Algunas veces, cuando meditamos en un sermón que hemos escuchado a un predicador adventista, llegamos a la conclusión desconcertante de que tal sermón bien pudo predicarse en otra iglesia. Pudo haber sido bueno, y hasta constrictor, y sin embargo no verdaderamente adventista. Ni una buena dosis de erudición, ni el dominio de la técnica del sermón efectivo pueden suplir la ausencia de ese énfasis característico del verdadero sermón adventista. No es asunto de método sino de actitud. Es un algo que el predicador debe resolver en forma personal en el retiro de su estudio. Porque si él mismo no es un adventista en todo, de cuerpo y alma, ¿cómo podrán sus sermones llevar el sello distintivo? Resulta difícil definir esa convicción o compulsión interna que matiza toda la vida. No llega a ser la suma total de los diferentes aspectos de nuestro mensaje fundidos en un todo; mejor dicho es esa fusión que pasa a través de la personalidad del predicador y que surge a la vida en él, demostrando su poder en su propia vida. De tal experiencia proceden la convicción y el poder que el pastor manifiesta en el púlpito.

Un predicador puede ser el mejor adventista de su iglesia, y todo ministro debiera serlo, y sin embargo no lograr que su ministerio y predicación posean el sello adventista característico. Para lograrlo se requiere algo más que mera sinceridad o habilidad. Requiere un plan esmerado. Poner el énfasis en el lugar debido, no precisamente en un sermón, significa algo más que predicar una doctrina tras otra hasta que más o menos se abarquen todas. Significa interpretar para la congregación el significado de las doctrinas, aplicándolas a los detalles de la vida práctica. Significa exponer ante los hermanos los principios sobresalientes que sustenta el mundo religioso, pero con el pensamiento adventista claramente definido. Significa que todo el contenido de la predicación se plenee con esmero y oración.

Supongamos que acabamos de predicar nuestro sermón del sábado. Los hermanos se han retirado. Ahora es el momento de pensar. Asombra la facilidad con que pasa inadvertida la debilidad de un sermón durante su preparación. Pero no después de que se ha predicado. ¿Hemos expresado todos nuestros pensamientos bajo la forma adventista? ¿Podría, lo que hemos dicho en el sermón, decirse en una iglesia no adventista? ¿Estuvieron los fundamentos de nuestro mensaje claramente basados en la verdad adventista, de manera que los hermanos experimentaran la necesidad de hacer un esfuerzo especial?

Pongamos por caso que nos encontramos al final del año. o al término de nuestro ministerio en cierto distrito. ¿Qué ha oído el pueblo de Dios semana tras semana? ¿Recibieron un régimen bien equilibrado durante todo el período? ¿O nuestros intereses ocuparon el primer lugar? ¿Les predicamos las cosas que nos parecieron más importantes y descuidamos otras verdades igualmente vitales?

No podemos estar seguros de dar a la iglesia que ministramos un programa equilibrado durante un período determinado, a menos que conservemos un registro exacto de los sermones que hemos predicado cada semana. Es posible que descubramos que no hemos predicado sobre los alcances prácticos de la expiación. De manera que, con una oración en el corazón, emprendemos la tarea de preparar el tema. Tal vez lo hacemos sin mucho esmero, una frase aquí o un párrafo allá que demuestran cómo toda la estructura de la fe adventista descansa sobre esta verdad fundamental. O, posiblemente, dediquemos todo el sermón a demostrar que sin la creencia en el sacrificio y sacerdocio de Cristo, nuestras doctrinas carecen de significado. De cualquier modo que encaremos el tema debemos preguntarnos: “¿Es en verdad un sermón adventista? ¿Revelan los principios expuestos la necesidad imperiosa de levar una vida consagrada?” Si la respuesta es afirmativa, entonces podemos predicar con toda confianza.

Esta necesidad de una predicación netamente adventista no implica el abuso de las citas del espíritu de profecía. Las palabras más efectivas que podemos emplear en una predicación son las nuestras propias. Si no poseemos la convicción de que Dios puede utilizar nuestro estilo individual, nuestro modo particular de expresarnos, no liemos experimentado el llamamiento divino al ministerio. Es posible predicar todo un sermón basado en los principios expuestos por el espíritu de profecía, sin citar ninguno textualmente. Por ejemplo, nos proponemos predicar un sermón sobre “Cómo guardar el sábado.” Podemos impregnar nuestra mente de los consejos dados por la Hna. White, y después de haberlos asimilado presentar un enérgico sermón, del cual cada principio procede del espíritu de profecía. Será un sermón más efectivo para nuestros oyentes porque ha llegado a ser parte de nosotros.

Cuando citemos alguna declaración, y debemos hacerlo, hagámosla parte de nosotros y parte intrínseca del sermón. Sin embargo, a menudo debemos presentar nuestros principios a personas extrañas a nuestra fe. En tal caso debemos citar el pensamiento que nos ha inspirado, revestido de toda la autoridad que pueda darle nuestra predicación. Con toda seguridad y firmeza podemos poner el énfasis sobre la amonestación divina que hemos recibido sin hacer que nuestros sermones sean semi leídos, y como resultado, efectivos a medias.

La preparación de los sermones para el sábado

Aunque en el transcurso del año surgirán ocasiones inesperadas que exigirán la predicación de un sermón, es conveniente observar la regla general de preparar un programa básico de los sermones para el año lo bastante elástico como para admitir los cambios necesarios. Si dedicáramos a la predicación pastoral la energía y el tiempo que empicamos en la preparación de otras campañas, nuestro ministerio de la Palabra sería más equilibrado y eficaz.

Hay verdades específicas que debemos presentar a los hermanos. La primera y fundamental es la enseñanza acerca de la persona y la obra de Jesús, como Sacrificio, Sacerdote, Juez y Rey. Para comprender su ministerio debemos considerarlo como un todo. Debemos entender ampliamente el significado de toda su obra. Al analizar los diversos aspectos de esa obra debemos revestirlos de un significado más amplio. El todo constituye la doctrina adventista fundamental. De modo que el predicador adventista presentará el significado del sacrificio de Jesús que, a la luz de todo el mensaje, adquiere un mayor significado. Ya hemos visto, y continuaremos viendo, los resultados de esta manera de predicar. Debiera ser nuestra preocupación constante hacer que nuestros mensajes resulten más convincentes.

Las demás verdades características pueden y deben presentarse subordinadas a la persona y la obra de Jesús. Sólo así serán todo lo efectivas que debieran ser. Sólo así tendrán el poder de subyugar y conquistar la voluntad humana. No temamos leer obras de autores no adventistas, pero tengamos la seguridad de que esta clase de lectura contribuye a la comprensión de lo distintivo de nuestra propia fe, considerando las verdades que ellos presentan según su punto de vista, desde la posición ventajosa de nuestra fe. Así lograremos encontrar nuevos e inesperados pensamientos que explorar e incentivos que utilizar.

El propósito de nuestra predicación

El predicador adventista ha recibido el cometido de preparar a los hombres y mujeres para el regreso del Señor. Todas las verdades que enseñe, cada sermón que predique, deben orientarse hacia ese fin. Las verdades que son comunes a otras iglesias deberá presentarlas a la luz del mensaje adventista. La doctrina característica de la iglesia que él, como ministro adventista, apoya, debiera convencerlo de que el llamamiento divino es imperativo si ha de ser un verdadero ministro. Su predicación no será distintiva a menos que su llamamiento al ministerio sea evidente, porque con la vocación vendrá la convicción del propósito de su obra.

Naturalmente, a la luz de esta obra de preparar a los hombres para encontrarse con su Señor, algunos puntos en el sistema de la verdad que presenta serán más importantes que otros. Hablará más a menudo de aquellos que son más importantes. Aunque deberá abarcarse todo el mensaje, se pondrá el énfasis en las partes esenciales. De modo que la repetición se hace inevitable. Pero cuandoquiera que un predicador se vea precisado a repetir una verdad ante la misma congregación, deberá proponerse hacerlo en forma nueva y atrayente, de modo que obre con la fuerza de lo nuevo.

El predicador adventista es esencialmente un adicto a la Biblia. Esta es su única autoridad. Es honrado en la explicación del texto bíblico; cuando está en duda desiste de emplear una interpretación que le parece útil. Explica la Biblia a los oyentes. Sus llamamientos están concentrados en la Biblia. Desciende más abajo de la superficie, va más allá de lo evidente en su afán de desentrañar el significado fundamental de las verdades que predica. Utiliza la Biblia en el púlpito. Sin tenerla allí y sin usarla, se sentiría perdido.

Si el mensaje es diferente, el hombre también se comporta en forma diferente. Predica con un propósito determinado y con convicción, no sólo para informar, sino para transformar las vidas y edificar el carácter. Hace esfuerzos constantes para desarrollar una voz agradable y una personalidad atrayente, seria, pero que despierta simpatía. Cuando se levanta para predicar, lleva consigo el espíritu de adoración, y la congregación aguarda con expectación, Dios derrama su bendición sobre él. Su ministerio es poderoso.

Que Dios nos dé tales hombres.

Sobre el autor: Pastor de la Asociación Norte de Ingleterra.