El lenguaje es el único instrumento de expresión cabal de nuestros pensamientos y de toda nuestra vida interior. Sea que lo usemos oralmente o por escrito, es el vehículo que conduce hasta los demás nuestras impresiones del momento, los conocimientos adquiridos o el fruto de largas reflexiones.
Su correcto empleo es un índice de que la mente se ha cultivado en forma adecuada. No es el único factor que interviene en ese proceso de toda la vida, pero sí es un elemento importante.
Un lenguaje depurado manifiesta una continua preocupación de quien tiene el propósito de llegar hasta sus semejantes de un modo agradable que, en sí mismo, conquiste la atención y cautive la voluntad.
“La facultad del habla es un talento que debiera ser diligentemente cultivado. De todos los dones que hemos recibido de Dios, ninguno puede ser una bendición mayor que éste.” —“Lecciones Prácticas del Gran Maestro, pág. 306.
Somos responsables por el desarrollo de nuestras facultades. Considerando la importancia que atribuye al habla la pluma inspirada, nuestra responsabilidad en esto se presenta con toda su magnitud.
Desde antiguo quedó registrada esta enseñanza: “Manzana de oro con figuras de plata
es la palabra dicha como conviene.” (Prov. 25:11.) Debemos, pues, afanarnos por lograr una forma conveniente de expresión.
Quizá lo primero que hemos de buscar es la claridad: “Si por la lengua no diereis palabra bien significante, ¿cómo se entenderá lo que se dice? porque hablaréis al aire.” (1 Cor. 14:9.)
La claridad depende, por cierto, del fondo y de la forma. En cuanto a lo primero, debemos disciplinar continuamente nuestro pensamiento a fin de ordenar nuestras ideas, juicios y conclusiones de tal modo que fluyan en orden y se eslabonen lógica, natural y sólidamente.
Hay algunos temas, algunas verdades bíblicas y algunos conceptos que presentan aspectos difíciles de comprender y que encierran dificultades en su correcta presentación. Por lo tanto, antes de hablar acerca de ellos, detengámonos para analizar los argumentos que vamos a emplear. Debemos aquilatar su solidez y también considerar los nexos que los vincularán. Esa tarea requerirá tiempo, pero dará sus frutos en forma de una exposición correcta y clara.
En cuanto a la forma, tenemos consejos precio os que debiéramos estudiar y no meramente leer. “Hay muchos que leen o hablan en voz tan baja o de un modo tan rápido que no puede entendérseles fácilmente. Algunos tienen una pronunciación apagada e indistinta, otros hablan en tonos agudos y penetrantes, que resultan penosos para los que oyen…
“Este es un mal que puede y debe corregirse. Sobre este punto no; instruye la Biblia. Se nos dice de los levitas, que leían las Escrituras en los días de Esdras: “Y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura.” (Neh. 8:8.)
“Mediante un esfuerzo diligente todos pueden adquirir la habilidad de leer inteligiblemente y hablar en un tono de voz fuerte, claro, sonoro, de un modo distinto y que impresione. Haciendo esto podemos aumentar grandemente nuestra eficiencia como obreros de Cristo.
“Todo cristiano está llamado a dar a conocer a otros las inescrutables riquezas de Cristo; por lo tanto debiera procurar la perfección en el habla. Debiera presentar la Palabra de Dios de un modo que la recomendara a sus oyentes. Dio< no desea que sus intermediarios humanos sean incultos…
“Esto es especialmente cierto con respecto a aquellos que son llamados al ministerio público. Todo ministro y todo maestro debe recordar que está dando a la gente un mensaje que encierra intereses eternos. La verdad que prediquen los juzgará en el gran día del ajuste final de cuentas. Y en el caso de algunas almas, el modo en que se presente el mensaje, determinará su recepción o rechazamiento. Entonces, háblese la palabra de tal manera que despierte el entendimiento e impresione el corazón. Lenta, distinta y solemnemente debiera hablarse la palabra, y con todo el fervor que su importancia requiere.”—“Lecciones Prácticas del Gran Maestro” pág. 306, 307.
Resalta en esta cita de la pluma inspirada que la debida articulación de las palabras es un elemento de suma importancia. El que se escuche con facilidad a un predicador y se entienda nítidamente su mensaje depende mucho más de la claridad con que lo enuncie que del volumen de la voz o del tono de la misma.
Un sermón bien pronunciado, en el que no haya palabras indebidamente entrelazadas, en el que, por el contrario, resalten los puntos esenciales por el énfasis con que se los presente y porque las palabras que se empleen estén debidamente separadas entre sí, no sólo se entenderá bien sino que será un fiel portador del mensaje que haya elaborado el predicador con todo esmero y solicitud.
“La capacidad de hablar clara y distintamente, en tonos plenos y nítidos, es inestimable en cualquier ramo de la obra, y es indispensable para los que desean llegar a ser ministros, evangelistas, obreros bíblicos o colportores.”—“Consejos para los Maestros,” pág. 168.
Además de la claridad, la corrección en el empleo del idioma es una importancia que no se puede encarecer demasiado. De ella tendremos que ocuparnos en un próximo artículo.
Sobre el autor: Director del Curso Normal del Colegio Adventista del Plata, Argentina.