Hemos considerado en otra oportunidad el llamamiento divino que confía a los hombres la tarea de ser embajadores del Rey de reyes, llamamiento divino sin el cual nadie debería salir a predicar. Ahora debemos examinar la razón por la cual Dios llama a los hombres al ministerio, con qué finalidad lo hace, y cuál es el principal asunto al que deben consagrar sus energías.
Veamos primeramente las palabras de la comisión evangélica. Según las hallamos registradas en Marcos 16:15. son las siguientes: “Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a toda criatura.” Mateo agrega a esto la tarea de enseñar a los conversos “que guarden todas las cosas que os he mandado” después de haberlos bautizado. (Mat. 28:19, 20.) En Lucas 24:47 leemos que el Señor mandó “que se predicase en su nombre el arrepentimiento y la remisión de pecados en todas las naciones, comenzando de Jerusalén.”
En nuestro análisis de los objetivos específicos del ministro cristiano permítaseme citar además los siguientes pasajes: “Ahora te envío para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, remisión de pecados y suerte entre los santificados.” (Hech. 26:17, 18.) “Y él mismo dio unos… pastores y doctores; para perfección de los santos para la obra del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo.” (Efe. 4:11-13.) “Dios… nos dio el ministerio de la reconciliación… y puso en nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo como si Dios rogase por medio nuestro; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.” (2 Cor. 5:18-20.)
Tal como un joyero que para examinar un collar analiza gema tras gema detenidamente, permítaseme extraer de estos pasajes las declaraciones que destacan la misión para la cual están llamados los ministros de Dios; o dicho en otras palabras, señalar los grandes objetivos sublimes del ministerio cristiano.
Deben ir a todo el mundo y predicar el Evangelio. Deben enseñarles a sus conversos a observar todas las cosas que Cristo ha mandado. O sea que su tarea es la de instruir y adoctrinar completa y acabadamente. El arrepentimiento y la remisión de pecados en el nombre de Cristo deben ser predicados entre todas las naciones. Los ministros cristianos son enviados para abrir los ojos de los hombres, para conducirlos de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás al de Dios a fin de que los pecadores puedan recibir el perdón de los pecados y finalmente gozarse en la heredad que compartirán con aquellos que han de ser salvos. Por la obra del ministerio los santos deben ser perfeccionados y el cuerpo de Cristo edificado; y este trabajo debe proseguir hasta que todos lleguen a la unidad de la fe, a un conocimiento del Hijo de Dios, a un perfeccionamiento en sus vidas medido por la estatura de Cristo. El ministerio de la reconciliación ha sido encomendado a embajadores de Dios a fin de que ellos, en el nombre de Cristo, amonesten a todos los hombres a que se reconcilien con Dios.
Por más que queramos, no podemos concebir ninguna transformación tan grande o tan gloriosa como la que está destinada a efectuar el ministerio cristiano. Por su intermedio debe operarse una mutación profunda y radical en las relaciones entre los hombres y Dios. Por otro lado, para poder tomar parte en este apostolado debe realizarse, primeramente un cambio total en el carácter y la vida del individuo.
Un instrumento sencillo
Para llevar a cabo estas mutaciones estupendas mediante el ministerio cristiano, Dios les ha concedido a sus embajadores un instrumento, y quiere que lo usen siempre y que jamás lo sustituyan por otro no importa cuán seductor o aparentemente efectivo sea. Esa herramienta, sin embargo, que es la más importante para la realización de los grandes propósitos del ministerio, es tan sencilla y en apariencia tan insignificante, que existe una gran tentación de recurrir a otros medios, desechando así los métodos divinos para hacer su obra y utilizando recursos y procedimientos ideados por el hombre.
Dicho instrumento irremplazable suministrado por el Señor mismo para el logro de los grandes objetivos del ministerio, es precisamente el Evangelio, la Biblia. El ministro debe relacionarse con los hombres, almas que están perdidas, que necesitan la salvación, mediante la verdad; y la Palabra de Dios es la fuente de toda verdad.
Lo que el Maestro ha confiado a sus embajadores es “la palabra de la reconciliación.” (2 Cor. 5:19.) Como un labriego, el ministro “siembra la palabra y (Mar. 4:14.) Como predicador, predica “la palabra.” (2 Tim. 2:4.) La Palabra que él predica es la “palabra de… salvación.” (Hech. 13:26, V. M.) Esta Palabra es la precursora de la fe, junto con todas las demás gracias salvadoras. “La fe es por el oír; y el oír por la palabra de Dios.” (Rom. 10:17.)
De modo que el ministro cristiano no sólo es un hombre de Dios, sino que es un hombre enviado por Dios para hablar lo que Dios le ha encomendado que hable, para proclamar el mensaje de Dios, un mensaje depositado en un Libro, y ese Libro es la Palabra de Dios.
Concluimos entonces que el gran instrumento de la obra del ministro es la Palabra de Dios. Pensemos un momento en eso. ¡Una “palabra”! ¡Sólo una “palabra”! ¡Cuán insignificante parece! Y sin embargo ¡cuán poderosa! Las palabras siempre han tenido una enorme influencia y gravitación en la historia. “Donde está la palabra del rey. está el poder.”
Y la Palabra de Dios es el poder más grande del universo. Por su intermedio todo lo creado llegó a la existencia. A lo largo de toda la Biblia la Palabra de Dios se destaca como la fuerza más poderosa del mundo. En todos los tiempos, su Palabra, expresada mediante sus siervos, ha sido el único poder supremo que ha gravitado sobre los hombres. “La palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que toda espada de dos filos: y que alcanza hasta partir el alma, y aun el espíritu, y las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.” (Heb. 4:12.)
El instrumento supremo
Todo lo que el ministro debe hacer entre los hombres se concentra en la predicación de la Palabra. Esa es su principal tarea. Para eso ha sido llamado, escogido, enviado, preparado y equipado. Siempre debería considerar que ésa es la más importante y valiosa de todas las actividades y los esfuerzos humanos. Durante toda su vida debe pugnar por ser un predicador de la Palabra más eficiente, más convincente y más persuasivo.
No importa qué otros agentes pueda utilizar la iglesia para realizar los grandes designios de Dios, no interesan las instituciones y organizaciones, las campañas, los proyectos, los fondos y los blancos que puedan colaborar con la iglesia en su gran misión, siempre será cierto que la predicación es el supremo instrumento para la regeneración de los hombres.
El fundador de la iglesia escogió hombres, los educó y los envió al mundo para que fuesen predicadores. Todo lo que les dijo en cuanto a su trabajo giraba en torno a la predicación de la Palabra. Ninguna obra en el mundo, ni siquiera por sólo un instante, puede compararse en importancia, en hermosura, en resultados y en satisfacciones íntimas con la de predicar el Evangelio en el nombre de Cristo, hablando la verdad de Cristo, vestidos con el espíritu de Cristo y enseñando y persuadiendo a los hombres a que se reconcilien con Dios.
Existe en la actualidad un positivo peligro en la tendencia a descuidar la predicación. Muchos factores se confabulan para empequeñecerla. Una cantidad de campañas, actividades y proyectos exigen tiempo, energías, planes y fuerzas. Es más fácil planear una tertulia que preparar un sermón. Es más sencillo administrar una organización o idear un programa que preparar una conferencia. Es más fácil tratar con la compleja maquinaria humana que proclamar un mensaje divino.
Extiendo hoy un llamamiento a nuestros ministros, ya se encuentren en el campo de labor o en los departamentos, en cargos administrativos o en instituciones educacionales y médicas, a nuestros estudiantes de teología y a les aspirantes al ministerio, para que le confieran especial atención a la predicación. Ese debe ser el factor y el aspecto más destacado de nuestra obra.
Desafortunadamente, entre los ministros hay quienes consideran difícil creer que esos resultados extraordinarios puedan obtenerse por el sencillo instrumento con el cual el soldado de Cristo ha sido enviado para hacer frente al Goliat que desafía a los ejércitos del Dios viviente. A través de toda la historia lo sabio del mundo se ha seriado inclinado a menospreciar la honda y las piedrecillas, dispuesto a reemplazar la sencilla vestimenta del pastor por la armadura aparatosa, atrayente y aparentemente más efectiva.
La palabra desplazada
Ya en los albores de la historia de la iglesia la Palabra perdió su sitial de preeminencia y la predicación fue sustituida por una multitud de ritos y ceremonias, vestimentas y mitras, liturgias y formas, procesiones y fiestas, todo ello destinado a cautivar los sentidos, impresionar la mente, influir sobre las emociones y hacer del sacerdote y la iglesia el centro de la religión. La Palabra se hundió en la insignificancia en comparación de esos recursos ideados para producir y ahondar impresiones espirituales de carácter externo. El ministro había llegado a ser más que un siervo, más que un heraldo, más que un predicador; se había transformado en un sacerdote, un miembro de una casta sagrada que, entre otras facultades místicas, poseía el poder de perdonar los pecados y dispensar la gracia, y contaba aun con un poder más terrible: el de hacer que un bocado de pan se transubstanciase en el cuerpo del Salvador de los hombres, y ofrecerlo junto con su sangre como un sacrificio en favor de los vivos y los muertos.
Los servicios religiosos se convirtieron en magníficos espectáculos y ritos, destinados a impresionar los sentidos y a deleitar y sobrecoger el alma. La tarea principal del ministro, en vez de la predicación de la Palabra, llegó a ser el cumplimiento de esos ritos. Cuanto más completo era su ritual y más solemne e impresionante sus ceremonias, mayor era el éxito.
La Reforma protestante descartó gran parte de esas formas espurias y falsas de religión y procuró que la Palabra fuera nuevamente el centro de los servicios de la iglesia. Sólo tuvo un éxito parcial en esta empresa. Muchas de esas formas que no solamente son innecesarias, sino positivamente perniciosas, sustituyen en nuestras iglesias a la sencilla Palabra del Evangelio.
Cuando llegó el tiempo para que se proclamase en todo el mundo el mensaje final del Evangelio, basado únicamente sobre la Palabra del Dios viviente, también llegó el momento de abandonar por completo todo aquello que sustituyera a la sencilla arma que Dios ha dado a sus siervos, y de restaurar la Palabra del Dios viviente, que es dadora de vida, tomándola como punto central de toda predicación.
En la actualidad el ministro cristiano no es un ministro de ritos y ceremonias, de luces y letanías, de procesiones y festivales, de representaciones y parodias, un ministro de ficciones y de exhibiciones espectaculares y teatrales; ni siquiera es un ministro que meramente expone figuras y diagramas, o proyecta vistas luminosas. Tal como fue en los comienzos de la iglesia primitiva, también ahora es decidida y exclusivamente, o debería ser al menos, un ministro “de la palabra.” (Luc. 1:2.) “No me envió Cristo a bautizar—dijo Pablo,-—sino a predicar el Evangelio.” (1 Cor. 1:17.) El bautismo estaba subordinado a la predicación, no ésta a aquél.
En otra ocasión hemos planeado el problema de la ordenación de un hombre que no se siente llamado por Dios para predicar la Palabra del Señor. Ahora debemos considerar otro asunto: en nuestra presentación pública del mensaje corremos hoy el peligro de desplazar la Palabra de Dios del lugar que le corresponde en la predicación, o en la plataforma evangélica, en la radio o en la televisión, y sustituirla de diversas maneras, incluso con representación de escenas irreales: pequeños dramas o diálogos que son pura ficción. Pensamos que, a los efectos de grabar o puntualizar una lección, estos recursos son mucho más atractivos y efectivos que la simple exposición de las Sagradas Escrituras. ¿Y acaso la exhibición de láminas y la proyección de vistas que no tienen mayor relación con el tema que se está tratando y que diluyen la atención y el interés apartándolos de la verdad bíblica no buscan amenizar y modernizar la predicación de la Palabra?
Ya que los ministros de Dios poseen sólo un instrumento con el cual realizar la obra que el Señor les ha encomendado, ¡cuán importante es que lleguen a ser verdaderos maestros en el uso de ese único e insustituible recurso! Si “la palabra”—la verdad de Dios expresada en forma orales sin lugar a dudas el arma principal de nuestro ministerio, resulta clarísima la importancia abrumadora de que cada hombre que la emplee sea habilísimo en su manejo.
Sobre el autor: Pastor Jubilado.