Las mentes estrechas se ocupan de la gente. Las mentes un poco más amplias se espacian en los acontecimientos. Las mentes grandes forjan ideas con el fin de realizar el bien. En el ser humano se genera la mayor fuerza explosiva de la historia: las ideas. Por medio de la mente se han concebido y han nacido ideas que han destruido a millares de seres, o han regenerado a la humanidad curando sus dolorosas heridas.
Cristo poseía una mente poderosa para concebir ideas capaces de transformar la historia y constituir un decidido llamamiento a los corazones humanos.
Jesús llegó en forma humana a un mundo que sólo veía muerte. ¡En cambio él soñó en la vida eterna! Llegó cuando grandes muchedumbres yacían en tinieblas y no vislumbraban ni un rayo de luz. ¡Soñó con una luz que resplandecería para siempre! Entonces forjó una idea que se convirtió en el motivo dominante de su vida y que contribuyó a conformar el destino de multitudes.
Es evidente que tenía que compartir con otros sus sueños de vida y luz si quería que se desvanecieran las tinieblas de la noche y los horrores de la muerte. Esas ideas llegaron a su madurez cuando se decidió a dejar de lado sus herramientas de carpintero, se dirigió con paso resuelto al encuentro de Juan el Bautista, y fue ordenado por Dios por medio del agua y el Espíritu como el supremo Evangelista del Universo. Cristo fue evangelista desde el pesebre hasta la cruz. Hermanos míos: que haya en nosotros también este mismo sentir.
El evangelismo es a la iglesia lo que las alas al ave. Cortadle sus alas al pájaro y no podrá volar más; por el contrario, se atendrá a andar por el suelo. Y nadie duda de que únicamente andar por el suelo no es precisamente la forma natural de moverse para esta clase de seres.
Nadie que piense correctamente se burlará de las alas feas y desplumadas del pichón recién salido del huevo, porque esos miembros carentes de gracia contribuirán a que en el futuro esa ave vuele rauda a través de los aires. Del mismo modo, todo lo que se haga para impartir esta verdad al mundo constituye otro par de alas que se le añade a la iglesia. Es cierto que algunas de estas alas nos parecerán feas y desplumadas de primera intención, pero el día del juicio nos probará cuán valiosas fueron.
Noé, un ejemplo clásico
Debemos recordar siempre que el evangelismo es una obra que Dios nos ha confiado, y no un mero medio de contribuir al progreso material de la denominación. Los medios son transitorios. La obra, con sus resultados, es para la eternidad.
El evangelismo abarca una siembra y una cosecha. Nadie cosechó jamás trigo en un campo que no hubiera sido sembrado. Por eso, una reunión evangélica, aunque poco concurrida, puede despertar la atención de muchísima gente que no asiste por el momento. Por la misma razón puede haber un magro resultado inmediato, pero esa siembra puede rendir en el futuro una rica cosecha.
El caso de Noé es un ejemplo clásico de un hombre que se dedicó al evangelismo público y que obtuvo pobrísimos resultados. Es probable que haya celebrado 43.800 reuniones fuera de una cantidad muy grande de clases bíblicas celebradas cada mañana y cada noche. Es cierto que Noé logró que ingresaran a la iglesia muchos miles de almas (léase cuidadosamente “Patriarcas y Profetas” pág. 82), pero a medida que pasaba el tiempo esos millares se apartaron de Noé hasta que su congregación quedó reducida a ocho almas, incluyéndolo a él.
Desgraciadamente los arqueólogos no han descubierto las actas de la Junta Directiva de la Asociación General de aquel tiempo (válganos el símil), y sin duda todos los informes de la tesorería desaparecieron con el Diluvio. Pero es muy lógico pensar que todo el dinero que recibió Noé durante los 120 años que duró su campaña evangélica deben haberse dedicado a fomentarla de una u otra manera. Mucho de ese dinero debe de haber sido invertido en el arca. Estoy seguro de que si alguno de los miembros de la comisión de presupuesto hubiera sobrevivido a la pesadilla del Diluvio, Noé hubiera perdido sus credenciales e incluso se lo hubiera separado de la iglesia debido a que invirtió tanto dinero para obtener tan pobres resultados.
Sin embargo, hay algo que justifica toda la campaña evangelizadora de Noé. Es cierto que el mundo de su tiempo no quiso escuchar el llamamiento que se le dirigía, pero cada ser humano de aquel entonces tuvo conocimiento de esa campaña evangélica y del tema central que abordaba, aun sin asistir a las reuniones. Por lo tanto no tendrán excusa alguna cuando les toque comparecer ante el Señor.
Los hombres del momento y los del futuro
Debemos luchar en la actualidad contra la marcada tendencia que tenemos a engañarnos a nosotros mismos al juzgar los resultados inmediatos o inclusive futuros del evangelismo público sobre la única base de las personas bautizadas. Es ridículamente fácil que algunos de nosotros, llenos de pesimismo, nos lamentemos por el dinero invertido en el evangelismo público aduciendo que los resultados de esta actividad son magros. También es sublimemente sencillo convertirnos en lo que podríamos denominar “hombres del momento,” que piensan que el progreso de la denominación consiste en levantar instituciones rutilantes, nuevos edificios para oficinas, conseguir diferentes elementos, etc. En una palabra, trabajar en pro de una denominación materialista. Y las tales personas piensan que después de haber invertido el dinero en todas esas cosas, el sobrante de lo que no se puede embotellar, ni etiquetar, ni meter en un estante, eso debe dedicarse a la obra evangélica. Por supuesto, los “hombres del momento” están convencidos de que la obra evangélica no vale la pena. Y si calculamos las cosas de acuerdo con lo que se puede ver y contar, parecería que tienen razón.
Pero hay otro aspecto en este asunto que, si lo comprendemos plenamente, nos ayudará a convertirnos en “hombres del futuro,” hombres de visión, en esa clase de hombres que creen en lo que escribió la siena del Señor, a saber: “La buena semilla sembrada puede yacer por un tiempo en un corazón frío, mundano y egoísta, sin dar evidencias de haber echado raíces; pero a menudo el Espíritu de Dios obra en ese corazón, y lo riega con el rocío del cielo, y entonces brota la semilla por tanto tiempo escondida y da fruto finalmente para gloria de Dios. No sabemos qué prosperará en la obra de nuestra vida, si esto o aquello. Estos no son asuntos que debemos zanjar nosotros, los pobres mortales.”—“Testimonies,” tomo 3. pág. 248. (La cursiva es nuestra.)
César y Napoleón eran hombres del momento. Fundaron imperios materialistas. El apóstol Pablo era un hombre del futuro. El, como César, fundó un imperio, pero muy diferente del de Roma en muchos aspectos. El imperio de Pablo no era de madera, ni de mármol, ni de piedra, sino de corazones vibrantes tocados por el Espíritu Santo como resultado de su actividad evangélica.
Santiago White. Guillermo Miller y otros anduvieron de ciudad en ciudad levantando en alto la espada flamígera de la verdad adventista. Eran hombres del futuro, hombres de visión, que mezclaban a sus sueños la suficiente determinación para que llegaran a ser una realidad.
Creo firmemente que contamos en nuestra obra con hombres de visión. Me falta el espacio para consignar emocionantes evidencias de lo que digo. Mi gran deseo es que se haga cada vez más para llamar la atención del público a nuestro mensaje. Debemos contar con los elementos materiales necesarios para llevar adelante nuestra obra en forma eficiente, pero cada vez más debe hacerse conciencia en nosotros la importancia de trazar un programa definido de evangelización pública. Si hacemos esto, y además convertimos cada colegio, sanatorio, clínica, casa editora y oficina en un instrumento para ganar almas, no podremos menos que ver que los raudales de la lluvia tardía se derraman abundantemente sobre nuestras labores.
Terminemos con este ferviente llamamiento del espíritu de profecía: “La obra evangélica… debe ocupar cada vez más el tiempo de los siervos de Dios.”—“Evangelism,” pág. 17.
Sobre el autor: Secretario Ministerial de la División del Extremo Oriente.