El cristiano sabe que el dinero, al igual que todos los otros dones de Dios, no se puede acumular egoístamente.

Cuando hablamos de la Grecia antigua resulta difícil separar la historia de la leyenda. Pero una cosa es ciertísima: hacia el año 600 a. C. el gran legislador Solón, uno de los siete sabios legendaries de Grecia, fue el primero que procedió a una operación monetaria que, con el tiempo, se convirtió en clásica: una devaluación.

Hoy en día es una operación complicada, con graves repercusiones económicas sobre el piano financiero internacional. Pero a Solón le basto con reducir el contenido de metal precioso en las piezas de moneda. Convirtiendo la dracma egea en la pieza más liviana de Grecia, Solón alineó la moneda ateniense con la de Persia, facilitando así su utilización para el comercio internacional.

Pero las lecciones más amargas las recibimos del imperio romano. Hacia las postrimerías del imperio, en el siglo III, se produjo el hundimiento del Sistema Monetario Internacional. Se debió a las inmensas necesidades de dinero que tenía el imperio para pagar al ejército, para dar pan y circo al populacho y para sostener la fastuosidad de la corte.

El denario se file devaluando poco a poco hasta tener solo 3% de metal precioso. El colmo llegó en el año 260 d. C. cuando los cambistas se negaron a aceptar la lamentable moneda romana. Fue necesario emplear la fuerza policial para obligarlos a aceptar ese dinero devaluado hasta el colmo que el mismo Estado se negaba a aceptar su propia moneda.

Fue una época terrible en la que se hundieron paralelamente los últimos vestigios de las instituciones políticas y la civilización romana.

Otras amargas lecciones se pueden aprender de las consecuencias de la inflación en el siglo XVII. Fucron tan terribles que los escritos de esa época comparan la inflación con la peste. La iglesia fulminó a los fabricantes de moneda llamándolos “lacayos del diablo”. Se produjeron sublevaciones, pillajes, e incluso, en algunos lugares, se volvió a la economía del trueque.

Algunos historiadores han dicho que esas devaluaciones causaron tantos estragos como la guerra de treinta años. Por esos días, el cardenal Richelieu, aquel político sagaz y corrupto, escribió en su testamento: “El oro y la plata son los auténticos tiranos del mundo y aunque su dominio resulte ser ilegitimo, sería una verdadera sinrazón no someterse a su tiranía”.

Puede afirmarse que la historia del dinero es la historia de su devaluación. Se recuerda con curiosidad que en Alexandria, Egipto, por falta de oro, se hicieron monedas de madera. El pueblo se negó a aceptarlas y acuño un refrán que todavía circula en algunos países anglosajones.[1] Y también se recuerda que en México, en algún momento de su historia, circularon billetes de tan poco valor, que el pueblo divertido y airado los llamó bilimbiques.

Alexander del Mar dice: “La historia de la humanidad es la historia del dinero. Y podríamos añadir: La historia del dinero es la historia de la lucha del hombre por controlarlo y vivir con é1”. Pero la convivencia del hombre con el dinero no ha sido pacífica… ni victoriosa.

El hombre ha salido derrotado en la mayoría de las alternativas de su larga lucha por dominar el dinero. Y, al parecer, está a punto de sufrir su derrota más desastrosa, según dice Elgin Groseciose: “En suma, el dinero ha creado la vasta y complicada estructura de la sociedad económica moderna. Y podríamos añadir -ominosamente— que el dinero puede destruirla”.[2]

Hoy vivimos en una época de ominosas semejanzas con aquellas épocas trágicas y pueden establecerse escalofriantes comparaciones con aquellos días y los nuestros. El escollo actual y más terrible que amenaza causar el naufragio es la crisis económica internacional y el abismal problema de la deuda externa de los países pobres. Si no se evita el escollo, todos, ricos y pobres, acreedores y deudores, se hundirán. Tenía razón Henry Ford cuando dijo: “El hombre que consiga resolver el problema del dinero habrá hecho mucho más por la humanidad que los más grandes estrategas militares de todos los tiempos”.

Pero la esencia del problema del dinero es moral, más que técnica y social, por lo cual alcanza y afecta la vida moral del hombre tanto o más que la estructura de la sociedad. En efecto, si reflexionamos un poco llegaremos a la conclusión de que la posesión y el uso del dinero, e incluso la actitud hacia é1, están cargados de significación moral.

El problema del siglo

Una de las mayores preocupaciones filosóficas del siglo XX es hallar remedio al mal que está contribuyendo más a la bancarrota de la persona humana. El filósofo Antonio Caso[3] aborda estas preocupaciones y afirma que la profunda equivocación del hombre actual es haber ocultado el ser ante el tener. Se menosprecia el ser por el tener y, como resultado, se ha llegado a una disminución muy grave del ser y la persona del hombre. Se empana su ser y su esencia por la acción externa puesto que todo tener es exterior. Con frecuencia, dolo- rosas realidades confirman la verdad de aquel dicho popular: “Cuanto tienes, cuanto vales; nada tienes, nada vales”.

Por lo mismo, la persona humana queda atrapada por la codicia. Así se corrompe la naturaleza humana por un ánimo de placer, de poder y de lujo que llena la vida de tribulación y al mundo de conflictos. Bien lo dijo el apóstol: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros?, no son de vuestras concupiscencias, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar. Combatís y guerreáis, y no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites” (San. 4:1-3).

Al parecer, solo Tucídides, entre los historiadores y filósofos de la historia, no comprendió que las guerras tienen como causa primera un problema económico.

El hecho de tener es esencial

Naturalmente, el hecho de tener es esencial. Cuando el hombre fue creado la propiedad ya había sido creada para él. La propiedad es un principio de origen divino. Además, en el mundo de hoy, la posesión y el uso del dinero son indispensables para la satisfacción de nuestras necesidades.

Schopenhauer, siguiendo a otros pensadores anteriores, dividió las necesidades en tres categorías: necesidades naturales y necesarias, necesidades naturales pero no necesarias y necesidades ni naturales ni necesarias.

Las necesidades naturales y necesarias constituyen el tener esencial. El tener esencial se contrae dentro de límites modestos, se contenta con poco y existen provisiones naturales y divinas para satisfacerlas con facilidad. En algunos países desarrollados existe una justicia social que ordena la satisfacción y, en gran medida, provee lo necesario para satisfacer esas necesidades naturales y necesarias para todos los ciudadanos.

El cristiano disfruta la tranquilidad de saber y confiar en que Dios satisface sus necesidades naturales y necesarias. Es lo que quería expresar San Pablo cuando escribió: “…he aprendido a contentarme con lo que tengo” (Fil. 4:11). “Porque grande granjería es la piedad con contentamiento. Porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y con que cubrimos, estemos contentos con esto” (1 Tim. 6:6-8).

Aun la sabiduría humana logra la paz que resulta de este contentamiento. Cuentan que un día Sócrates estaba sentado en el puerto de El Pireo, cerca de Atenas, con algunos discípulos. Al ver como descargaban de los barcos grandes cargamentos de espejos, sedas, cintas, perfumes, cosméticos y otros artículos de lujo, dijo: “¡Cuantas cosas hay que yo no necesito!”

No acontece lo mismo con las necesidades no naturales ni necesarias que, en gran medida, rigen la vida del hombre actual. Son necesidades imaginarias, numerosas e inalcanzables. Ponen a la persona en una perspectiva de imposible satisfacción. Impulsado por este mal, el hombre ya no desea comida para saciar su hambre y nutrir su cuerpo, sino banquetes; ya no desea vestidos para cubrir su desnudez y abrigarse, sino galas para lucir; ya no desea una casa para protegerse, sino una mansión; ya no busca un vehículo para satisfacer sus necesidades de transporte, sino un coche de lujo. Esta es una causa del deterioro de la persona humana en este último cuarto del siglo XX.

Schopenhauer, que execra la desatentada carrera del vivir del hombre actual, dice: “Con poco nos basta, pero queremos mucho, mucho que no nos es esencial, mucho que nos daría cuando poco nos aprovecharía”. Y la Escritura dice: “Porque el amor al dinero es la raíz de todos los males; el cual codiciando algunos, se descaminaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores. Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias locas y dañosas que hunden a los hombres en perdición y muerte”. (1 Tim. 6:9, 10).

Dinero y riqueza

Decíamos que uno de los males mas graves del hombre actual es su “incapacidad para entender la significación esencial entre lo que se tiene y lo que se es”. Y decíamos que esto daría la misma raíz de su ser.

Es posible que alguien esté perplejo en la búsqueda de la respuesta a la pregunta, ¿cómo se considera la posesión y el uso cristiano del dinero y la riqueza? Esta pregunta puede abrirnos la puerta a provechosas reflexiones que iluminen nuestro tema: ¿Que es el dinero? Y podríamos añadir esta otra: ¿Que es la riqueza?

Si hiciéramos esta pregunta a una persona no especializada, sacaría su billetera, mostraría un billete y diría: “Esto es dinero”.

Otro, quizás más acomodado, mostraría un cheque y diría: “Esto es dinero”. En realidad no existe una respuesta concluyente para esta pregunta. La palabra dinero tiene muchos sentidos. Existe una gran confusión en relación con el significado de este concepto. Ni siquiera los expertos pueden decir con exactitud y seguridad que es el dinero. De manera general digamos que dinero es cualquier medio de pago.

Cuando se dice que un hombre es rico, que “apalea los millones”, como dicen algunos, ¿qué queremos decir? ¿Qué tiene bodegas repletas de billetes y monedas? No.

Un periódico publicó hace poco la siguiente interesante noticia: ¡Millonarios norteamericanos piden prestado para el almuerzo! La noticia se refería a un estudio realizado por Thomas Stanley, profesor de economía de la Universidad del Estado norteamericano de Georgia. Dice que en su país hay un millón de millonarios, pero que en realidad tienen poco dinero.

Cuando se dice que un hombre es rico, en lo que se piensa es en su patrimonio, en su renta y en su situación económica total. Decir que es rico y que tiene riquezas es decir que tiene la facultad de gozar constantemente de la corriente de bienes de la sociedad.

¿Cuál es la corriente de bienes de la sociedad? Todo el dinero y los productos en circulación. El rico debe y le deben, cobra y paga. La corriente de bienes no se detiene en su casa, pero pasa por ella. Y de ella toma el rico todo lo que necesita, y a veces más que eso. El rico tiene la facultad de meter la mano en la corriente de bienes de la sociedad, en cambio el hombre pobre carece de esa facultad. Por eso es pobre.

La riqueza es divina

¿Dónde tiene su origen la corriente de bienes de la sociedad? En Dios, naturalmente. Es lo que Jacob expresó cuando bendijo a su hijo José: “Por el Dios de tu padre, el cual te ayudará, por el Dios Omnipotente, el cual te bendecirá con bendiciones de los cielos de arriba, con bendiciones del abismo que está abajo, con bendiciones de los pechos y del vientre” (Gén. 49:25).

Es lo que se afirma en todas las Escrituras: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Sant. 1:17).

Todos los bienes, toda la riqueza, provienen del Dador de todo bien: del calor, de la lluvia, del sol, del verano, del agua y de la tierra. Toda la riqueza, o sea la corriente de bienes de la sociedad humana, es el fruto del árbol, del animal y de la tierra. Es lo que dice la Escritura: “Además, el provecho de la tierra es para todos; el rey mismo está sujeto a los campos” (Ecl. 5:9). Y es lo que se acepta sin discusión. Dios es el proveedor para las necesidades de sus criaturas. Y el provee en abundancia. Las naciones y los pueblos ricos han sabido incrementar la corriente de bienes. Las naciones y los pueblos pobres no han sabido hacerlo. Eso es todo.

En ese sentido no se concibe la pobreza en el pueblo de Dios. La pobreza seria incapacidad para gozar de la corriente de bienes de su Padre. La condición lógica y natural del cristiano es la abundancia.

En ese sentido se entienden las promesas de Dios a Israel: “Y te hará Jehová sobreabundar en bienes, en el fruto de tu vientre, en el fruto de tu bestia, y en el fruto de tu tierra, en el país que juro Jehová a tus padres que te habla de dar. Te abrirá Jehová su buen tesoro, el cielo, para enviar la lluvia a tu tierra en su tiempo, y para bendecir toda obra de tus manos. Y prestarás a muchas naciones, y tu no pedirás prestado” (Deut. 28:11, 12).

En ese sentido se da la promesa del hombre justo del Salmo 112:2,3: “Su descendencia será poderosa en la tierra; la generación de los rectos será bendita. Bienes y riquezas hay en su casa, y su justicia permanece para siempre”.

En ese sentido se entiende el elogio de la Biblia para los tres grandes ricos de Dios: Abraham, Job y Nicodemo. En ese sentido se comprende que:

  1. Dios es el que da el poder para hacer las riquezas (Deut. 8:17, 18).
  2. Josaphat, en la época de su fidelidad, tuvo “riquezas y gloria en abundancia” (2 Crón. 17:5).

3. Ezequías “tuvo riquezas y gloria mucha en gran manera (2 Cron. 32:27).

  1. David declarara antes de morir: “Las riquezas y la gloria proceden de ti” (1 Cron. 29:12).

¿Qué otra cosa sino la abundancia puede proceder de aquel que dijo: “Mio es el mundo y su plenitud” (Sal. 50:12)? ¿No goza acaso el hijo de las riquezas de su padre? Por lo mismo, la condición lógica y natural del cristiano es la abundancia.

¿Ha experimentado lo contrario?

¿Por qué la gran mayoría de los cristianos son pobres? ¿No hay virtud en la pobreza? ¿No dice la Escritura que “ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman”? (Sant. 2:5).

Un cristiano atrapado en las garras de la crisis económica mundial, sufriendo necesidades y aflicciones casi por encima del nivel de su capacidad para sufrir, puede quedar perplejo y poner en duda la benevolencia divina.

Mas perplejo quedara si tiene la debilidad de observar la prosperidad de otros. Es posible que, como el hombre justo del Salmo 73, casi resbalen sus pies fuera de la senda, observando y teniendo envidia de la prosperidad de los impíos (véase Sal. 73:2, 3).

Nosotros no tenemos derecho de calificar a nadie en ningún grado, menos de llamar a otros “impíos”. Sin embargo, es fuerte la tentación de observar la prosperidad de quienes ni siquiera profesan amar y servir a Dios, el autor y dueño de la corriente de bienes de este mundo. Mis confuso puede quedar si hace una comparaci6n. Ellos satisfacen con holgura, no solo todas sus necesidades, ni siquiera deseos razonables, sino que “logran con creces los antojos del corazón” (Ver. 7).

Y no sólo eso, sino que logran todo lo que tienen sin muchos afanes, se enorgullecen de ello y hablan con altanería contra Dios y contra los hombres (véase vers. 8, 9). Él, en cambio, logra apenas lo necesario, y su jomada es larga y penosa (ver. 14).

¿Por qué ocurren así las cosas? Tenemos que admitir que, aun cuando no se justifique, se explica aquel elocuente alegato de Job: “¿Por qué viven los impíos, y se envejecen, y aun crecen en riquezas? Su descendencia se robustece a su vista, y sus renuevos están delante de sus ojos. Sus casas están a salvo de temor, ni viene azote de Dios sobre ellos. Sus toros engendran y no fallan; paren sus vacas, y no malogran su cría. Salen sus pequeñuelos como manada, sus hijos andan saltando. Al son de tamboril y de cítara saltan, y se regocijan al son de la flauta” (Job 21:7- 12).

No con la misma inspiración poética pero sí con similar aflicción, muchos cristianos han hecho las mismas preguntas. Cristianos devotos, que sufren pobreza y necesidad a pesar de su diligencia y fidelidad, se preguntan ¿por qué? Intentemos juntos la búsqueda de una respuesta.

En primer lugar, las promesas de riqueza y prosperidad que Dios hizo a Israel estaban diseñadas para cumplirse en la tierra prometida. Y fue en la tierra prometida donde se vio un cumplimiento más completa de todas las promesas. “Y todos los vasos de beber del rey Salomón eran de oro, y asimismo toda la vajilla de la casa del bosque del Líbano era de oro fino: nada de plata, porque en tiempo de Salomón no era apreciada”. Donde ya no se tiene en estima la plata, se quiere decir que hay riqueza fabulosa. Y todo el pueblo gozaba de la prosperidad: “Y Judá e Israel vivían seguros, cada uno debajo de su parra y debajo de su higuera, desde Dan hasta Beerseba, todos los días de Salomón” (1 Rey. 10:21; 4:25). La expresión “debajo de su parra y debajo de su higuera” era una frase de uso común entre los hebreos y los asirios. Se usaba para describir un periodo ideal de paz y prosperidad. Durante su peregrinación por el desierto no era lógico suponer que prosperaran. La peregrinación por el desierto era aprendizaje y disciplina permanentes. Lo que se esperaba era prosperidad espiritual.

Es posible que el ganado de algunos prosperara hasta el grado de considerarse ricos. Tal parece ser el caso de las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés (véase Núm. 32:1). Pero, en general, los peregrinos no prosperan. Dios suplió milagrosamente sus necesidades naturales y necesarias. Hubo grandes ricos entre los peregrines de Dios. Pero la mayoría de ellos murieron “sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb. 11:13).

¿Ve usted ahora? Solo prosperan los que se han establecido y se dedican a prosperar según ellos lo entienden: acumular riquezas. Este objetivo es la obra de su vida. A ello dedican lo mejor que tienen: su tiempo, sus talentos, sus facultades físicas, espirituales e intelectuales y todos sus recursos.

¿Comprende por qué prosperan los “impíos”? Es natural que así sea. Dedican a ello todo lo que son. Es la obra de sus vidas.

Naturalmente, al final de sus días solamente hallaran aquello a lo cual dedicaron su existencia. Es posible que alguien tenga que recordárselos como fue necesario recordárselo al rico insensate de la parábola: “Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida” (Luc. 16: 25).

¿Comprende ahora por qué no prosperan los justos? Es natural que así sea. Los cristianos caminan por el desierto de este mundo. Son “peregrinos y advenedizos sobre la tierra”. Viven bajo aprendizaje y disciplina permanentes. No están establecidos aquí. Van en busca “de una patria” celestial. La obra de su vida es prepararse para entrar a su patria, la Canaán Celestial. Prepararse y ayudar a otros a que se preparen, he allí la obra de su vida. A esa obra dedican todo lo que son y todo lo que tienen: tiempo, talentos, recursos y facultades físicas.

Mientras avanzan hacia su patria los cristianos dicen con San Pablo: “Teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto” (1 Tim. 6:8). Lejos esta, sin embargo, del verdadero cristiano la apatía y el conformismo que nacen de la falta de ideales. Lo que hace es elevar cada oración del hombre justo registrada en Prov. 30:79: “Dos cosas te he demandado; no me las niegues antes que muera: Vanidad y palabra mentirosa aparta de mí; no me des pobreza ni riquezas; mantenme del pan necesario; no sea que me sacie, y te niegue, y diga: ¿Quién es Jehová? O, qué siendo pobre, hurte, y blasfeme el nombre de mi Dios”.

El hombre justo solo pide a Dios dos cosas, en orden de importancia. Y pide que Dios le dé la respuesta antes de morir.

Primero lo primero: “Vanidad y palabra mentirosa aparta de mí”. Lo que pide es una vida santa, cargada de buenos frutos. Jesús dijo: “O haced el árbol bueno y su fruto bueno, o haced el árbol malo, y su fruto malo; porque por el fruto se conoce el árbol. ¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos? Porque de la abundancia del corazón había la boca” (Mat. 12:33-35).

Con cuánta razón dijo Jesús: “Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (vers. 36, 37).

Las palabras son los frutos del alma. Representan, con la mayor exactitud, la naturaleza intelectual y moral del hombre. Es por eso que las Escrituras, especialmente la literatura sapiencial, advierten acerca del peligro del uso excesivo de palabras, aun aquellas que no son malas y que no se expresan con mala intención: “En las muchas palabras no falta pecado, más el que refrena sus labios es prudente” (Prov. 10:19).[4]

Por la misma razón, al hombre que ha controlado su lengua, que dice sólo aquello que es puro, verdadero, bondadoso y estrictamente necesario, se le llama en la Escritura “varón perfecto” (Sant. 3:2).

En segundo lugar, “No me des pobreza ni riquezas, mantenme del pan necesario”. Es decir, suple mis necesidades naturales y necesarias. Decíamos que está prevista la satisfacción de estas necesidades por provisiones naturales y divinas. Siempre ha sido así. El salmista dijo: “Joven fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su descendencia que mendigue pan” (Sal. 37:25).

El cristiano puede ser pobre. La mayoría de los cristianos lo son. Pobres, pero no indigentes. La indigencia no se concibe en el cristiano. La pobreza puede ser permitida por Dios como método de disciplina y enseñanza. Pero la indigencia no entra en sus métodos. La indigencia siempre se deberá a la acción humana. Puede ser que la sabiduría divina mantenga a un cristiano en la pobreza. Porque es posible que un cristiano ferviente, dedicado, humilde y fiel, sea lo contrario cuando enriquezca. Alguien que soporta la pobreza, podría no soportar la riqueza. Dios, que conoce la estructura psicológica de todos, da a “cada uno conforme a su facultad”.

Los cristianos pueden enriquecer como consecuencia de la bendición divina sobre la diligencia, el esfuerzo y la habilidad. Por lo mismo, consideraran su riqueza como concesión divina, reconocerán que la reciben con propósitos definidos, y se consideraran mayordomos de Dios.

Dios no censura (ni siquiera en los impíos), la posesión de riquezas, pero dio instrucciones en cuanto a su uso, en cuatro parábolas: la parábola de los talentos, la parábola de las minas, la parábola del mayordomo infiel y la parábola del rico insensato.

Porque no sea “que siendo pobre, hurte, y blasfeme el nombre de mi Dios”. La indigencia puede conducir a la mendicidad con lo cual se puede deshonrar a Dios; o al robo, con lo cual se ofende a Dios y a los hombres.

“No sea que me sacie, y te niegue, y diga: ¿Quién es Jehová?” La riqueza puede conducir a la soberbia. Un cristiano que enriquece puede llegar a negar a Dios con sus hechos, e incluso con sus palabras. La riqueza conlleva suficiencia. La suficiencia parece natural en los ricos. En una crisis susceptible de resolverse con dinero, el pobre piensa en, y acude a, Dios y el rico piensa en, y acude a, sus riquezas: “Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado. Las riquezas del rico son su ciudad fortificada, y como un muro alto en su imaginación” (Prov. 18:10, 11).

El cristiano debe ser diligente por principio. La diligencia es una de las virtudes mas destacadas del cristiano. Y es posible que sea la virtud más destacada después del amor. La mujer ideal que se elogia en las Escrituras es, ante todo, diligente (véase Prov. 31:10-31).

La pereza será un pecado que no se verá en la vida de aquel que está preparándose para el reino de los cielos. El cristiano debe ser sobrio, frugal, diligente, ahorrador; y al mismo tiempo generoso, hospedador y liberal para suplir las necesidades de los menos afortunados. Dios da sabiduría para manejar con equilibrio los recursos abundantes o escasos de los que le temen. Quizá la fórmula de Juan Wesley sea una de las joyas de su sabiduría: “Gana todo lo que puedas, ahorra todo lo que puedas, da todo lo que puedas”.

Cuando el cristiano hace lo que debe hacer y hace de su oración una forma de vida, es posible que Dios le dé como respuesta a todas sus oraciones y a todos sus afanes únicamente” el pan que ha menester. Fue lo que pidió, fue lo que Dios vio conveniente darle, y debe contentarse con eso. Eso no es conformismo de los que evaden la lucha y se conforman con poco, sino confianza del que sabe “en quien ha creído”.

El sentido reverencial del dinero

El escritor español Ramiro de Maeztu, mientras se desempeñaba como embajador de su país, quedo impresionado por la prosperidad de tres grandes potencias económicas: Inglaterra, Holanda y los Estados Unidos. Se dedicó durante 28 años a observar, estudiar y analizar profundamente todos los factores que juzgó necesario y al fin sacó sus conclusiones. Las expuso en un libro que titula: El sentido reverencial del dinero. ¿Cuál fue la causa a la que atribuyó la prosperidad de Inglaterra, Holanda y Estados Unidos? No a su habilidad comercial, ni a su territorio, ni a su clima, ni a su política, sino a su actitud hacia el dinero. El escritor lo llama: “sentido reverencial del dinero”.

Posiblemente podríamos hallar una lección en el testimonio reciente de la historia. El especialista Daniel Yankelovitch hizo un estudio sociopolítico y dice que durante las últimas dos décadas el pueblo norteamericano sufrió una profunda transformación en su forma de pensar y de vivir. Dice que la ética de la abnegación y el esfuerzo que caracterizó al pueblo norteamericano en otro tiempo casi ha desaparecido y en su lugar ha surgido la ética de alcanzar el máximo de satisfacciones con el menor esfuerzo. En su libro The New Rules,[5] Yankelovitch afirma que esto ha repercutido peligrosamente en la economía norteamericana. Al parecer, no basta la habilidad comercial, el trabajo duro o una política monetaria adecuada para la prosperidad de una nación. Es necesaria una actitud correcta hacia el dinero y la riqueza. Es posible que un estudio similar en Inglaterra y Holanda arrojará similares resultados. El sentido reverencial del dinero ha desaparecido y con ello la prosperidad.

A manera de ilustración podría decirse que el cristiano tiene un sentido reverencial del dinero. En cambio, el mundo tiene un sentido sensual de él. Este sentido sensual es la idea utilitaria de la riqueza. Consiste en ver en los recursos económicos solo la seguridad y el bienestar que pueden dar, otorgándole un valor que no tiene en sí mismo.

Según Aristóteles, el dinero es una comodidad que se inventó para facilitar los trueques naturales. Pero a medida que aumento el comercio, adquirir y acumular dinero se fue convirtiendo en un fin en sí mismo. Así, lo que fue la medida de la riqueza, acabo identificándose con ella. Así, lo que fue la medida común de las mercancías, se convirtió a su vez en una mercancía. De allí surgió la práctica de acumular dinero por sí mismo. Esta práctica, dice Aristóteles, es antinatural y por lo tanto mala; justifica la usura y alimenta la avaricia. La acumulación de dinero es injusta con la sociedad por cuanto disminuye el caudal de la corriente de bienes que debería beneficiar a todos pero que ya no beneficia a nadie, ni siquiera a su dueño; pues, como dice Benjamín Franklin, “el uso del dinero es la única ventaja de tenerlo”. La acumulación del dinero es mala e injusta porque con mucha frecuencia no distingue entre el dinero que se acumula enriqueciendo a los demás, y el que se hace, empobreciendo a otros.[6]

Este concepto sensual del dinero es la raíz del mal de nuestro siglo; la profunda equivocación del hombre actual de ocultar el ser ante el tener. Es el concepto que está contribuyendo más a la bancarrota de la persona humana. Esta en la misma base de la gran crisis económica mundial y de la deuda de los países subdesarrollados.

En cambio, el sentido reverencial del dinero es la actitud del hombre justo. El cristiano sabe que en el concepto y en la practica el dinero ya se ha convertido en un bien en sí mismo. Es la mercancía con que le pagan su trabajo. Sabe que es una parte de la corriente de bienes que el Dador de la vida hace circular en este mundo. El dinero, sea mucho o poco, es parte del haber del cristiano, y todo haber del cristiano es sagrado. Por eso el cristiano mira al dinero con el sentido reverente del que sabe que tiene valor moral. Sabe que el dinero, al igual que todos los otros dones de Dios, no se puede acumular egoístamente. Sabe que el dinero solo alcanza su razón de ser cuando se emplea en hacer el bien.

Los que no han comprendido el sentido moral del dinero no han comprendido su misterio. Hay un problema moral en el uso del dinero. Los individuos que no comprenden la esencia moral del dinero están condenados a vivir bajo su yugo. El cristiano sabe que la actividad económica no se puede separar del resto de la vida. El rico que tiene un sentido sensual del dinero disfruta su riqueza con fruición. Gasta su dinero para satisfacer los deseos de su corazón y para recompensarse de los trabajos que le cuesta hacer, y conservar su riqueza. El cristiano que es rico no disfruta su riqueza en la misma forma. No podría hacerlo. Sabe que la riqueza es divina y, por lo tanto, trata su dinero con el mismo sentido reverente con que trata todos los dones de Dios.

Un principio natural

Puede pensarse con razón que la mayordomía no es solo un principio religioso ni únicamente una doctrina cristiana. Es un principio natural que Dios estableció para el funcionamiento de toda la vida en todas sus manifestaciones. Siendo un principio natural produce los resultados prometidos por Dios aun en aquellos pueblos o individuos que lo ponen en práctica en forma natural sin pretender obedecer a Dios o respetar principios divinos. La prosperidad de las naciones se basa en los mismos principios en los que se basa la prosperidad del individuo. Tal vez esta verdad la descubrió Ramiro de Maeztu sin saberlo cuando analizo el secreto de la prosperidad de Inglaterra, Holanda y Estados Unidos.

Es necesario repetirlo. El mundo fue creado por Dios, quien le estableció principios para su mejor funcionamiento. Esos principios están entretejidos con la vida y debieran incorporar a todas las instituciones que las necesidades de la vida humana crea. Los economistas no lo saben, pero la crisis económica mundial tiene su origen en la violación del principio de la mayordomía de la corriente de bienes de la sociedad. Es decir, el mal uso de la corriente de bienes que el Dador de todo bien puso en circulación.

Seguridad para el presente

Una de las creencias básicas de la fe cristiana es que Dios es el creador de todo lo existente, incluyendo al hombre que es la parte más importante de su creación. Como dice el salmista: “De Jehová es la tierra y su plenitud”.

La mayoría de los cristianos olvida este hecho. El hombre, con todo lo que es y lo que tiene, pertenece a Dios. La aceptación del hecho de que nosotros, con todo lo que somos y poseemos, pertenecemos a Dios, conlleva una relación, un compromiso, y un pacto con Dios que la Biblia llama mayordomía.

La vida es la mayor posesión del hombre. Dios, el dador de la vida, dio al hombre instrucciones acerca del uso apropiado de su mayor posesión. Pero, ¿qué es la vida? Aquí no hablamos solo del aliento vital, pues esa vida seria semejante a la de los animales, que no tienen inteligencia, libertad ni responsabilidad moral. Aquí nos referimos a la vida en plenitud que corresponde al hombre y consiste en el cuerpo, las facultades físicas, mentales y espirituales, las posesiones materiales y el tiempo. Para recordar al hombre en forma continua y bondadosa su posición, Dios le pide una porción especifica de cada una de las divisiones de la vida.

En esta época de alienación, de disminución del valor de la persona humana y de crisis económica, la única seguridad consiste en entregar a Dios nuestra vida para que él se encargue de cuidar lo suyo. ¿Había pensado usted que la relaci6n espiritual con Dios se hace visible y concreta en el acto de dar y recibir? Por eso dar a Dios y a su iglesia nuestra vida, nuestros talentos, nuestro tiempo y nuestros recursos en diezmos y ofrendas es un acto profundamente espiritual. Esta es la única seguridad absoluta para el presente tumultuoso en que vivimos.

Seguridad para el porvenir

El Sistema Monetario Internacional cruje y rechina. El día que se hagan los ajustes que todos sabemos que se necesitan, solo Dios sabe lo que pasara. La experiencia histórica, antigua y moderna, dice que hay grandes peligros y aflicciones en el futuro. El hundimiento del Sistema Monetario Internacional precipitaría al mundo en una era de tribulaciones que ni siquiera podemos imaginar. Sería una de las mayores señales de los tiempos.

Pero el cristiano no tiene nada que temer. La conformidad con los principios divinos hace que los problemas que amenazan tengan solución anticipada. Puede ser que la naturaleza humana se perturbe de momento y diga: “Oh, y se conmovieron mis entrañas. A la voz temblaron mis labios; pudrición entró en mis huesos, y dentro de mí me estremece. Pero la fe, la confianza y la experiencia harán que diga: “Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos; aunque falte el producto del olivo y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegrare en Jehová, y me gozare en el Dios de mi salvación” (Hab. 3:16-18). Se cumplirán en su favor las seguras promesas de Dios recogidas por el profeta: “Se le dará su pan, y sus aguas serán seguras” (Isa. 33:16).

Sobre el autor: Félix Cortés A. es director de Ministerio Adventista.


Referencias

[1] Don’t take any wooden nickel.

[2] Elgin Groseclose. Money and man (Norman: Oklahoma University Press, 1976), pág. 6.

[3] Antonio Caso. La persona humana y el estado totalitario del hombre (Mexico: UNAM, 1975).

La existencia como economía, como desinterés y como caridad. Mexico, UN AM, 1972.

[4] Comentario bíblico adventista, t. 3, pág. 993.

[5] Daniel Yankelovitch. Las nuevas reglas. México, EDAMEX, 1984.

[6] Harty V. Jaffa. Los requisitos de la libertad. (México: Editores Asociados, S. A., 1978), pág. 25.