Tanto la excelencia del ministerio pastoral como su utilidad, son el resultado de su saludable actividad. El pastor es el portador de esa asombrosa panacea que imparte sociabilidad al pagano moderno, equilibrio moral al intelectual y cultura al que todavía se halla en un estado rudimentario. El pastor es siempre, y en todas partes, el representante de la bondad, la paz, la justicia, la misericordia, y no el representante de la fase triste de la existencia, como algunos erróneamente creen. Está infatigablemente sujeto a la misión de gobernar a las almas instándolas a que despierten y alentándoles pensamientos que dominen sus vidas y las guíen hacia la vida futura.
El ministro, pastor de los creyentes, está lleno de poder para atender las necesidades espirituales. Así como necesitamos comer y beber todos los días y no solamente en algún gran acontecimiento, nuestra vida espiritual también requiere nutrición diaria para no decaer, inevitablemente, entonces, el pastor es el hombre de todos los días. No solamente se lo llama a bautizar, a celebrar ceremonias matrimoniales y natalicias, sino que también en los momentos trascendentes de nuestra frágil existencia se desea la ayuda del pastor y hasta se hace indispensable, puesto que es el único que puede mantener en los corazones de aquellos que confían en él la fe en las cosas invisibles y eternas. Su intervención es siempre la más imperativa en las repetidas contingencias que asaltan al hombre, y tienden a disminuir su afecto por las cosas eternas y permanentes.
El ministro del Evangelio es sobre todo un apóstol; es quien lleva las buenas nuevas de salvación. A fin de predicar esta palabra de vida, no puede quedarse sentado; por el contrario debe literalmente llevarla, predicando en público, en el seno de los hogares, o bien visitando a las personas aisladas. Es indefectiblemente necesario, sin embargo, que posea una cierta medida de agresividad, sobre todo porque está llamado a una vocación que no limita sus actividades sólo a aquellos que ya han sido ganados a su causa. En verdad, bajo el impulso de su fuego sagrado, debe comunicar su convicción a otros y hacer frente a los incrédulos y escépticos. Ese aspecto de su ministerio lo eleva a la posición de combatiente de paz y requiere que lleve sus victorias dondequiera que la orden de su gran Capitán lo envíe o lo coloque.
Obligaciones del pastor
Como un guía, el verdadero pastor tiene la obligación de ayudar al débil a definir y particularizar su regla de moral y su línea de conducta, y recordar a aquellos que conscientemente están endurecidos por sus compromisos, la dirección de los principios del Evangelio. Siempre debe dirigir a la grey, adaptando sus enseñanzas, sus consejos y sus estímulos a las diversas vicisitudes de la vida de cada uno. A veces necesitará tener coraje para denunciar desórdenes en la vida privada y hacer con dulzura una reprensión necesaria. Esto siempre es para él tan delicado, como para el árbitro mezclarse en ciertas disputas; sin embargo, la obligación de salvar a las almas implica también esta difícil intervención la cual felizmente transforma al pastor en un mensajero, en un reconciliador.
Aquel que por su voluntad se dedica a la vocación pastoral debe estar en condiciones de hablar como un dispensador de consuelo. En este respecto su tarea consiste en entregarse enteramente al servicio de las almas heridas, que han sido abofeteadas por la adversidad. La obra que como médico de las almas le está asignada, es atenuar, calmar o mitigar el dolor y la tristeza que continuamente acosan al ser humano. Siempre debe acercarse a la miseria humana; debe alentar al desesperado, al enfermo, a las viudas, al pobre, a los que están afligidos por causas de enfermedades físicas o morales y a todos los que necesitan compasión. Está llamado a servir de ayuda en horas de infortunio y de angustia.
El verdadero guía espiritual debe ser idóneo en su profesión, manteniendo el mismo fervor y perseverancia en sus muchas actividades y a través de todas las crisis. En medio de las persecuciones permanece como modelo de fidelidad. Cuando la guerra paraliza y atormenta algunos sectores del país, él está allí como embajador del Príncipe de paz. Si una epidemia esparce terror y angustia, se convierte automáticamente en el buen samaritano que gasta más allá de su propia cuenta. La broma grosera y la mofa no perjudican en nada su constancia; él sabe que su ministerio requiere un heroísmo inmutable.
Este predicador de amor, de paz y de justicia impresiona más con la elocuencia de su ejemplo que con la de sus palabras. Evita además el peligro de buscar las comodidades, conservando un espíritu de conformidad. Nunca cederá ante la amenaza, ni la falta de energía, ni la lisonja. Es parte de su deber conservar su naturalidad mientras mantiene el ideal de justicia con toda claridad. En él la fidelidad debe triunfar siempre sobre la facilidad. Y como un fiel representante de su religión, será por su ejemplo, su abnegación, su benevolencia, el pilar más importante del santuario espiritual que él busca edificar sobre la tierra. La suya es verdaderamente una “elevada vocación.”
Sobre el autor: Presidente de la Asociación Francesa del Este.