No hay esperanza en el triunfo del cristianismo si se prescinde de la iglesia. Jesús ha declarado que él edificará su iglesia. Ella le pertenece, y él ha sido su arquitecto. En los momentos de desaliento podemos oírle decir: “Yo edificaré mi iglesia.” “Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican.” (Sal. 127:1.)
La iglesia no es una empresa que nos pertenece. Es de Dios, y nosotros somos sus colaboradores. A cada momento él guarda a los suyos con celoso cuidado. Los criticones la atacarán, los despreciativos se burlarán de ella, los escarnecedores la ridiculizarán, se levantarán falsos profetas, pero la iglesia de Jesús permanecerá para siempre. Su apogeo no es algo que pertenece al pasado; el sol aumentado siete veces será pálido frente al esplendor de los justos que brillarán como soles en el reino del Padre.
Estamos edificando una institución permanente. Después que las banderas de los imperios y las repúblicas terrenales se vuelvan jirones, y luego que la muerte haya segado la vida de la tierra, la iglesia de Jesucristo se levantará gloriosa, libre de toda imperfección y signo de decadencia. Entonces “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella,” pues perdurará eternamente.
El cuadro que nos pinta el libro del Apocalipsis nos revela de un modo maravilloso a la iglesia remanente que no tiene manchas en su carácter. Ella cantará el himno de la victoria gracias a la sangre de Cristo, y sus acordes resonarán a través del vasto universo de Dios.
En estos días confusos y oscuros debemos resolvernos a permanecer firmes e inconmovibles en la fe, colocando siempre nuestras vidas, y las de aquellos que Dios ha confiado a nuestro cuidado, al servicio de la iglesia de Jesucristo, recordando que cada alma es una piedra viviente en el templo espiritual del Señor.
Si edificamos para él, no debemos olvidar que una prueba de cristianismo es amar no sólo a todos los hombres en general, sino a los hermanos en Cristo en forma particular. Los paganos de los primeros siglos exclamaban al ver la vida de los cristianos: “¡Mirad cómo se aman!” Y Juan, el discípulo amado, declara: “El que ama a su hermano, está en luz, y no hay tropiezo en él.” (1 Juan 2:10.)
Se ha dicho: “Muchas iglesias de la ciudad están formadas por gente que no se conoce entre sí, y que no tiene interés en conocerse. Pero también muchas iglesias de pueblo están integradas por personas que se conocen entre sí y que lamentan haber llegado a conocerse.” Sin embargo el amor es la ley de la iglesia. El amor es la señal del discipulado. El amor es el principal evangelista y el obrero más activo. El amor es la potencia que conduce al triunfo.
La iglesia de Cristo debiera ser el sitio más acogedor y amigable de toda la comunidad. Valdría la pena que cada iglesia tuviese la ambición de que “ningún extraño, miembro o visitante permanezca sin ser saludado. Que ningún miembro apenado se vaya sin sentirse objeto de la amistad. Que ningún inválido o enfermo quede sin ser visitado. Que ninguna persona necesitada sea desatendida. Que ningún alma perpleja se retire sin ser aconsejada. Que ninguna casa en la que haya luto sea descuidada. Que ningún acto de bondad sea omitido. Que la iglesia sea un hogar,” y un hogar para todos, sin distingos de edad o condición.
La Biblia no es suficiente a veces para fortalecer a cierta clase de personas. Se necesitan manos y corazones amigos. La revelación que nos llega a través de los hombres santos de la antigüedad debe ser completada por la revelación de la vida de los hombres que viven en la actualidad. Recordad que “el argumento más poderoso en favor del cristianismo es un cristiano amante y amable.”