Este trabajo circuló impreso a mimeógrafo en el seminario de extensión de Andrews University que se llevó a cabo en el Colegio Adventista del Plata durante los meses de enero y febrero de 1969. Como allí se deslizaron algunos errores de copia se reproduce aquí, revisado y minuciosamente corregido por el autor. (Nota de la Redacción.)

Esos siete libros son: Tobías (Tobit), Judit, Sabiduría (o Sabiduría de Salomón), Eclesiástico, Baruc (también suele escribirse Baruk), I Macabeos y II Macabeos. Además, hay algunas porciones añadidas al libro de Daniel (los capítulos 13 y 14) y 67 versículos añadidos en el capítulo 3; en el libro de Ester, hay diez versículos añadidos en el capítulo 10 y los capítulos 11 al 16.

Se trata de un problema que ya es secular. San Jerónimo, el erudito traductor de las Escrituras al latín, en el siglo V, llamó “apócrifos”[1]  a estos siete libros. La drástica definición de un escriturista como San Jerónimo y la antigüedad de ella deberían ser razón suficiente para estudiar el tema con detenimiento. En cambio, el vocablo “deuterocanónicos” fue acuñado por Sixto senense (de Siena), aproximadamente en 1569. Es, pues, muy posterior su aplicación a la de “apócrifos” usada por San Jerónimo.[2]

Explicación de términos

La palabra “apócrifo” es un adjetivo que etimológicamente significa “oculto”, “secreto”. El Diccionario de la Real Academia Española define esa palabra como “fabuloso, supuesto o fingido”. En el sentido de falso lo encienden los protestantes cuando llaman ^apócrifos” a esos libros que no consideran inspirados.

La palabra “deuterocanónico” significa etimológicamente que se ha considerado inspirado con posterioridad. La Enciclopedia Espasa define así ese término: “Nombre que se da a aquellos libros, o parte de libros de la Sagrada Escritura, que desde su origen no fueron considerados como inspirados por todos y que hoy por los judíos y protestantes son rechazados del canon de la Sagrada Escritura. La Iglesia Católica, empero… los considera como verdadera y auténtica palabra de Dios, y han sido declarados como libros inspirados por los concilios de Trento y Vaticano” (Tomo 18, pág. 721).

El Concilio Vaticano (1870) a que se hace referencia, es el primero que llevó ese nombre. El Concilio de Trento se realizó de 1545 a 1563. El pronunciamiento de la Iglesia Católica es bien definido.

Un análisis de argumentos

Los argumentos empleados por los que defienden la inclusión de esos siete libros y los fragmentos añadidos, pueden resumirse en tres grandes afirmaciones:

1) Esos libros fueron citados por los padres de la iglesia.

Si bien es cierto que algunos de los escritores cristianos primitivos citaron de los “apócrifos”, también es cierto que recurrieron en algunas ocasiones a autores netamente paganos para probar sus asertos. Tal es el caso de Justino mártir (muerto hacia 165 DC) que recurrió a los oráculos sibilinos y al astrólogo Hystaspes como autoridad en sus discursos.[3] También citó los así llamados Hechos de Poncio Pilato, como un relato verdadero de la muerte de Cristo.[4]  

También es cierto que algunos de los escritores cristianos primitivos citaron de los “apócrifos”, como si hubieran formado parte de la Escritura. Sin embargo, si esto prueba algo, prueba demasiado, porque también citaron como divinamente inspirados algunos libros que no son reconocidos como tales ni por los católicos ni por los protestantes. Un ejemplo bien claro de esto es Clemente de Alejandría (muerto hacia el 220 DC) que recurre al libro de Tobías, el Eclesiástico, Baruc, Judit y Sabiduría como si hubieran sido inspirados por Dios. Pero también se vale —en el mismo nivel— de la Epístola de Bernabé, el pastor de Hermas, la Epístola de Clemente Romano, la Predicación de Pedro, las Tradiciones de Mateo, el Evangelio según los egipcios, el Cuarto de Esdras, la Disciplina del Señor, el Evangelio a los Hebreos, el Apocalipsis de Pedro y los Dichos de Cristo a Salomé. Esta larga lista habrá sido lo bastante convincente como para probar nuestro aserto.

El mismo Clemente reconoce que mezclaba deliberadamente las enseñanzas paganas y cristianas en sus obras. Refiriéndose a su obra Strómata (Misceláneas), dice: “Nuestro libro no se quedará corto en usar de lo que es mejor en filosofía y otras instrucciones preparatorias”. Y añade: “Strómata contendrá la verdad mezclada con los dogmas de la filosofía, o más bien cubierta y oculta como la parte comestible de la nuez en su cáscara”.[5]

El erudito San Jerónimo (347-420) definió muy bien cuál debiera haber sido en sus días la posición correcta de los cristianos frente a los “apócrifos”. El enseñó: “Evite ella todos los escritos apócrifos, y si es inducida a leer los tales no por la verdad de las doctrinas que contienen sino por respeto de los milagros contenidos en ellos, comprenda ella que no fueron realmente escritos por aquellos a quienes se los atribuye; que en ellos se han introducido muchos elementos imperfectos y que se requiere infinita discreción para buscar oro en medio de la escoria”.[6] “El libro de Daniel en hebreo no contiene la historia de Susana, ni el canto de los tres jóvenes, ni las fábulas de Bel y del dragón; debido a que se los encuentra por doquiera, les hemos dado la forma de un apéndice anteponiéndoles una señal… para que los no informados no piensen que hemos eliminado una porción de este volumen”.[7]  

“La iglesia lee Judit, Tobías y los libros de los Macabeos pero no los admite en las Escrituras canónicas. De modo que léanse estos dos volúmenes para la edificación de la gente, no para dar autoridad a las doctrinas de la iglesia”.[8]

En nuestros días, cualquier autor evangélico, cuando se refiere por alguna razón al período histórico que separa el Antiguo del Nuevo Testamento, suele citar de los dos libros de los Macabeos como un documento de la época, pero eso no significa que reconozca que son divinamente inspirados.

También San Pablo citó a un poeta griego (Hech. 17:28), posiblemente a Epiménides de Creta (siglo VI AC), y asimismo en ese versículo (Hech. 17:28) cita a Arato de Cilicia (siglo III AC). Eso no significa que el apóstol colocara a esos autores paganos como escritores inspirados.

Por otra parte, cualquier autor cristiano puede citar de fuentes que no son bíblicas con el fin de enseñar una lección de moral o con otro propósito elevador. Hay muchísimas obras edificantes y aleccionadoras que no pretenden ser revelación de Dios. Sirvan de ejemplos: El Peregrino y la Imitación de Cristo, de Bunyan y Kempis (su apellido real fue Hemerken), respectivamente.

2) Estos libros se encuentran en las versiones antiguas.

Es cierto que algunas versiones antiguas contienen estos libros. Entre ellas está la versión de los Setenta.

Esta antigua traducción, del hebreo y arameo al griego, comenzó a efectuarse por el año 285 AC, en Egipto, por orden de Tolomeo Filadelfo. Sin embargo, este argumento va demasiado lejos puesto que en esta versión también se encuentran el Tercer libro de Esdras y la Oración de Manasés, que no son reconocidos como inspirados ni por los católicos ni por los protestantes.

En otras versiones antiguas, figura el Cuarto Libro de Manasés y el Tercero de los Macabeos que no son aceptados por los cristianos como fruto de la inspiración divina.

Estos hechos quitan su fuerza al argumento; en realidad, lo anulan.

3) Los libros que los protestantes llaman “apócrifos” ya fueron reconocidos como canónicos (inspirados) en el Concilio de Cartago (397 DC) y el de Florencia (1439 DC).

La fecha 397 ya nos dice que para entonces el cristianismo estaba bien dentro de la era de Constantino (el emperador pagano-cristiano falleció en el 337 DC). Es decir que la triste apostasía había dejado sentir sus efectos pronunciadamente. Además, el Concilio de Cartago fue un mero sínodo local, sin valor ecuménico. El Concilio de Florencia está alejado por demasiados siglos de los días apostólicos para que sea significativa su decisión en cuanto a un asunto tan importante como la validez canónica (o reconocimiento de la inspiración) de varios libros que la sinagoga judía no incluyó en el Antiguo Testamento.

Somera presentación de la réplica de los protestantes

1) El antiguo Israel nunca consideró los “apócrifos” como libros inspirados. Hay dos razones bíblicas que sostienen este argumento. San Pablo se pregunta y contesta él mismo: “¿Qué ventaja tiene, pues, el judío? ¿o qué aprovecha la circuncisión? Mucho, en todas maneras. Primero, ciertamente, que les ha sido confiada la palabra de Dios” (Rom. 3:1, 2).

En segundo término, recordemos que el Maestro condenó varias prácticas de los judíos de sus días y lanzó tremendos “ayes” contra los escribas y fariseos. Sin embargo, no tuvo nada que reprocharles en cuanto a haber introducido en las Escrituras algo espurio, y tampoco dijo nada en cuanto a que habían dejado de colocar entre los libros sagrados los siete “apócrifos” que hemos mencionado.

2) En el Nuevo Testamento nunca son citados los “apócrifos”. No hay una sola cita directa de ellos por nombre, y en cambio hay unas 280 citas de los otros libros. Por ejemplo: Mateo 1:23 (cita a Isaías 7:14); Mateo 2:6 (cita a Miqueas 5:2); Mateo 2:18 (cita a Jeremías 31:15); Mateo 4:15 (cita a Isaías 9:1, 2), etc.

En cambio, a veces hay textos del Nuevo Testamento donde aparece una idea o figura de lenguaje parecida, o paralela, con algún pasaje de un libro “apócrifo”, pero nunca es exactamente igual y tampoco hay ninguna referencia.

Damos este ejemplo: San Pablo describe la armadura del cristiano en Efesios 6:13-17. Ahora bien, en el libro de la Sabiduría hay un pasaje que dice así: “Recibirán [los justos] de la mano del Señor el reino de la gloria, y una brillante diadema. Los protegerá con su diestra, y con su santo brazo los defenderá. Se armará de todo su celo, y armará las criaturas para tomar venganza en sus enemigos. Tomará la justicia por coraza, y por yelmo el juicio certero; embrazará por escudo impenetrable la rectitud; de su inflexible ira hará una aguda lanza; y el universo peleará con él contra los insensatos” (5:17-21, versión Straubinger).

La figura es similar, pero sería totalmente injusto suponer que esa similitud indica que el apóstol está citando a un “apócrifo” como la Palabra inspirada de Dios.

También hay en el Nuevo Testamento algunas aparentes citas que no es posible ubicar con exactitud. Por ejemplo, Efesios 5:14 no se encuentra directamente en el Antiguo Testamento, aunque su lenguaje es una posible alusión a Isaías 26:19 y 60:1. Así también es posible que haya alguna expresión en el Nuevo Testamento que parezca una alusión a algún pasaje de los apócrifos, sin que en realidad sea una cita.

3) Los libros “apócrifos” no están en las listas de los padres de la iglesia hasta fines del siglo IV.

Esas listas son las de Melitón de Sardis (siglo II); Orígenes (siglo III); Atanasio, Cirilo, Hilario de Poitiers, el Concilio de Laodicea, Epifanio, Gregorio Nacianceno, Anfiloquio, Rufino y Jerónimo (siglo IV).

Es notable que todos esos escritores cristianos (y el Concilio de Laodicea, 320 DC), al ocuparse de la inspiración de los libros bíblicos no incluyeran en el canon los libros “apócrifos” y, en cambio, colocaran en sus listas los libros que los protestantes aceptan como Palabra de Dios.

4) En los “apócrifos” y en las adiciones a Ester y a Daniel, hay pasajes extraños al pensamiento bíblico en general y algunas inexactitudes.

Por ejemplo, en Tobías 5:11-13, aparece un llamado ángel Rafael que dice una mentira (o por lo menos lo que parece serlo) a Tobías. En Tobías 6:5-17, el mismo Rafael le hace algunas indicaciones a Tobías y, entre ellas, le dice: “Si pones sobre las brasas un pedacito de corazón de pez, su humo ahuyenta todo género de demonios, ya sea del hombre, ya de la mujer, de tal manera que no se acercan más a ellos. La hiel sirve para untar los ojos llenos de cataratas y sanarán” (ver. 8). Es evidente una tendencia supersticiosa en esas indicaciones supuestamente inspiradas.

En cuanto a inexactitudes históricas y declaraciones raras, debido a la necesidad de no ocupar mucho espacio, sólo damos algunas referencias de los pasajes de los “apócrifos” y un breve comentario.[9]

5) Los “apócrifos” no tienen ninguna declaración por la que digan que son inspirados. Ni una sola vez hay un “así dice Jehová”, o cualquier otra expresión semejante. Ni una sola vez siquiera se refiere que hubiera habido una revelación divina a sus autores.

Esto contrasta con los centenares de veces en que aparecen expresiones tales en los libros canónicos.

Por el contrario, veamos la forma en que termina uno de los libros “apócrifos”: “Ejecutadas, pues, estas cosas en orden a Nicanor, y hechos dueños los hebreos desde entonces de la ciudad, acabaré yo también con esto mi narración. Si ella ha salido bien, y cual conviene a una historia, es ciertamente lo que yo deseaba; pero si, por el contrario, es menos digna del asunto que lo que debiera, se me debe disimular la falta. Pues, así como es cosa dañosa el beber siempre vino, o siempre agua, al paso que es grato el usar ora de uno, ora de otro, así también un discurso gustaría poco a los lectores, si el estilo fuese siempre limado. Y con esto doy fin” (2 Macabeos 15:38-40, versión Straubinger).

Es evidente que se trata de un relato común. Puede haber sido escrito con la correcta intención de decir la verdad en cuanto a los acontecimientos que narra, pero no pretende ser revelación divina. Por el contrario, reconoce sus posibles imperfecciones al decir: “si ella ha salido bien”, y hasta pide que el lector disimule sus posibles faltas. Hay un abismo de diferencia entre esa pluma y las que movió la inspiración del Altísimo.

El libro del Eclesiástico debe haber sido escrito en hebreo (entre 200 y 180 AC), por Jesús ben Eleazar ben Sira o Sirach. El que tradujo este libro al griego añadió un prólogo en el que dice, entre otras cosas, lo siguiente: “Muchas e importantes lecciones se nos han transmitido por la ley, los Profetas, y los otros que les han seguido, por las cuales bien se debe encomiar a Israel por su instrucción y sabiduría. Mas como es razón que no sólo los lectores se hagan sabios, sino que puedan también estos amigos del saber ser útiles a los de fuera, tanto de palabra como por escrito, mi abuelo Jesús, después de haberse dado intensamente a la lectura de la Ley, los Profetas y los otros libros de los antepasados, y haber adquirido un gran dominio de ellos, se propuso también él escribir algo en lo tocante a instrucción y sabiduría, con ánimo de que los amigos del saber, lo aceptaran y progresaran más todavía en la vida según la Ley… En el año treinta y ocho del rey Evergetes [probablemente Tolomeo VII Evergetes Fiscón (170-117 AC), la fecha a que se refiere, pues, correspondería con el año 132 AC], cuando después de venir a Egipto y residir allí, encontré una obra de no pequeña enseñanza, y juzgué muy necesario aportar yo también algún interés y esfuerzo para traducir este libro. Mucha vigilia y ciencia he puesto en juego durante este período, hasta llegar a buen término y publicar el libro para uso de aquellos que, en el extranjero, quieren ser amigos del saber, y conformar sus costumbres a una vida de acuerdo con la Ley” (Prólogo, vers. 1-14; 27-35, versión Biblia de Jerusalén).

Es, pues, claro que el autor de este libro no fue objeto de ninguna revelación divina ni se sintió movido por la inspiración celestial. Fue tan sólo un comentarista de “La Ley y los Profetas” así como de “otros libros de los antepasados”. Un nieto de él, “con mucha vigilancia y ciencia”, tradujo ese trabajo posiblemente unos cincuenta años después de que fue escrito.

¿Por qué están incluidos los “apócrifos” en las ediciones de la Biblia que llevan la probación eclesiástica?

La aprobación oficial de dichos libros se efectuó en la cuarta sesión del Concilio de Trento. Dicha sesión fue del 8 de abril al 17 de junio de 1546. En ella se reconoció los libros contenidos en la Vulgata como canónicos. Y entre ellos están los libros en cuestión.

La traducción de la Vulgata fue hecha con sumo cuidado —San Jerónimo pasó 21 años traduciendo el Antiguo Testamento—. Sin embargo, en lo que atañe a los “apócrifos”, conviene saber que San Jerónimo no les dio importancia. Por ejemplo, el libro de Tobías, según lo afirma el mismo traductor, fue traducido en un día (Praefatio in Tobiam).

Hacemos notar que los judíos de Palestina nunca reconocieron los libros “apócrifos” como inspirados. Esa posición correcta se ha mantenido con toda firmeza hasta ahora. Por ejemplo, la nueva versión castellana del Antiguo Testamento (con el nombre de Biblia), de origen judío, efectuada por León Dujovne, Manasés Konstantynowski y Moisés Konstantynowski, editada en 1961, por Editorial Sigal, Corrientes 2854, Buenos Aires, sólo contiene los 39 libros que están en el Antiguo Testamento de las traducciones que hacen circular las Sociedades Bíblicas protestantes. (Continuará).


Referencias

[1] Hemos tomado este dato de la Enciclopedia de la Biblia, de las Ediciones Garriqa, de Barcelona, preparada bajo la dirección técnica de los escrituristas católicos Alejandro Diez Macho y Sebastián Bartina, ambos sacerdotes. Es pues absolutamente fidedigna la fuente que consigna esa posición de San Jerónimo.

[2] El dato referente a Sixto senense (de Siena) y la fecha —1569— también la hemos tomado de la

misma fuente católica: Enciclopedia de la Biblia, de Garriga.

[3] Primera Apología, cap. 20.

[4] Ibid., caps. 25, 35, 48.

[5] Strómata, libro 1, cap. 1, en The Ante-Nicene Fathers, tomo 2, págs. 302, 303.

[6] Carta CVII, a Laeta, párrafo 23, de A Select Library of Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, Second Series, tomo 6, pág. 194.

[7] Prefacio a Daniel, de Id., pág. 493.

[8] Prefacio a Proverbios, Eclesiastés y el Cantar de los Cantares, de Id., pág. 492.

[9] Véanse en una versión autorizada por la Iglesia Católica, los siguientes pasajes: Judit 1:5 (y obsérvese el error histórico respecto a Nabucodonosor); Baruc 1:1. En este versículo, se pretende que Baruc (el escriba de Jeremías) escribió ese libro y en él se citan los libros de Daniel y Nehemías (o segundo de Esdras en las versiones romanistas), pero estos libros fueron escritos después de la época de Baruc y Jeremías. Léase el inverosímil suicidio de Razias, en 2 Macabeos 14:37-46. Hay también inexactitudes en las adiciones a Ester y Daniel. Los capítulos 13 y 14 de Daniel, al ser leídos con detenimiento, muestran fallas. Véase, por ejemplo, 13:45, donde Daniel figura como un “tierno jovencito”, y compárese con 13:65 (14: 1, en otras versiones), cuando se menciona la ascensión al trono de “Ciro, rey de Persia”. En realidad, para entonces Daniel ya debe haber sido un hombre de edad muy avanzada. En 14:32 (o 14:33, en otras versiones), aparece “el profeta Habacuc” que, en realidad, había muerto unos 100 años antes de los supuestos acontecimientos allí narrados. No es verosímil suponer que fuera otro Habacuc, pues aparece en “Judea” y ¿a quién iba a amonestar como profeta en Judea si los israelitas estaban en cautiverio?