Lo que ocurre dentro del predicador mientras prepara su mensaje juega un rol importante al establecer la credibilidad del sermón.

La predicación puede ser considerada una de las cosas más audaces que se pueden hacer: es atreverse a pararse detrás de un púlpito para hablar de parte de Dios porque él no está para hacerlo en persona. Aun así, quienes predican tienen la convicción de que la predicación es un mecanismo divinamente instituido para cambiar vidas. Tal como el apóstol Pablo, los predicadores viven bajo la urgencia de las palabras: “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?” (Rom. 10:14).

Con el fin de que la predicación sea efectiva, esta debe ser creíble. No es fácil definir la credibilidad, ya que es un elemento intangible. La credibilidad hace que la predicación sea interesante, urgente y efectiva; su ausencia la hace parca e inefectiva. La credibilidad es comúnmente asociada con la habilidad de la persona de irradiar confiabilidad. Un sermón con credibilidad, entonces, sería uno que posee suficiente autenticidad para despertar la mente de los oyentes, lo suficiente para moverlos a la acción y a realizar cambios.

Cómo gestar credibilidad

La credibilidad se genera por una serie de cosas. Primero, el contenido del mensaje: las ideas, los conceptos, los argumentos y las ilustraciones. Estos elementos deben percibirse como verdaderos o, si no, se perderá rápidamente la credibilidad. Recuerdo haber predicado un sermón que estaba bien hilado, pero usé una ilustración que la congregación consideró muy rebuscada. Así, el sermón perdió credibilidad y, por tanto, también su efecto sobre las personas. En otro sermón logré bastante credibilidad pues, al contar con la presencia de profesionales de la salud, pude describir correctamente cómo surge la lepra.

Un segundo elemento para establecer la credibilidad consiste en poseer habilidades de oratoria, las que se pueden aprender y cultivar. Pero debemos ser cuidadosos: las técnicas pueden ser imitadas, simuladas, o peor, estar inconexas con el “corazón” del mensaje. Cualquier técnica prestada y que no se ha refinado para ajustarse a la naturaleza y personalidad del predicador, fácilmente se percibe como falsa, cómica, y no creíble.

Muchos consideran que la técnica es el ingrediente fundamental de la credibilidad. Esta noción es un reflejo de nuestra admiración de grandes predicadores carismáticos. Además, muchos predicadores se vuelcan a las técnicas para tornar más efectiva su predicación.

La dinámica interna

Aunque el contenido y la técnica juegan un rol importante al establecer la credibilidad, un tercer elemento (más importante aún) debe ser considerado: la dinámica interna entre el predicar y el mensaje que entrega. Cuando se procura predicar con credibilidad, esta dinámica se vuelve particularmente importante, pero poco se habla sobre ella.

Al ser un proceso “viviente”, la predicación y su efectividad no pueden separarse del predicador. El proceso, el producto y la persona están entretejidos y son interdependientes. A menudo consideramos que las vidas que deben ser conmovidas por el mensaje son las de la audiencia; pocas veces se considera a otra persona que debe ser afectada por el mensaje: el propio predicador.

Fred Craddock dice que al predicar uno “dice más de lo que se habla, o menos”.[1] La predicación, y en realidad todo el ministerio, une a la persona con su función plenamente. Lo último no puede ser creíble si lo primero no es genuino.

El motor homilético

Una de las mejores formas de comprender cómo se genera la credibilidad en el predicador y el sermón es pasar tiempo revisando cómo se producen los sermones. El proceso de gestar y nutrir un sermón hasta que es entregado es conocido por los ministros. La capacidad de predicar bien no es el fruto de un accidente, sino el resultado de un proceso disciplinado, establecido como un elemento central en la vida del predicador. Sin poder encontrar un mejor término, le llamo a esto el “motor homilético”. Entre sus componentes operativos puedo mencionar una vida devocional, la lectura sobre diversos tópicos, y el desarrollo de una actitud homilética, que habilita a quien la posee para ver las cosas desde la óptica de quien debe predicar. Esto incluye el proceso de conservar ideas que se podrían convertir en sermones. Este “motor homilético” puede significar la creación de algún sistema de archivo de ilustraciones, contacto personal con los miembros de la congregación y la interacción con la comunidad local. Además, se debe incluir la necesidad de leer una cantidad significativa de horas por semana, junto con meditar y escribir sermones.

Básicamente el “motor homilético” incluye el proceso que nace con una idea. Esa idea se preserva, se incuba, se destila, para luego escribir y refinarla hasta el punto donde de hecho es predicada. Este proceso puede variar ligeramente de cómo está descrito, y puede ser más o menos formal: Pero su proceso es comprendido por todos los predicadores.

Los buenos predicadores deben disciplinarse para desarrollar este motor e instalarlo en cada frente de su vida. Este motor nunca se apaga. Si el motor está bien construido y en buenas condiciones operativas, la cantidad de ideas y sermones producidos no tiene límites. Quienes predican a menudo saben cuánto este proceso impacta sus vidas, y cómo esta disciplina les permite entregar algo digno de ser escuchado semana tras semana.

Incubación y destilación

En la medida en que este motor se vuelve medular, de forma automática las cosas de Dios pasan a ser centrales en la vida; una situación que le permite al predicador estar relacionado con las cosas de Dios permanentemente (¡y que le paguen por ello!). Debido a su necesidad de predicar, el predicador debe pasar mucho tiempo dedicado a las cosas de Dios. Esta sola necesidad posee el potencial de transformar significativamente la vida del predicador, ya que la Palabra, por su propia naturaleza, tiene el poder de transformar y bendecir.

De particular importancia para la consolidación de la credibilidad, son las etapas relacionadas con la meditación. La incubación y la meditación constituyen las etapas más significativas. El tiempo de incubación es aquel en donde el predicador capta una idea, la piensa, la revisa y la contempla desde diferentes puntos de vista, a menudo sin demasiada estructuración. La incubación puede ocurrir en cualquier momento, mientras maneja, juega o come Básicamente, permitimos que el texto repose, esperando que Dios nos impresione mientras le damos continuidad a nuestras actividades. John Killinger, un maestro de homilética, dijo: “Las ideas, tal como se le ocurren por primera vez al predicador, pueden no estar en su mejor estado para ser predicadas. Necesitan ser sazonadas, maduradas, antes de ser usadas”.[2]

La destilación es el proceso contrario a la incubación. Es el paso en donde el predicador destila de todas sus reflexiones el mensaje a ser predicado. Una parte difícil de la destilación es la creación de una frase que, de forma sucinta, resuma el propósito y contenido del sermón. “Ningún sermón está listo para predicarse, ni para ser escrito, hasta que podamos expresarlo en una frase breve, llena de significado y cristalinamente clara”.[3] Este paso puede ser el más arduo, pero el que más frutos brinda.

¿Qué se obtiene con esto? Si la idea de un sermón ha de convertirse en algo creíble, debe ser procesado, absorbido, incubado y luego, destilado. ¿Es lo suficientemente sustancial para ser un sermón? ¿Cuál es la idea esencial? ¿Qué ideas están relacionadas? ¿Qué aplicaciones prácticas pueden ser extraídas de ella?

Los efectos de este proceso son expansivos. El predicador hallará que tiene más de lo que puede decir en un solo sermón. Finalmente, la idea debe ser afinada y reducida al mensaje que será predicado.

“Ansiedad trémula”

Toda la reflexión y deliberación no solo clarifica y expande la idea, sino que además, tiene la tremenda capacidad de afectar al predicador. A medida que recorre el proceso homilético, aparte de ordenar la idea, muchas cosas acontecen. Primero, se desarrolla un sentido de urgencia -un componente esencial de la predicación creíble. Esto evita que el predicador predique como si no hubiese nada en juego. “Predicar como si nada estuviese en juego es una enorme contradicción”.[4]

Este sentido de urgencia se manifiesta como una tensión, casi como temor, algo que William Barclay llamó una vez “una ansiedad trémula”. Este temor, dice Barclay, se comprende mejor como una ansiedad de cumplir con el deber. El predicador verdaderamente efectivo es aquel cuyo corazón late intensamente mientras aguarda el momento de hablar.[5]

La ansiedad trémula se produce durante la incubación y la preparación. Cuando la gente escucha a un predicador lleno de esta ansiedad, ellos perciben que lo que el predicador está por decir es tan importante que generará cambios es sus vidas. Si esta ansiedad no está presente, el sermón suena vacío y poco convincente. Es en esta dinámica que surge la credibilidad.

Un efecto colateral a este proceso es tanto obvio y fascinante: el impacto devocional sobre el predicador. Para muchos predicadores, el valor devocional de la preparación del sermón es de poca monta. Sin embargo, es correcto afirmar lo contrario Parece increíble pensar que el proceso de incubar una idea, destilarla para el sermón y escribirla, no tuviera un efecto devocional sobre el predicador.

Es precisamente en la intersección entre el corazón y el mensaje del predicador donde surge la credibilidad. Ella florece cuando el mensaje toca la vida del predicador. Cuando esto ocurre, incluso un sermón sencillamente ensamblado puede ser más efectivo que uno que posee únicamente grandeza técnica.

Conclusión

Lo que ocurre dentro del predicador mientras prepara un sermón juega un rol importante en la credibilidad de su predicación. La diferencia que esto marca en los oyentes es significativa. “Para el oyente, la diferencia está entre escuchar un sermón o escuchar la Palabra de Dios; entre revisar un dogma o confrontarse al Dios viviente”.[6]

Los predicadores deben atender con cuidado la dinámica interna que impulsa la predicación. Deben afinar constantemente y potenciar sus motores homiléticos. Existen demasiadas cosas que lo pueden inhabilitar. Tomar prestado sermones daña a este motor, la falta de sinceridad también, no darse el tiempo para meditar o, simplemente, no creer en el texto puede ser mortal. Independiente de lo que nos cueste, la predicación es demasiado valiosa como para no cuidarla. Vale la pena escuchar a aquellos que cultivan la dinámica interna de la predicación, incluso si sus habilidades son escasas. Los que se permiten ser negligentes con ella llegan a ser “metal que resuena, o címbalo que retiñe” (1 Cor. 13:1). No merecen estar en el púlpito y debieran dejar que otros prediquen.

Sobre el autor: Decano del seminario teológico de la Universidad de Walla Walla, Estados Unidos.


Referencias

[1] Fred Craddock Preaching (Nashville, TN: Abingdon Press, 1985), p. 23.

[2] John Killinger, Fundamentals of Preaching (Minneapolis, MN: Augsburg Fortress, 1996), p. 51.

[3] John H. Jowett, The Preacher, his Life and Work (New York: George H. Doran Co., 1912), p. 133.

[4] William Barclay, The Letters to the Corinthians, The Daily Study Bible Series (Nashville: Westminster Press, 1975b), p. 24.

[5] Craddock, p. 25.

[6] Thomas Keir, The Word in Worship, citado en Killinger, p. 26.