A menudo se dedica una gran cantidad de tiempo y energía para tratar de descubrir quién fue Melquisedec. Pero el punto más importante de este asunto no es saber quién, sino qué fue o es. ¿No ocurrirá, acaso, en este problema, que por mirar el árbol no vemos el bosque? Todo lo que sabemos de Melquisedec, desde el punto de vista histórico, está contenido en Génesis 14:18-20 y en el Salmo 110:4. Además tenemos el testimonio de Josefo, cuya historia se funda en una antigua tradición judía, según la cual Melquisedec sería descendiente de uno de los hijos de Noé y un poderoso caudillo o jefe de una tribu de los cananeos. (Flavio Josefo. “Antigüedades Judaicas,” cap. 10.) El Tárgum judío afirma que él era Sem. Se han aventurado diversas opiniones, pero evidentemente el Espíritu Santo no juzgó necesario decirnos quién era, sino que lo menciona con el propósito de que aprendamos qué representa y de qué modo eso nos afecta. Se nos dice muy claramente que él es un símbolo de Cristo, y en este sentido orientaremos nuestro estudio. Al hacerlo no debemos olvidar que Jesús es nuestro hermano, que es uno con nosotros. “Al tomar nuestra naturaleza, el Salvador se vinculó con la humanidad por un vínculo que nunca se ha de romper.” (“El Deseado de Todas las Gentes,” pág. 20.) Por lo tanto, lo que con él se relaciona, está también relacionado con nosotros y se nos aplica, puesto que se nos designa sacerdotes según el orden de Cristo. (Véase 1 Ped. 2:5-9.)
Si se observa con cuidado el contexto en el libro de Hebreos, se podrá notar que el sacerdocio de Melquisedec, a cuyo orden pertenece Cristo, está contrastado con el sacerdocio de Leví. Y lo que debemos observar es el significado de esta contraposición. El contraste entre los dos sistemas de sacerdocio ha sido puesto también como contraste de caracteres. Notemos primeramente estos dos puntos en el sacerdocio levítico.
Teniendo en cuenta la condición del pueblo y la forma teocrática de gobierno, Dios eligió a la familia de Aarón, de la tribu de Leví, a fin de iniciar la sucesión de sacerdotes. Para llegar a ser un sacerdote según ese orden se debía probar por la genealogía que se era descendiente directo de Aarón, y por lo tanto apto para el sacerdocio. (La palabra hebrea que designa al sacerdote es kohen o kahn, y es probable que muchos hebreos hayan adoptado este término como nombre, para conservar una prueba de su ascendencia levítica, cosa que perdura hasta nuestros días.) Por lo tanto los descendientes de Aarón llevaron un registro tan exacto de su linaje que les fué posible trazar desde sus mismos comienzos una línea ininterrumpida de familias dedicadas al sacerdocio. (Ver “The Works of Josephus,” ed. S. S. Scranton Co. 1911, pág. 7.) Allí notamos que su profesión dependía de ese registro. Pero en tiempos de Jesús el sacerdocio dependía además de la riqueza de sus poseedores, pues en aquel entonces el oficio era vendido al mejor postor entre los descendientes, y de ese modo el sacerdote era cambiado frecuentemente. Además, la ley establecía que los levitas sirvieran entre los treinta y los cincuenta años (Núm. 4: 3, 23, 30, 35, 39, 43, 47.) Así se establecía un comienzo y un fin definido de sus servicios, con un máximo de veinte años.
El sacerdocio, pues, había sido tan profundamente corrompido, que un sacerdote bondadoso y compasivo era una novedad para los judíos. La arrogancia, la soberbia y otras actitudes despóticas eran rasgos comunes de los sacerdotes. Pero Jesús, a pesar de provenir de la tribu del león, tenía un carácter tan manso como el del cordero. Juan dijo: “He aquí el Cordero de Dios.” Por eso, para los dirigentes judíos era “piedra de tropiezo y roca de escándalo.”
El sacerdocio de Cristo
Cristo fué un sacerdote, no según el orden de Leví, sino según el orden de Melquisedec. El nombre corresponde a su carácter, y está compuesto por dos palabras hebreas: Melek (rey), y Seclek (justicia). Por lo tanto Jesús es Rey de Justicia, un sacerdote de ese orden. Los sacerdotes según el orden de Leví podían servir solamente si eran capaces de probar por medio del registro genealógico que descendían de la tribu de Leví, y en particular de la familia de Aarón. La versión siríaca Peshito, hablando de Melquisedec dice—afirmando el verdadero sentido de Hebreos 7:3—: “Cuyo padre y madre no están registrados en las genealogías.” Su sacerdocio no dependía de su registro genealógico, sino de su carácter. Era sacerdote por derecho propio y no era necesario conocer a qué linaje pertenecía. Había sido elegido por Dios y sin duda también por el pueblo. No importaba quiénes hubiesen sido sus antepasados, sino qué era él.
Ciertamente algunos versículos hablan con más fuerza que otros. Entre ellos está Hebreos 5:8, en el cual se describe el tremendo significado de la preparación que debió efectuar Cristo para llegar a ser sacerdote según el orden de Melquisedec. Si recordamos que también nosotros somos sacerdotes según ese orden quizás entonces tengamos conciencia de que igualmente se requiere de nosotros esa difícil preparación.
Habiéndonos dado una leve vislumbre de este misterioso aspecto de las relaciones entre el Padre y su Hijo y del sacerdocio de Cristo en los primeros versículos del capítulo 5 de Hebreos, el autor amplía el concepto en los versículos 11 y 12. Allí dice que hay muchas otras cosas difíciles de expresar que le gustaría decir, pero que no seríamos capaces de recibirlas y entenderlas. Probablemente son algunas de esas cosas que Pedro halla difíciles de entender (2 Ped. 3:16). Esta declaración es similar a la pronunciada por Cristo dirigiéndose a sus discípulos y que hallamos registrada en Juan 16:12 donde dice: “Aún tengo muchas cosas que deciros, mas ahora no las podéis llevar.” Esta es una de las expresiones más tristes de Jesús. ¡Lástima que a pesar de que Cristo estaba dispuesto a dar más información relativa a las grandes verdades de la salvación, ellos no estaban capacitados para comprenderla! Nosotros, en la actualidad, ¿estamos más capacitados y deseosos que ellos? Sin duda varios de esos misterios fueron revelados a Pablo, y él trató de transmitirnos algunos en la epístola a los hebreos.
Estudiemos cuidadosamente Hebreos 5:7-9 y los puntos señalados anteriormente. El versículo 7 se refiere definidamente a la experiencia del huerto de Getsemaní. Allí Jesús elevó sus súplicas y oraciones con lamentos desgarradores y lágrimas a Aquel que era capaz de librarlo de la muerte, pero que no lo hizo. Con los ojos y los oídos de la imaginación, podemos ver las lágrimas abundantes que ruedan por sus mejillas, y oír sus palabras que parten el corazón, mientras nuestro Salvador entraba en la suprema batalla consigo mismo. ¿Lo salvaría Dios de la muerte? ¿Se levantaría Jesús salvándose a sí mismo? ¿Cedería a la tentación de preservar su vida? Esa era la gran batalla. Esa fue la prueba que lo habilitó para ser un sacerdote según el orden de Melquisedec, de acuerdo con lo que nos refiere el versículo 2. El sufrió; él oró con un fervor y una angustia que nadie había conocido antes, ni el mismo Jacob junto al arroyo de Jaboc. Cargaba con el peso de la humanidad entera; por ti y por todo el mundo. ¿Qué ocurriría?
He aquí una lección para nosotros. Debemos sentir responsabilidad por un mundo que se pierde. Poniéndose a sí mismo en una situación en la que por sus propios dolores aprendió la sujeción de sus pasiones, y la obediencia. Jesús llegó mucho más lejos en el sacrificio que los sacerdotes de la antigua dispensación. “El Salvador no podía ver a través de los portales de la tumba.”—“El Deseado de Todas las Gentes” pág. 686.
“La humanidad del Hijo de Dios temblaba en esa hora penosa… Había llegado el momento pavoroso, el momento que había de decidir el destino del mundo. La suerte de la humanidad pendía de un hilo. Cristo podía aún ahora negarse a beber la copa destinada al hombre culpable. Todavía no era demasiado tarde. Podía enjugar el sangriento sudor de su frente y dejar que el hombre pereciese en su iniquidad… Las palabras caen temblorosamente de los pálidos labios de Jesús: ‘Padre mío, si no puede este vaso pasar de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.’ ”—Id., pág. 626.
“Habiendo sido oído a causa de su temor reverente.” (Versión Hispano-Americana.) En otras palabras, su oración fue oída en razón de su vida sin contaminación. Tres veces rogó que el vaso pasase sin beberlo, pero viendo lo que ocurriría con nosotros si no lo bebía, cedió en esa gran batalla y respondió: “Hágase tu voluntad.” Tal es la obediencia que aprendió. Su pedido no fue concedido, pero su oración fue escuchada. Ahora estaba fortalecido para sobrellevar la prueba; pero no lo hubiera estado si se lo hubiese librado de ella. Cuando hizo su decisión, los ángeles del cielo fueron enviados, no para quitar la copa de sus manos, sino para sostenerlo mientras la bebía. El aprendió la obediencia por las cosas que sufrió en ese huerto. Y ahora analicemos los resultados: fue hecho perfecto como hijo y trajo la salvación para todos los que le obedecen. (Vers. 9.) Se nos dice en otro lugar: “Ejemplo os he dado.” (Juan 13:15.) “Yo soy el camino, la verdad y la vida.” (Juan 14:6.)
Pero veamos qué es lo que podemos aprender de ello para nuestro provecho. La Escritura enseña: “Aprendió la obediencia.” No podemos decir que haya desobedecido anteriormente, pues si lo hubiera hecho no podría ser un ejemplo para nosotros. Entonces, ¿qué es lo que quiere significar el apóstol cuando dice “y aunque era Hijo… aprendió la obediencia”? Un hijo debe ser obediente y Jesús lo fue con su Padre. Pero en el versículo se nos dice que aunque era Hijo aprendió la obediencia “por lo que padeció.” Su obediencia anterior lo preparó para el sufrimiento por medio del cual experimentó una nueva forma de obediencia. Una obediencia que lo llevó “hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:8), que fue realmente la segunda muerte, el anonadamiento de sí mismo. Puesto que se constituía en nuestro Salvador, sintió “la angustia que el pecador sentirá cuando la misericordia no interceda más por la raza culpable.” (“El Deseado de todas las Gentes,” pág. 686.) Se trataba por una parte de asegurar la propia preservación, y por la otra de estar dispuesto a perderse para siempre, a hundirse en el olvido para que otros pudieran vivir. “El Salvador no podía ver a través de los portales de la tumba. La esperanza no le presentaba su salida del sepulcro como vencedor, ni le hablaba de la aceptación de su sacrificio por el Padre.” (Ibid.) El fue más allá del cumplimiento del deber, y al dar ese paso aprendió, por medio del sufrimiento, la más grande lección de obediencia. Fue la gran batalla, el último escalón de la entrega completa. Habiendo aprendido esto, fue aceptado por su Padre como hijo perfecto, y la prueba de la aceptación fue su resurrección. (Ver Juan 20:17.)
Ahora bien, ¿qué puede enseñarnos su experiencia? Mucho, especialmente porque debemos pensar que nosotros también somos hijos de Dios, y sacerdotes según el orden de Melquisedec, un sacerdocio real. En Hebreos 5:11 se nos dice: “Del cual tenemos mucho que decir, y dificultoso de declarar por cuanto sois flacos para oír.” La dificultad que sentía el autor del libro de Hebreos, radicaba en la condición espiritual de la gente a quien estaba escribiendo. Cierta versión rinde así este versículo: “Acerca del cual [Jesús, el sumo sacerdote según el orden de Melquisedec] hay mucho que podemos decir; pero cuando uno trata de decirlo encuentra difícil explicarlo, porque vosotros habéis llegado a ser perezosos, sí, insensatos, para poder comprenderlo.” Esto nos suena casi como una descripción del estado de Laodicea. ¿No podría ser esto, en cierto modo, una de las características de la condición de Laodicea?
La palabra “perfecto” del versículo 9 (V. M.), (que la Vers. de Valera rinde como “consumado” y la Hispano-Americana “perfeccionado”) se la entiende como “llevar a una persona o cosa hasta el blanco fijado por Dios: llevar a un objeto hasta un estado de perfección plena con el propósito de cumplir totalmente la tarea asignada, cualquiera que ella sea.” Dios ha fijado un blanco para nosotros, y hasta él debemos llegar como hijos suyos y sacerdotes según el orden de Melquisedec. (2 Ped. 2:9.) La lucha que debió librar Cristo contra su sentido de autopreservación. es la lucha que debemos librar nosotros. Él llegó a ser obediente hasta la muerte. Se empequeñeció hasta llegar a ser nada, hasta el anonadamiento pleno como lo ilustra el grano de trigo en Juan 12:24. Nosotros también debemos pasar por nuestro Getsemaní para aprender la última lección, la lección suprema de anonadarnos a nosotros mismos. No podremos ser perfectos hasta que no hayamos pasado por esa experiencia. Esa es nuestra gran necesidad actual. Cuando se cumpla ese requisito, ¡qué poder enorme tendrá la iglesia remanente! Si todos los oficiales de la iglesia fuesen elegidos por Dios, no habría contiendas para obtener los puestos o conservarlos. Una vez que hayamos aprendido la lección de la sumisión plena, no habrá fuerza en el mundo que pueda detener nuestra obra. He ahí un desafío y una grandiosa oportunidad. “Y aunque era Hijo, por lo que padeció, aprendió la obediencia.
¿Trataremos de salvarnos sin someternos, o nos dominaremos a nosotros mismos, aprendiendo la obediencia? ¿Seremos sacerdotes según el orden de Leví, o según el orden de Melquisedec? Ese es el problema que tenemos frente a nosotros. Si lo resolvemos correctamente, Cristo vendrá en breve. Si lo dejamos sin resolver, su regreso se pospondrá indefinidamente.
Sobre el autor: Profesor de Lenguas Bíblicas del Emmanuel Missionary College.