La violencia doméstica es un delito frecuente. Es probable que esté sucediendo en su iglesia.
Fui víctima del abuso conyugal. La violencia de mi marido era esporádica, y pronto aprendí que la sumisión era el camino más rápido para poner punto final al sufrimiento físico. Pero, la tortura emocional no se detuvo, aun después de deshecho el matrimonio, penetrando profundamente en mi psiquis, erosionando mi propia identidad.
Recibí consejos, escuché diagnósticos, fui humillada, marginada, me convertí en motivo de burlas y oraciones, especialmente en la iglesia. Amigos y familiares ya no me conocían. Siempre había sido una persona feliz, optimista, pero después de que se me diagnosticó depresión clínica pasé a aceptar que algo andaba mal en mi vida. Ciertamente, mi marido y todos los profesionales no podían estar equivocados.
Puedes preguntarte: “Si la situación era tan crítica, ¿por qué no hablaste con alguien?” Sencillamente, estaba humillada, avergonzada y confundida. Pensaba que, si hablaba con alguien acerca de lo que estaba sucediendo en nuestro hogar, estaría denunciándome como esposa cristiana miserablemente fracasada. Mantuve la esperanza de que, si me “quedaba quietita”, él terminaría cambiando. Cuando se lo confié a algunas personas, el espanto de ellas me amedrentó.
Querían actuar para protegerme, pero me asustaba solo el pensar en la repercusión que esto tendría sobre mi marido, sobre mí y sobre mi hijo. Lo mínimo que haría él sería decir que mis historias eran pura fantasía. Así, para disminuir las preocupaciones de los demás, minimicé y hasta justifiqué los malos tratos de él.
Lo que no sabía era que los hombres abusadores de sus esposas no son lo que generalmente pensamos de ellos: groseros, maleducados o ignorantes. En verdad, hasta exteriormente pueden parecer “espirituales”, devotos, simpáticos y afectuosos; la misma esencia de lo que Jesús llamó “sepulcros blanqueados”. Esto puede hacer casi imposible, para la víctima de abuso, hablar y ser escuchada. Todos fuera de la familia lo aprecian. Su propia familia lo aprecia. En la iglesia, las personas lo respetan. Entonces, tiene una reputación que ella debe proteger. Constantemente, buscaba persuadirme de que, si pudiera ser como las demás mujeres con las que él me comparaba, manteniendo la casa limpia, siendo más creativa con el presupuesto del supermercado, guardando mis opiniones para mí misma, haciendo comidas sabrosas, todo cambiaría. Nada es más engañoso que eso.
Una mujer que vive una relación emocionalmente abusiva desarrolla un conjunto de mecanismos para tratar con las contradicciones entre la realidad que experimenta y la “realidad” que el cónyuge presenta al respecto. Aprende a desconfiar de sus propias percepciones, a bloquear de la memoria los eventos dolorosos. La víctima puede quedar desorientada, sabiendo que algo está mal con la versión que el cónyuge da de los eventos, pero es incapaz de poner eso en palabras. Es como dijo una amiga: “Nunca me golpeó, pero sus palabras eran una corriente de silencio alrededor de mi garganta”.
Control absoluto
Mi marido ejercía control absoluto sobre mi vida. Respondía a preguntas que eran dirigidas a mí. Me controlaba el tiempo que pasaba en el teléfono. Escogía qué miembros de mi familia y qué amigos eran aceptables. Decidía cómo gastaría todo el dinero. Escondía las llaves de mi automóvil, de manera que solo pudiera conducir cuando él lo creyera conveniente. En resumen, me hizo completamente dependiente de él.
Siempre que reunía valor para hablar con un pastor, la respuesta era la misma: una educada sugerencia de buscar un consejero matrimonial.
Debido al hecho de que mi marido era activo en la iglesia, y yo estaba bajo tratamiento por mi depresión, para el observador casual, era “obvio” que yo debía ser la única culpable de no poder llevar una relación saludable.
Los profesionales de la salud, y hasta los pastores, que no están entrenados específicamente para reconocer el abuso emocional pueden creer en la versión del abusador, porque parece más coherente, menos emocional. La víctima puede parecer dispersa, perpleja, contradictoria y hasta airada. Mi marido usaba esta ira para defenderse e intentar probar que era yo la perpetradora de la violencia.
Para mí, fue dolorosamente difícil admitir, e incluso ahora, que fui víctima de abuso. Esa experiencia se convirtió en un punto de humillación personal y, todavía hoy, llego a imaginar que nadie creerá en mí. Cuando una mujer llega al punto de contar su historia al pastor o a otro miembro de iglesia, probablemente el abuso se haya hecho crónico. En caso de que ellos la ignoren o descarten la situación, no tendrá valor ni oportunidad para hablar nuevamente. Fuimos diseñadas para ser ayudadoras, socias de nuestro marido, y nuestro primer instinto es nutrir y sostener la relación conyugal. Por eso, el hecho de contar esta clase de historia significa revivir la tortura.
La decisión final
En última instancia, por mí misma, tomé la decisión de buscar refugio de mi marido abusador. Ninguna otra persona tenía que tomar esa decisión en mi lugar. Lo dejé y volví muchas veces, por causa del profundo, natural y cultivado instinto de confiar en él. Pero, no podría haber tomado esa decisión y sostenerla hasta el fin sin el magnífico apoyo de los que me rodean, aquellos cuyo discernimiento les permitió ver detrás de la máscara de él y se convencieron de que mis percepciones eran válidas. Me demostraron que, independientemente de que me divorciara o no, tenía derecho a liberarme de esa situación y que tenía fuerzas para establecer los límites.
Lamentablemente, ninguna de estas personas era de mi iglesia. Muchos menos mi pastor. Siempre que busqué su ayuda, estaba demasiado ocupado con asuntos de la iglesia para dedicarme atención o devolverme las llamadas telefónicas. Asumió la confortable postura de “no tomar partido”; pero, al actuar así, parece encuadrarse en la declaración de Salomón, que afirma: “El que justifica al impío, y el que condena al justo, ambos son igualmente abominación a Jehová” (Prov. 17:15). Cuando comprendí que no había alivio para mí entre los miembros de la iglesia, y que muchos líderes estaban tomando partido por el abusador, busqué y encontré fuerzas entre otros amigos.
Me gustaría que la familia de mi iglesia hubiera tenido los instrumentos para apoyarme. Me gustaría que las buenas intenciones de mi pastor hubieran estado dirigidas a reconocer la gravedad de mi situación. Me gustaría haber sido advertida, antes del casamiento, acerca de cuán precavida debía ser. Pero, el mundo no es perfecto. Todos tocamos desatinadamente las cuerdas del corazón de nuestro prójimo.
Del cautiverio a la liberación
No estoy escribiendo esto para juzgar a los que no vieron la verdad de mi situación. Durante largo tiempo, yo misma no pude vislumbrarla. No busco venganza. Estoy escribiendo porque sé que hay otras mujeres como yo, cuyos maridos las mantienen controladas, de manera que no puedan confiar en amigos o en familiares. Son mujeres que enseñan la lección de la Escuela Sabática a los niños, dirigen la música en el culto, pero tal vez no puedan tener una conversación cálida “cara a cara”. Son mujeres que se sientan en silencio con sus hijos, en los bancos de la iglesia, mientras su marido está en la plataforma. Son mujeres que ni siquiera pueden ser vistas dialogando con otras madres de la iglesia.
Estoy escribiendo porque espero que mi historia pueda ayudar a pastores a comprender las desastrosas consecuencias cuando dejan de devolver una llamada, o decretan que es innecesario llevar adelante alguna investigación, porque el marido es persuasivo y aparentemente comprometido con el matrimonio.
Jesucristo dijo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos” (Luc. 4:18).
Gradualmente, está cumpliendo este trabajo en mi vida. Es un peregrinaje personal del cautiverio del espíritu a la libertad. Constantemente, tengo que examinar mi corazón y aprender a perdonar, aun cuando el error no sea admitido ni el perdón sea solicitado. Pero el Señor me ha dado alegría. En él está mi fuerza.
Sobre la autora: Seudónimo.