Generalmente los miembros de iglesia tienen sus problemas espirituales. Y en adición a ello, están los problemas diarios relacionados con la lucha por la existencia. Agréguese la cruz que tiene que soportar en su vecindario debido a su religión “particular”, y tendremos un alma necesitada de consuelo y ánimo que se sienta cada sábado de mañana en uno de los bancos de nuestra iglesia.
Ante cada predicador se presenta, pues, la pregunta: ¿Qué tenemos en realidad que ofrecerle a esa alma hambrienta? ¿Es nuestra intención sobrecargarla con enseñanzas? Para alimentar al que sufre de hambre espiritual y aplacar la sed del alma, necesitamos más que una defensa bien documentada de la fe dirigida a algún enemigo que al parecer está haciendo incursiones en el rebaño. Y el ministro debe ser algo más que un propagandista de “remedios con la patente del púlpito.” Además debemos comprender que el púlpito no es el lugar indicado para intentar la curación de un ofensor moral. Una visita a su hogar logrará mucho más que toda nuestra oratoria.
Pensemos un poco en los miembros de nuestra iglesia. Cuando salen de la iglesia el sábado, ¿existe en sus corazones la perdurable convicción de que Dios les ha hablado? ¿Puede cada uno de ellos decir con el salmista: “Junto a aguas de reposo me pastoreará, confortará mi alma”? Lo que piensan las ovejas respecto de su pastor terrenal es mayormente un reflejo de los pensamientos del pastor respecto de su rebaño.
En las aguas turbulentas el hombre necesita oír una voz que le diga: “No temas, que yo soy contigo, no desmayes, que yo soy tu Dios.”