La obra de Dios se terminará cuando los hombres y las mujeres unan sus esfuerzos con los ministros y con los oficiales de iglesia.

Habiendo asistido a un partido del Campeonato mundial de fútbol, me sentí muy feliz con el triunfo de la selección brasileña. Pero, a pesar de aquello, tuve la sensación de que el rendimiento del equipo podría haber sido mejor. Así, volé sobre las alas de la imaginación y aterricé en las conquistas de nuestras actividades misioneras. Aunque no hay lugar para sentimientos de frustración, ante las grandes victorias que Dios nos ha permitido, las ansias por la excelencia ministerial o por el cumplimiento pleno de la misión me llevan a concluir que “queda aún mucha tierra por poseer” (Jos. 13:1).

Gracias a Dios, la iglesia está intensamente involucrada en la misión, por medio de parejas misioneras, Grupos pequeños, clases bíblicas, oración intercesora, y semanas de cosecha y decisión. Todo esto ha resultado en un número mayor de personas bautizadas. Pero, con dedicación, podemos hacer mucho más si mantenemos el foco de nuestra misión, que tiene que ver con la comunión con el Señor; y Dios nos recompensará con victorias cada vez mayores.

Sometidos al Espíritu

¿Qué debemos hacer para acelerar el paso en la dirección de mayores conquistas? Primeramente, debemos atender el consejo inspirado: “En cualquier ramo de trabajo, el verdadero éxito no es el resultado de la casualidad ni del destino. Es el desarrollo de las providencias de Dios, la recompensa de la fe y de la discreción, de la virtud y de la perseverancia. Las bellas cualidades mentales y un tono moral elevado no son resultado de la casualidad. Dios da las oportunidades; el éxito depende del uso que se haga de ellas”.[1] Debemos someternos a la sabia dirección del Espíritu Santo y dejar que él nos guié al encuentro de personas que necesiten ser salvadas.

Unión y entrenamiento

Tenemos un equipo preparado, esperando ser entrenado, inspirado y capacitado. He encontrado hermanos inflamados por el Espíritu Santo, dispuestos a testificar alegremente sobre Jesús; y, a veces, oigo la siguiente observación. “Queremos hacer el trabajo. De hecho, lo que necesitamos es que los pastores nos inspiren, motiven, orienten y provean material de apoyo”. Entonces, uniéndonos a ellos en sus esfuerzos, entrenándolos, inspirándolos y capacitándolos, ciertamente contribuiremos a que hagan brillar -en las respectivas comunidades donde viven- la luz del evangelio de Cristo Jesús.

Reconocimiento

Más allá de la orientación y la capacitación necesarias, necesitamos reconocer los diligentes esfuerzos de los hermanos involucrados en la actividad misionera. Es importante que les demos oportunidades para que compartan lo que han hecho durante la semana, con el fin de alcanzar las estrellas del Salvador. Esta práctica los mantendrá animados y contagiará que otros se unan al trabajo. En programas de sábado por la mañana y por la tarde, en vigilias, congresos o visitas pastorales, no nos olvidemos de expresar nuestro reconocimiento al esfuerzo voluntario invertido en la misión

Garantías para la victoria

El mundo clama alrededor de nosotros. Una multitud de ángeles nos rodea como testigos que incentivan, motivan, apoyan y vibran con la conversión de pecadores (Luc. 1:7). El Espíritu Santo continúa levantando, entre nosotros, hombres y mujeres dotados con diversos dones para el trabajo misionero. Jesucristo nos garantiza el poder de su compañía en todo momento (Mat. 28:18-20). Nos encargó “a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Cor. 5:19) y espera que cumplamos fielmente nuestra parte, sin dudar de la victoria. Se nos dice que: “Cuando nos entregamos completamente a Dios y en nuestra obra seguimos sus instrucciones, él mismo se hace responsable de su realización. Él no quiere que conjeturemos en cuanto al éxito de nuestros sinceros esfuerzos. Nunca debemos pensar en el fracaso. Hemos de cooperar con Uno que no conoce el fracaso”.[2]

Sobre el autor: Coordinador del Ministerio de Grupos Pequeños en la Asociación Brasil Central, Rep. del Brasil.


Referencias

[1] Elena de White, Profetas y reyes, p. 357.

[2] Palabras de vida del Gran Maestro, p. 297.