuales”

Primeramente establecimos el principio de la planificación familiar. Este principio es claro y positivo. Luego le leímos al Sr. Ausherman declaraciones atinentes a las relaciones maritales. Señalamos que E. G. de White reiteradamente subraya que el exceso sexual desagrada a Dios. Veamos algunas de esas declaraciones: “Los excesos sexuales destruirán ciertamente el amor por los ejercicios devocionales” (El Hogar Adventista, pág. 109).

Se hace referencia a la responsabilidad de la esposa en cuanto a poseer su cuerpo “en santificación y honra”. “No puede ella degradar su cuerpo cediendo a los excesos sexuales” (Id., pág. 111).

Nuevamente: “Muchos padres no obtienen el conocimiento que debieran tener en la vida matrimonial. No se cuidan de manera que Satanás no les saque ventaja ni domine “ su mente y su vida. No ven que Dios requiere de ellos que se guarden de todo exceso en su vida matrimonial” (Joyas de los Testimonios, tomo 1, pág. 316; en estas tres citas la cursiva no figura en el original).

Bendición transformada en maldición

Si existe la posibilidad de que haya excesos en alguna forma de proceder, se deduce que ciertamente debe haber una norma justa y correcta para la conducta sexual. Nosotros definimos la temperancia como el uso moderado de lo que es bueno y la total abstinencia de lo que es dañino. La posibilidad de excesos en la relación matrimonial indica que el acto sexual apropiado se halla en la categoría de lo que es bueno.

La lectura prolija de todas esas declaraciones de E. G. de White concernientes a los “excesos sexuales” no aporta una sola palabra o insinuación de que la relación sexual deba limitarse a la procreación. Lo que hace es oponer el concepto de las bajas pasiones y los excesos sexuales a la relación correcta y apropiada.

Notemos cómo ayudan al equilibrio estos pasajes sobre los deberes y privilegios maritales: “La cámara, donde debieran presidir ángeles de Dios, es mancillada por prácticas pecaminosas… Se hace una maldición de lo que Dios dio como bendición” (El Hogar Adventista, pág. 108). Nuevamente dice: “Cuando el marido tenga la nobleza de carácter, la pureza de corazón y la elevación mental que debe poseer todo cristiano verdadero, lo manifestará en la relación matrimonial” (Id., pág. 110). Al referirse a los hombres cuya pasión incontrolable los hace peores que los brutos, afirma: “No conocen los principios elevadores y ennoblecedores del amor verdadero y santificado” (Ibid.).

El control de la natalidad no está prescripto

Después de leerle estas declaraciones al Sr. Ausherman, unimos los dos conceptos: el primero, ya presentado en el artículo del mes pasado, sobre la necesidad de la planificación familiar; el segundo, sobre la moderación en las relaciones sexuales dentro del marco del amor puro, genuino, considerado.

Desde el punto de vista bíblico, el consejo de Pablo en 1 Corintios 7 indica que la procreación no es necesariamente la meta de la unión sexual. El versículo 2 manifiesta: “Cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido’’. La inmoralidad no se basa en la tentación a procrear hijos, sino más bien en complacer la concupiscencia sexual de la carne. Si esto es verdadero, lo que Pablo señala diciendo que se debe tener el propio esposo y la propia esposa indudablemente incluye, entre otras cosas, la satisfacción y el goce de relaciones sexuales normales fuera de las de la procreación.

Pablo subraya estos conceptos más adelante, en los versículos 8 y 9: “Digo, pues, a los solteros y a las viudas, que bueno les fuera quedarse como yo; pero si no tienen don de continencia, cásense, pues mejor es casarse que estarse quemando”. ¡No dice que es mejor casarse que quedarse sin hijos!

En el versículo 36, Pablo agrega: “Si, a pesar de todo, alguien cree faltar a la conveniencia respecto de su doncella, por estar en la flor de su edad, y conviene proceder así, haga lo que quiera, no peca; cásense” (VBJ). En este pasaje no hay nada que indique que las relaciones sexuales deban llevarse; a cabo con el propósito exclusivo de traer hijos al mundo.

¿Cometemos una injusticia para con la Biblia o los escritos del espíritu de profecía al afirmar que la combinación de los dos principios expuestos en el espíritu de profecía más la admonición de Pablo no proscriben los métodos correctos de control de la natalidad que no sean perjudiciales para la salud de la persona? ¡Pensamos que no!

El matrimonio no es una puerta a la concupiscencia

Los impíos pueden emplear esos pasajes para fundamentar la complacencia de la lujuria sexual. Quienes lo hagan obrarán su propia destrucción. Pablo destaca la relación tierna y pura que debiera existir entre marido y mujer. “Los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y cuida” (Efe. 5:28, 29).

Pedro expone la misma idea: “Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo” (1 Ped. 3:7). Ningún hombre que lucha por el reino permitirá que sus pasiones concupiscentes gobiernen las relaciones matrimoniales. Amor verdadero no es sinónimo de pasión.

La comprensión de los principios y del espíritu de las relaciones sexuales correctas exige estima y autodominio. Esta comprensión se logra únicamente a través de una diaria entrega a la voluntad de Dios. Cuando el amor de Cristo se posesiona de la mente de ambos esposos, el futuro promete una más íntima unión espiritual y física, saturada de una mayor felicidad y goces mayores. El respeto propio y la dignidad son subproductos adicionales de esa clase de unión. Cuán pocos son los que han vivido esta verdad en nuestro mundo enloquecido por el sexo.

Por otra parte, si lo que predomina es la pasión física egoísta, el resultado inevitable será la insatisfacción mutua, el desagrado y el rechazo. Más de un marido y mujer son veteranos en recibir golpes y heridas. Contra las rocas de la pasión desenfrenada. No se dan cuenta que “puede hallarse en las relaciones matrimoniales una pasión de clase tan baja como fuera de ellas” (Id., pág. 109).

A fin de que el esposo y la esposa transiten por la senda correcta en las relaciones matrimoniales es necesario que posean autodominio y un juicio santificado. Como sucede en otros aspectos de la vida, el peligro del extremismo está siempre presente. Las relaciones puras pueden ser fácilmente desviadas hacia los cauces de las prácticas y deseos desordenados. La exaltación de la mera unión física puede llevar al desastre. El verdadero amor consiste en un hermoso equilibrio de lo mental, físico y espiritual, y en una permanente guardia contra cualquier exceso o perversión. Se debe estar seguro de que el amor puro es el que motiva cada acción del esposo y la esposa, lo que hará posible que el matrimonio sea de perdurable beneficio. “Si el amor procede de la mente y del corazón, tanto como del cuerpo, será siempre sensible a cualquier cosa que lo amenace; y siempre que a los esposos les parezca que su unión física no produce un amor espiritual más profundo, sino una sensación de hartazgo, de insatisfacción en cada uno o, lo que es más alarmante, de repugnancia, deben tomar medidas frente a la señal de peligro. Cuanto más lejos se mantengan de ese tipo de experiencia, tanto más seguro estará su amor. Y cuanto más cultiven su naturaleza espiritual e intelectual, tanto más satisfacción hallarán en los placeres mutuos, y se reducirá la frecuencia —dentro de los límites propios— de los reclamos físicos del sexo” (The Home Physician, pág. 676).