Nuestro camino puede ser largo y difícil, pero podemos evitar la destrucción, de la misma manera en que los israelitas la evitaron.
¿Alguna vez te preguntaste por qué Dios les pidió los hijos de Israel que pintaran con sangre el dintel y los dos postes de la puerta de sus casas antes de la décima plaga (Éxo. 12:7)? Claro, respondes, era para que sirviera de señal cuando el ángel de la muerte pasara por sus casas (Éxo. 12:13).
Eso es cierto. Pero ¿por qué los postes? Dado que los postes no impiden que alguien entre a una vivienda, ¿por qué no pintar algo como una gran cruz en la misma puerta?
La arqueología egipcia brinda una respuesta que puede enseñarnos una poderosa lección acerca de la salvación solo por fe.
Una nación corrupta
Una fuente describe a los israelitas como un pueblo que “se mantenía como una raza bien diferenciada, que no tenía nada en común con los egipcios en costumbres o religión”,[1] y así conservó el conocimiento del Señor. Esta idiosincrasia cambió rápidamente después de la muerte de fosé y, en el momento de la zarza ardiente, Moisés se había inquietado por “la ceguedad, la ignorancia y la incredulidad de su pueblo, entre el cual muchos casi no conocían a Dios”.[2]
Además, según el registro bíblico, en el momento del Éxodo los israelitas ya no eran más nómades, sino que habitaban en casas (Éxo. 12:22), una costumbre egipcia que habían adoptado. En síntesis, los israelitas se estaban volviendo muy parecidos a los egipcios. Este punto es importante para comprender lo que sigue.
El estado de los muertos
Los egipcios creían en una vida eterna después de la muerte, y sus prácticas de construcción (que los israelitas adoptaron) reflejaban esta creencia. Los egipcios construían sus viviendas -desde las modestas casas de los esclavos hasta los lujosos palacios- con el mismo material de construcción: ladrillos de barro. Dado que esta vida era temporal, utilizaban materiales de construcción temporales para sus hogares; en contraste, construían sus templos y tumbas con piedra, que reflejaba una vida eterna después de la muerte.
La única excepción a esta regla arquitectónica era los postes y los dinteles de sus casas de ladrillos de barro. Estaban hechos de piedra. Esta construcción reflejaba su creencia de que el ser humano estaba constituido por cinco partes.[3] Si cualquiera de estas partes dejaba de existir, la persona cesaría de existir para siempre.
El cuerpo físico era una parte, y por eso la momificación era importante. El cuerpo tenía que sobrevivir a la muerte para que la persona viviera después de la muerte. La sombra era otra. Ellos creían que la sombra demostraba la realidad y era una parte muy real del ser de una persona. Otra parte era la ka o “fuerza vital” (los cristianos llaman “aliento de vida” (Gen. 2:7] a la fuerza que nos da vida). La cuarta parte de una persona era la ba o los “rasgos de carácter”. La última parte de la humanidad, en el pensamiento egipcio, era el nombre.
¿Qué es un nombre?
No debemos subestimar la importancia de los nombres. Para el egipcio de la antigüedad, el nombre era una parte muy real de una persona. Por lo tanto, cualquier visitante moderno que recorra Egipto hallará ejemplos de nombres que han sido quitados a cincel en las estatuas que aún se conservan. Hatshepsut, por ejemplo, vivió justo antes del Éxodo y gobernó Egipto por unos veinte años después que la muerte interrumpió inesperadamente el reinado de su esposo. Sin embargo, en algún momento después de que ella murió, el nombre de Hatshepsut fue raspado de muchos monumentos, un claro esfuerzo de borrarla de la vida después de la muerte.
Las razones aparecen en los escritos de Moisés, que fue educado al estilo de vida egipcio. Al describir el Éxodo, nunca menciona el nombre de Faraón, pero deliberadamente da los nombres de las dos parteras que fueron leales a Dios (Éxo. 1:15). Ellas vivirían en la verdadera vida después de la muerte y, por lo tanto, sus nombres importaban; el Faraón, que había rechazado a Dios (Éxo. 5:2), no viviría después de la muerte. Por consiguiente, su nombre no era importante y podía perderse en la historia.
Para combatir la pérdida potencial de sus nombres, la realeza y la nobleza construían extraordinarios monumentos de piedra con sus nombres grabados en tantos lugares como les era posible. Los menos ricos, por supuesto, no podían darse el lujo de hacer esto. En lugar de ello, sus casas, aunque fundamentalmente eran de ladrillos de barro, eran construidas con postres y dinteles de piedra. En estos se inscribía el nombre del que vivía adentro. Aun cuando la casa fuese destruida, tenía muchas posibilidades de que el nombre continuara existiendo mientras la piedra sobreviviera.
Y tenían razón, al menos en que su nombre sobreviviría con el correr del tiempo. A medida que se excavan cada vez más de estos postes y dinteles, los nombres de sus antiguos dueños permanecen intactos. Los egiptólogos que excavan la región del Delta en Egipto (los pantanos del norte, donde los israelitas habitaban) han descubierto muchos de estos postes y dinteles del antiguo Reino Nuevo (que datan del período del Éxodo).[4] La región del Delta es muy húmeda, de modo que quedó poco aparte de las piedras.
Los nombres cubiertos con sangre
Cuando los hebreos inmigraron a Egipto, vivían en tiendas. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, aprendieron a construir casas (probablemente como parte del trabajo que hacían como esclavos) y usaron ese conocimiento para construir sus propias estructuras más permanentes, probablemente no muy diferentes de las de los egipcios. Cuando Moisés regresó a Egipto, encontró que su pueblo vivía en casas, no en tiendas. Tenían mucho que desaprender, y las plagas iban a ser parte del proceso de aprendizaje.
Los hijos de Israel tenían que aprender la superioridad de Dios sobre los dioses de Egipto, a los que habían sido expuestos por cuatro generaciones. Dios lentamente les enseñó a confiar en él pero, después de nueve plagas, tenía un ejemplo práctico más que enseñar.
Cuando Dios mandó a los israelitas que pintaran los dinteles y los postes con la sangre que juntaran del cordero pascual, les estaba pidiendo que cubrieran sus nombres con la sangre del cordero. Al hacerlo, estaban aprendiendo los rudimentos de la salvación. Sus nombres en piedra no les aseguraba la vida en el más allá; solo la sangre del Cordero podía hacer eso. De hecho, al menos un miembro de su familia no sobreviviría la noche sin ella.
Nosotros, por supuesto, tenemos que aprender la misma lección. Es importante dónde está escrito nuestro nombre. “Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Apoc. 20:15). Este libro también es llamado “el libro de la vida del Cordero” (Apoc. 21:27). No es difícil que nuestros nombres estén escritos en ese libro; simplemente necesitamos aceptar la sangre del Cordero, que toma nuestro lugar.
Por supuesto, nuestro caminar con Dios no solo se trata de esto, pero todo comienza aquí. Los israelitas comenzaron su éxodo de Egipto poniendo la sangre del cordero pascual sobre sus nombres, y luego iniciaron el viaje siguiendo a Dios. Es lo mismo para nosotros. Nuestro caminar tal vez sea largo y difícil, pero podemos evitar la destrucción del mismo modo que los israelitas evitaron la destrucción: iniciando nuestro viaje con nuestros nombres cubiertos con la sangre del Cordero.
Sobre el autor: Curador asistente del Museo Arqueológico de la Universidad Andrews, Estados Unidos.
Referencias
[1] Elena G. de White, Patriarcas y profetas, 247.
[2] Ibíd, 257.
[3] Para un ensayo Informativo sobre este tema, ver james P. Allen. Middle Egyptian. An Introduction to the Language and Culture of Hieroglyphs (Cambridge: Cambridge University Press, 2001), pp. 79-81.
[4] Para algunos ejemplos de estos, ver Labib Habachi, Tell El- Dab’a Tell El-Dab ’a and Guarnir the Site and his Connection With Avaris and Piramesse (Viena. Verlag der ósterrekhischen Akademie der Wissenschaften, 2001), pp. 40-43,53-55.