Algunos ministros tratan de cumplir por sí mismos todas las tareas de la iglesia. Emplean largas horas preparando su sermón para el sábado y casi otro tanto para la reunión de oración de mitad de semana. Además, las campañas para recolectar fondos, las reuniones de juntas y comisiones, los problemas personales de los miembros, las visitas a los enfermos, los funerales y casamientos, etc., lo tienen tan ocupado que el pastor queda con poco tiempo o disposición para realizar su trabajo primordial, que es cumplir con la comisión evangélica (Mat. 28:19).
Un buen ejecutivo difícilmente luzca como agotado. Eso se debe a que delega responsabilidades en otros y sin embargo sabe cómo se están llevando a cabo. De la misma manera un ministro debiera asignar a los oficiales y miembros de su iglesia ciertas tareas definidas (y cuidar que se cumplan). Demasiado a menudo todo lo que hace el anciano local es pasar cada sábado a la plataforma para anunciar el himno o quizá para orar. El límite del quehacer de muchos diáconos es recoger la ofrenda semanal y acompañar a los miembros hacia y desde sus asientos.
“Pero —dirá usted—, nadie en mi iglesia puede hacer las cosas de la manera en que yo las hago. Además, si usted quiere que algo se haga, hágalo usted mismo”.
De acuerdo. Pero recuerde esto: algún laico puede hacerlo casi tan bien como usted. Eso le reportará a ese hermano cuando menos una sensación de haber logrado algo, y usted habrá ahorrado tiempo. Quizá la próxima vez ese laico lo haga aún mejor. “En cada iglesia —dice Elena G. de White—, hay talento que, con la clase correcta de labor, podría desarrollarse hasta convertirse en una gran ayuda en esta obra” (Testimonies, tomo 9, pág. 117).
“No entra en los planes de Dios que el cuidado de sembrar la semilla de la verdad sea dejado principalmente a los predicadores. Hombres que no son llamados al ministerio de la palabra deben trabajar para su Maestro según sus distintas capacidades” (Joyas de los Testimonios, tomo 3, págs. 346, 347). “Debiéramos tener cuidado de no tomar sobre nosotros las cargas que otros pueden y debieran llevar” (Testimonies, tomo 3, pág. 13). Hay que recordarlo siempre: los laicos crecen bajo la responsabilidad. Además, por la magnitud de la empresa de proclamar el Evangelio, los ministros están lejos de completarla solos en esta generación. El evangelismo debe ser el santo y seña de todo cristiano. Todos deben testificar de su fe.
Los discípulos de Cristo reconocieron la urgencia de difundir el mensaje evangélico. El Señor crucificado y resucitado era supremo en sus pensamientos. Sus vidas giraban en torno de él. Aun cuando no ostentaron títulos académicos, ni disponían de una oficina en la iglesia ni contaban con fondos para evangelismo, testificaron de su fe.
Inculque en sus miembros la idea de que los primeros cristianos hicieron frente a obstáculos aún mayores que cualquiera de los que actualmente existen. Constituían una minoría mucho más reducida y despreciada que los adventistas del séptimo día. Los judíos eran abiertamente hostiles, y los paganos gentiles los ridiculizaban. No obstante las persecuciones alcanzaron un éxito notable porque fueron obedientes a la visión celestial (Hech. 26:19).
No contamos solamente con el mismo Evangelio de los primeros cristianos, sino que tenemos herramientas mucho mejores y métodos más avanzados a nuestra disposición.
Tómese tiempo para ver que “cada miembro de la iglesia… [sea] instruido en un sistema regular de labor. Se requiere que todos hagan algo para el Señor… El ministro que eduque, discipline y dirija un ejército de obreros eficientes tendrá gloriosas conquistas aquí, y lo aguarda una cuantiosa recompensa cuando, alrededor del gran trono blanco, encuentre a aquellos salvados mediante su influencia” (Id., tomo 5, pág. 308).
Para operar con máxima eficiencia usted debe contar con un grupo de obreros entrenados. Claro está que usted deberá trabajar mucho más arduamente que cualquiera en su iglesia, pero recuerde, no trate de hacerlo todo usted solo. Organice a sus miembros en el servicio activo para Cristo. Todos, incluyendo a impedidos e inválidos, deben tener un deber asignado, no importa cuán pequeño sea. Sólo mediante la acción unida podemos esperar el apresuramiento del regreso de Jesús.
Sobre el autor: Laico de Nueva York.