¿Habéis edificado vuestra vida en lo que lo creéis, o en quien creéis? ¿Sabéis dónde estáis actualmente? Cierta conocida bailarina que visitaba los Estados Unidos especificó en su contrato que en todos los hoteles donde se hospedara debían mantener una temperatura uniforme de 22 grados, en sus habitaciones. Cierto hotel se preocupó de satisfacer este pedido de una manera muy curiosa. El encargado quitó el mercurio del termómetro y en su lugar pintó una línea roja que marcaba 22 grados. La bailarina quedó maravillada de la habilidad de ese hotel para mantener la temperatura exactamente en los 22 grados en sus aposentos. Pero de cuando en cuando se preguntaba por qué sería que los 22 grados de ese hotel a veces parecían ser un poquito más calientes o más fríos que en otros lugares donde había estado. Sin embargo estaba conforme, porque la marca termométrica no variaba. Algunas veces me pregunto si en nuestras vidas cristianas no hemos pintado un número en nuestros termómetros, y nunca nos preocupamos de comprobar el calor real que suponemos estar generando.
Una razón básica para creer que la verdadera religión supone una relación personal, es que tanto la justicia como el pecado no pueden existir separados de las personas. Una estrella no puede causar daño; tampoco pueden ocasionarlo una rana, una piedra, un día o una noche. Ninguna de estas cosas es capaz de hacer bien o mal—tiene que ser una persona quien hace lo bueno y lo malo. El laboratorio del universo no posee ningún método que permita destilar la esencia del pecado o de la justicia, y exponerla separadamente de la persona. Muchas veces hablamos en términos abstractos; por ejemplo, decimos que la ley es justa. En realidad lo que deseamos decir es que La ley puesto que es el trasunto del carácter de su Hacedor, refleja su justicia. La ley de Dios es justa porque constituye la “expresión” de su naturaleza.
De acuerdo con lo dicho, el pecado sería la ruptura de una comunión personal antes que el quebranto de una ley o la corrupción de una doctrina. Dicho de otro modo, el mal esencial del pecado yace en el hecho de que establece una separación entre mi amante Hacedor y yo —entre mi amante Salvador y mi persona. El pecado no es sólo la transgresión de la ley; es esencialmente pecado a causa de que esa transgresión fija una norma de conducta contraria a la que se esperaría de quien pretende ser un hijo de Dios. Cuando peco, hiero a Dios y me hago daño a mí mismo: de ese modo establezco una separación.
El inconveniente del pecado es que nos separa de Dios. El gran pecado que se cometió en el Huerto quizá se manifieste mejor por la acción de Adán al ocultarse entre los árboles, que por el hecho de haber comido algunas frutas. La separación causada por la desconfianza, la sospecha y el temor se produjo de inmediato. Aquí el hombre erró malamente el blanco. Esto constituye la mayor agonía para Dios. ¿Experimenta Dios el dolor del pecado porque alguien haya transgredido una ley? ¿O el origen del dolor yace en la separación? En realidad, ¿no sucede lo mismo con la ruptura matrimonial? No es que las partes hayan quebrantado sus esponsales. Más bien, dos seres que habían prometido vivir juntos durante toda la vida, rompen la íntima comunión y cesan de ser el uno para el otro como lo indicaban los votos matrimoniales. En resumen, diré que el mal del pecado está en que traiciona a Dios y separa al hombre de Uno que lo ama entrañablemente y que tiene derecho a esperar un trato infinitamente mejor.
La salvación requiere una relación personal
Esto conduce a la conclusión de que la salvación depende de una relación personal y de nada más. Creemos en Jesús. Nos relacionamos con él en nuestra experiencia religiosa. Lo amamos a él. Somos atraídos por él. Dicho de otra manera, cada fase de la experiencia cristiana—la justificación, la santificación y la regeneración—está ligada con la relación hacia una Persona. La salvación significa conocer a Dios de tal manera que nos sintamos atraídos por su amor y busquemos profundizar esa intimidad a medida que transcurren los años. Para mí ésta es la mejor descripción de la santificación. Debido a que lo amamos tanto, queremos ser como él es; y porque deseamos ser como él es, llegamos a ser semejantes a él.
En este sentido, el amor es la fuerza motriz que impulsa a todo el universo; y así la salvación orienta su energía y su significado del amor del ser humano hacia Dios a la persona de Jesucristo, lo que lleva a aceptarlo como Salvador. La vida no se halla en un sistema doctrinal o en un código moral, sino en la íntima relación con una Persona. Meditemos alguna vez acerca de cuánto calor podemos desarrollar por las doctrinas del diezmo o del estado de los muertos. El ardor y la emoción no son motivados por la doctrina, sino por nuestra comunión con el Salvador; y estas doctrinas despiertan el entusiasmo y adquieren su significado a través de esa relación personal. Un hombre puede leer durante años acerca del matrimonio; pero esto, ¿logrará infundirle la ternura que se origina en la experiencia matrimonial? Pero cuando se une a la señorita que ha elegido para vivir con ella por el resto de su vida, la doctrina del matrimonio adquiere para él un profundo significado.
La ley de Dios puede ser el objeto del amor humano, puesto que la Persona a que representa es merecedora de dicho amor. La doctrina tiene algo digno de creerse, y por lo cual se está dispuesto a morir, porque representa la “expresión verbal” del pensamiento de la Persona que amamos y respetamos. Revelaremos falta de madurez si amamos las cosas, aunque sean de gran valor. Alguien dijo que el hombre inmaduro es aquel que ama las cosas y que usa a las personas; en cambio el hombre maduro ama a las personas y usa las cosas. Esto es tan cierto en la religión como en las demás experiencias de la vida.
Como segunda razón, quisiera hacer notar que la intervención de este elemento personal en la religión se destaca mejor mediante algunos ejemplos tomados de las relaciones humanas. Y con esto Dios se ha propuesto una difícil tarea: la de explicarnos en términos humanos lo que significa para él amarnos y lo que significa para nosotros amarlo; con este propósito tiene que recurrir a la clase de relaciones que nosotros conocemos. Aun así, tiene que tratar con nosotros en términos de esas relaciones que han sido muy menoscabadas por el influjo de miles de años de pecado. El nos dice, por ejemplo, que nos ama como un padre; y al mismo tiempo reconoce que muchos seres humanos no tienen los mejores padres. El me dice: “Te amo como un esposo ama a su esposa;” y con esto considera la posibilidad de que yo conozca algunos esposos que no aman a sus esposas como debieran. En cierto sentido, Dios quiere que mire “por espejo, en oscuridad.” El espera que nos sea posible imaginar el ideal aun cuando no lo hayamos visto.
Consideremos algunos de los vínculos humamos que emplea como ejemplos de lo que debiera ser nuestra relación hacia él. Recurre a la relación padre-hijo: “Habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos por Jesucristo a sí mismo.” (Efe. 1:5.) “Dios envió su Hijo… a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.” (Gál. 4:4, 5.) “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios.” (1 Juan 1:3.) “Cuando Israel era muchacho, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo.” (Ose. 11:1.) En esto descubrimos la significación interior de la religión. Lo amo porque él es mi Padre; le obedezco y lo admiro como a mi Padre. Puedo servirle con placer a causa del íntimo lazo que nos une. ¿Por qué él es mi Padre? Porque me ama lo suficiente como para llamarme hijo suyo. El es mi Padre por elección propia. El me ordena con amor, y yo obedezco con amor. Esta relación constituye mi vida religiosa. Esto encierra un compromiso mutuo. El se llama Padre a sí mismo, sin limitación; y yo me llamo hijo a mí mismo, con certidumbre.
Otra relación humana que utiliza Dios para ilustrar la religión verdadera es la de esposo- esposa. “Y te desposaré conmigo para siempre.” (Ose. 2: 14.) “Yo soy vuestro esposo.” (Jer. 3:14.) “Tu marido es tu Hacedor.” (Isa. 54:5.) “Os he desposado a un marido.” (2 Cor. 11:2.)
Estos ejemplos de las relaciones de Dios hacia nosotros poseen fuerza y significado porque son personales. Sin embargo, muchas veces a causa de nuestro interés legítimo en la doctrina, hemos despojado a la experiencia de la salvación del carácter personal de la comunión que los salvados sostienen con su Salvador, que un hijo de Dios tiene con su Padre, y que la iglesia, como desposada, disfruta con su Esposo. Son muchos los que prefieren morir antes de quebrantar su fidelidad. Yo vivo y trabajo con gusto por el matrimonio cuando lo considero a través de mi relación con mi esposa; pero no tengo ningún interés en pasar el resto de mi vida viviendo por el matrimonio en un sentido abstracto o impersonal. Hacer del compañerismo con los hijos una realidad efectiva y vital causa más satisfacción que el intento de hallar placer encerrándose en una torre de marfil al discutir el concepto de la paternidad, y pasar años y más años especulando acerca de la belleza y el significado de esta relación.
Sin embargo, pareciera que muchos de nuestros miembros se han detenido en este punto. Evidentemente la iglesia ha llegado a ser para ellos un sistema que encierra la doctrina correcta, “la verdad.” Consideran a la iglesia como una sociedad de personas que se abstienen de cosas perjudiciales, tales como el licor y el tabaco. Esas normas son excelentes; pero es fatal tomar equivocadamente lo exterior por la vida interior. Hasta que no aprendamos a amar la doctrina y a abstenernos de las cosas dañinas, como fruto de nuestro amor al Señor, es probable que nos sintamos desdichados en lugar de experimentar felicidad.
La frustración en las relaciones humanas es muy semejante a la frustración que ocurre en el campo de la religión. Si un niño que obedece a su padre sólo porque le teme traslada posteriormente ese sentido de la obediencia a lo religioso, su religión será enfermiza. Por otra parte, si un hijo procura engañar a su padre para obtener de él la mayor cantidad posible de cosas, en su vida religiosa considerará al Salvador como a un Santa Claus glorificado o un abuelo indulgente. Estos conceptos no revelan una religión saludable. Si una persona va al matrimonio sin justipreciar sus verdaderos sentimientos, no será feliz. Si un hombre no está seguro de los motivos que lo impulsaron al matrimonio, difícilmente será feliz. Si ignoramos por qué nos llamamos cristianos, no seremos felices. Casarse sin saber las responsabilidades que trae aparejadas esa relación, es exponerse con muchas probabilidades a llevar una vida de infelicidad. Esto mismo es valedero para la religión. Cuando dos esposos se divorcian, con frecuencia el padre no sabe qué conducta debe observar con los hijos. ¿Qué hará en sus visitas a los hijos? ¿Con cuánta frecuencia los visitará? Y cuando vuelva a casarse, ¿qué harán ellos? En tales circunstancias la paternidad se convierte parcialmente en una carga. De igual modo, cuando la religión cesa de ser una relación de amor con una Persona, el esqueleto comienza a mostrarse a través de la carne, y aquello que en un comienzo resultaba atrayente para la vista, se convierte en algo deprimente y a menudo repulsivo.
Ventajas espirituales de la relación personal
Un tercer punto a considerar es éste: una relación personal vitaliza la religión. El hecho de amar a Jesús como un Salvador personal me ayuda a vivir una verdadera vida religiosa. Una de las ventajas que me proporciona es que me permite perder de vista la ley como un fin en sí misma. Ninguna esposa feliz tiene la necesidad de colgar en una pared de la cocina una lista de las cosas que debe hacer para ser buena esposa. Tampoco un esposo que es feliz en su vida matrimonial necesita hacer algo parecido. Ambos efectuaron una promesa general frente a un grupo de personas, y se dedican a vivir de una manera tal, que puedan cumplirla. Nunca he presenciado una ceremonia nupcial en la que las partes tuvieran que firmar una lista de cosas que debían hacer y otra de las que no debían hacer.
Otro beneficio deriva de esta relación personal: nos ayuda a vivir a la altura de nuestras capacidades más elevadas. Cuando amamos a Jesús y comprendemos cuánto se preocupa por nosotros, nos esforzamos por ser los mejores hombres y las mejores mujeres por amor a él. Cuando Jesús contempló a la mujer adúltera, vio en ella a una mujer afectuosa, amante y bondadosa; y ella inició una nueva vida en ese sentido. Cuando contempló a un cobarde como Pedro, lo vió como un valiente dispuesto a morir por él; y Pedro llegó a ser esa clase de hombre. Cuando contempló a Zaqueo, el insensible desechado de Jericó, vió en él a un generoso miembro de la iglesia; y Zaqueo llegó a ser esa clase de hombre. Aunque Santiago y Juan a menudo perdían la paciencia, él vió en ellos a hombres pacientes capaces de conducir a las personas a un amor cristiano maduro; y llegaron a ser esa clase de hombres. Nos superamos cuando alguien se preocupa por nosotros y nos inspira a luchar para llegar a ocupar el lugar donde podríamos estar.
Una ventaja adicional que proporciona la relación personal en lo religioso, consiste en que evita que nos vayamos al extremo del legalismo y del farisaísmo, y de la falsa ortodoxia. Quienes consideran que la religión se funda en el amor, no sucumben debido al endurecimiento de las arterias espirituales. Sólo cuando el amor disminuye, las reglas y preceptos comienzan a amontonarse. Cuando amamos a una persona no necesitamos servirle acicateados por reglamentos. Esto mismo es valedero cuando lo referimos a nuestra comunión con el Señor. Por cierto que necesitamos los reglamentos y las leyes para darle una expresión definida a los principios; pero el amor al obrar a través de una clara conciencia y de una mente equilibrada nos conduce intuitivamente a hacer lo que es justo. La persona que ama no observa las reglas porque sean obligatorias en el sentido legal. Su respeto por la ley es una consecuencia natural de su profunda y ardiente entrega al Salvador como una Persona.
Finalmente, en una religión de relación personal vemos el significado real de las grandes doctrinas. El sábado se convierte en un día de comunión más íntima con el Salvador, a quien amamos y servimos todos los días. Esas horas especiales que pasamos con él arrojan un resplandor sobre los demás días. Consideramos el diezmo como un privilegio de compartir nuestros bienes con Uno a quien amamos. El acto de entregar los diezmos y las ofrendas al Señor se convierte en un asunto ‘‘familiar;” ya no es la respuesta obligatoria a un mandato. Nos gozamos con la oportunidad que se nos presenta de compartir.
El espíritu de profecía llega a ser una expresión del amor y la sabiduría mediante los cuales Dios nos guía y nos ayuda. Las normas de la vida cristiana se consideran como medios para alcanzar una madurez plena y feliz en la vida cristiana. La segunda venida se convierte en una ocasión cuando veremos al Salvador en persona, con el gozoso conocimiento de que en adelante jamás nos separaremos de su lado.
De manera que la religión consiste en una relación personal, cuyos mejores símbolos, aun en un mundo pecaminoso, son los que encierran la relación de padre-hijo y esposo-esposa. Vistos en este marco, los conceptos como la justificación, la santificación, el arrepentimiento, la conversión, el perdón y el pecado revelan su verdadero significado. Vivimos y estamos dispuestos a morir por la Persona, nuestro Salvador. La ley es su ley. La verdad es su verdad. La doctrina es su doctrina. En él yace la razón de nuestra existencia, la esperanza de nuestra inmortalidad. Mediante esta relación alcanzamos la perfección, pues el Padre perfecto tiene hijos perfectos; el Esposo perfecto tiene una esposa perfecta.
Sobre el autor: Profesor de Atención Pastoral del Seminario Teológico Adventista.