En realidad este artículo es una carta, y creemos que proporcionará gozo a los corazones de muchos de nuestros lectores. Su autor nunca pensó que se publicaría, porque al escribirla, no hacía más que abrir su corazón a uno de los dirigentes de nuestra obra. Procede de las convicciones más profundas de alguien que actualmente está realizando una obra excelente como ganador de almas y director de un equipo de evangelismo. Hemos eliminado todos los nombres y los lugares, pero el significado que encierra, es de gran importancia para todos.—N. de la R.

En nuestro pueblo hay muchos que no perciben diferencia entre la justificación por la fe y la justificación por las obras. Creo que Dios requiere una reforma en nuestra predicación, si hemos de participar en la proclamación del mensaje “en alta voz,” la que, en mi opinión, ahora está empezando a efectuarse. Es mucho lo que tengo que decir, pero procuraré abreviarlo.

Aunque fui educado en un hogar donde se practicaba el cristianismo solamente de labios, mamá dice que hice mi primera predicación con un diccionario y un cajón vacío. (En casa no teníamos Biblia.) Anduve descarriado en mi juventud, y cuando el Señor me llamó, estaba casado con una hija de padres adventistas. Amigos bien intencionados de la iglesia procuraban señalarme los requisitos físicos y mentales necesarios para libertarme de los vicios; pero no tuvieron éxito.

Mi conversión se produjo en un bosque; caía una llovizna cuando sentí mi espíritu quebrantado y me percaté de que estaba perdido y desamparado. En ese momento Jesús vino a mi corazón. Comprendí la diferencia que hay entre el asentimiento intelectual hacia las doctrinas convenientemente presentadas, y un corazón quebrantado en la Roca de la eternidad.

Cuando ingresé en el ministerio, después de terminar los estudios, descubrí que no estaba capacitado para presentar a Cristo. Con el transcurso de los años se afianzó en mí la convicción de que nunca había aprendido a predicar a Cristo. Hice un esfuerzo para mencionar con más sinceridad el nombre de Cristo en mis sermones, pero no era eso lo que me faltaba. Me sentí tan deprimido, que acudí al Señor y le manifesté que si no desaparecía esa carga y recibía la seguridad de que estaba ensalzando a Cristo en cada sermón, tendría que dejar el ministerio.

El sábado siguiente recibí una conmovedora respuesta a las oraciones que había hecho con lágrimas; y procedió de los labios de un soldado al finalizar la reunión. Dijo: “He estado en contacto con mi Jesús.” Quienes lo conocieron y se enteraron de su servicio desinteresado durante la guerra en ——, sostienen que verdaderamente había estado en contacto con Jesús. Desde entonces en adelante me propuse, tal como lo había hecho Pablo en la antigüedad, no conocer nada de aquellos por quienes trabajaba, sino a Jesús, y a él crucificado, resucitado y próximo a venir.

No es mi intención criticar a nadie cuando digo que he oído muchos sermones predicados por nuestros hermanos, donde ni siquiera se ha nombrado al Salvador. En algunos casos la hora del culto divino se ha utilizado para promover las ventas, para presentar un concierto o para impulsar las campañas. Todas estas cosas son importantes, pero no pertenecen a la hora del culto. En mi experiencia he descubierto que cuando las personas están imbuidas del amor de Cristo, no existen los problemas relacionados con la promoción de las actividades de la iglesia ni de carácter doctrinal. El corazón irregenerado es el que es voluntarioso y egoísta.

A veces se culpa a los evangelistas por la pérdida de los conversos, pero yo creo que esas pérdidas se reducirían a un mínimo si nosotros como ministros, tanto pastores como evangelistas, abandonamos las estériles colinas de Gilboa y, respirando la fragancia de los lirios del valle, recorremos los pasos de Cristo desde el Getsemaní hasta el Calvario.

Durante los años que pasé en el Oriente visité los templos paganos para ver a los hombres adorar a los dioses de madera y de piedra. He ido con las multitudes a las iglesias católicas, he caminado junto a los que de rodillas se dirigían hacia el féretro que contenía la ensangrentada imagen del crucificado, que extendía su mano hacia ellos. Mi corazón se conmovía cuando cientos de personas llorosas se arrodillaban para besar esa mano horadada por los clavos. Anhelaba gritarles: ‘‘¡No está aquí, porque ha resucitado!”

Muchas veces me he preguntadlo, y todavía lo hago, si he presentado con éxito la justicia de Cristo. Después de que recibí su carta, conversé con el Hno. X, quien era pastor de la Iglesia de ——, donde yo celebraba una serie de conferencias. Con lágrimas en los ojos me dijo que lo que lo había impresionado más durante las reuniones había sido la manera en que se había exaltado a Jesús, no importa cuál fuera el tema que se presentaba. Mis lágrimas de gozo se mezclaron con las suyas, porque era una evidencia más de que el Señor estaba dirigiendo.

Hemos oído mucho acerca de la necesidad de hacer de Cristo el centro de todo sermón; pero, para mí, eso no constituye la respuesta. No necesitamos tanto a Cristo en el centro de cada doctrina, sino a toda la doctrina centrada en Cristo. Es posible que algunos no capten la diferencia fácilmente.

En la primera parte de los ciclos de conferencias que dictamos, nos esforzamos por asegurar decisiones para Cristo en forma totalmente independiente de las doctrinas, aunque, por supuesto, éstas van implícitas. Cuando presentarnos el sábado, el estado de los muertos y otras doctrinas que disienten de las creencias de la mayoría, lo hacemos de tal manera que no se produzca una controversia. Estos deberes son pesos adicionales, aunque algunas veces nuevos, en el esfuerzo por seguir a Cristo. Las verdades características de nuestro mensaje que podrían ofender a quienes asisten por primera vez la noche en que se presentan, se discuten en la clase bautismal en vez de hacerlo en las reuniones generales. Cuando las personas están verdaderamente convertidas, no tenemos dificultades con la reforma pro salud, las normas del vestir, la conducta, etc.

Ciertamente el Señor lo ha impresionado para que presente estas cosas a la atención de nuestros hermanos en el ministerio. Los engaños maestros de los últimos días se yerguen ante nosotros; y muchos, contrariamente a los consejos de la sierva del Señor, están aplicando los métodos de otras iglesias inconscientemente. Algunos ponen el énfasis en la psicología y en la cámara de consejo. Con alguna reserva, porque también tienen su lugar, el Maestro le diría al que busca consejo: “¡No sigas adelante!”

No hace mucho fui a visitar a un matrimonio interesado en nuestro mensaje. Como habían estado asistiendo a los cultos, le pedí al pastor que me acompañara en la visita. La esposa me contó que había estado enferma de cuidado durante años. Los doctores no habían logrado curarla. Se sintió impresionada con la idea de que si rendía su corazón a Cristo todos los males desaparecerían. De modo que fue a ver al pastor y le expuso su preocupación. Luego, señalando al pastor, continuó: “¡Acudí a él en busca de ayuda y él quiso mandarme a consultar a un psiquiatra! Pero yo le dije que no necesitaba un especialista; ¡necesitaba a Cristo!”

Gracias a Dios que lo encontró, y fué completamente curada. Su esposo quedó maravillado y también lo aceptó; ambos se bautizaron en la misma oportunidad y se unieron con la iglesia. Pero este hecho infortunado constituye una acusación perturbadora para el ministerio adventista. Sentí pena por el pastor; pero ese incidente puso de manifiesto con toda claridad la necesidad de una reforma en nuestra predicación. La misma en que Ud. ha venido insistiendo. Quiera el Padre que mora en la luz despertarnos para que hagamos sonar la trompeta con toda decisión, y que guiemos a su pueblo a la victoria.

Me lleno de congoja cuando contemplo el tiempo avanzado en que vivimos, el hambre del pueblo de Dios por el pan vivo y la apatía que caracteriza a muchos en el ministerio sagrado. Hemos hecho hincapié en la organización, en las exigencias de la ley y en la reforma pro salud; pero ese empeño ha producido únicamente críticas, lucha por la supremacía, celo profesional y un adormecimiento característico de la Iglesia de Laodicea, que produce únicamente la muerte eterna. Confío en que Vd. unirá sus oraciones a las mías, pidiendo por mí y por nuestros hermanos, para que todos trabajemos desinteresadamente en favor de los perdidos, teniendo todas las cosas por pérdida, para que podamos ganar a Cristo. Teniéndolo a él siempre delante de nosotros, podremos discernir la escoria que aparece como una ganancia: amor por la figuración, intolerancia denominacional, títulos profesionales, superioridad teológica y complacencia propia.

Quiera Dios bendecirlo en su obra de utilizar su talento para exponer ante nuestros hermanos estos importantes temas. No le he presentado nada de nuevo, sino algo de lo que siente un corazón rebosante. Recientemente un testigo de Jehová me increpó en el transcurso de una reunión, preguntándome por qué ponía tanto énfasis en la predicación del segundo advenimiento de Jesús. Le repliqué: “¡Porque Jesús volverá otra vez!” Pese a que el tiempo toca a su final, hay poquísimos que lo creen de alma y corazón. El Señor nos está impresionando con la necesidad de poner mayor énfasis en la gran verdad de la justificación por la fe, la que “es en realidad el mensaje del tercer ángel.”