Debo tener paciencia conmigo mismo y con las frustraciones de otros sobre mí (aunque sean legítimas), porque sé que estoy en un proceso educativo en el que Dios tiene planes que van más allá de mi realidad presente.

Acabo de leer los dos libros del profeta Jeremías. Ya los había leído anteriormente, pero, por alguna razón, ¡nunca me había identificado tanto con el autor! En primer lugar, debido a su profunda noción de su propia incapacidad: “Y yo dije: ¡Ah! ¡ah, Señor Jehová! He aquí, no sé hablar, porque soy niño” (Jer. 1:6). Desde el inicio de mi ministerio, también me persigue esa sensación frustrante de estar procurando sin éxito cumplir con mis expectativas y deberes. Pareciera que, mientras más uno trabaja, más descubre que no consigue hacer las cosas bien.

¿Cómo atender todas las visitas que son requeridas, además de las que surgen de imprevisto? ¿Cómo dedicar el tiempo suficiente a la esposa y a los hijos? ¿Cómo atender a todas las congregaciones de manera apropiada? ¿Cómo equilibrar el evangelismo y la conservación? ¿Cómo desarrollar una relación más íntima con cada líder de iglesia y con su familia? ¿Cómo realizar y cumplir un plan adecuado, y tomar control de mi vida, en lugar de andar “apagando incendios”? ¿Cómo promover de manera honesta y apropiada los proyectos más amplios de la iglesia (propuestos por la Administración), incluidos los blancos? ¿Cómo desarrollar un programa periódico de estudio y de crecimiento personal? Y, por sobre todo, ¿cómo desarrollar un programa permanente de comunión con Dios?

Algunas de estas cosas siempre estuvieron en el nivel más mínimo de lo considerado aceptable, y esto es extremadamente frustrante, y puede ser insalubre. Pero, lo peor de todo es tener que convivir con la frustración de los demás con respecto a nuestro ministerio, y en esto ¡también admiro a Jeremías! Fue un pastor que tuvo éxito en su ministerio, ¡pero nunca lo supo! Perseveró toda su vida bajo la presión del descontento de los demás.

La impopularidad extrema de su mensaje puso su vida en riesgo varias veces, pero él nunca abandonó el ministerio ni solicitó ser trasladado. Tal vez podría haber huido, pero permaneció con sus miembros hasta el final. Su motivación era el plan de Dios para él; y su esperanza, sus promesas: “[…] a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande. No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice Jehová. […] Y pelearán contra ti, pero no te vencerán; porque yo estoy contigo, dice Jehová, para librarte” (Jer. 1:7-8,19).

Años después de salir de un distrito, supe que alguien había buscado firmas para que me cambiaran. Si hubiese sabido de eso en aquel entonces, seguramente habría sucumbido bajo la presión emocional al considerarme indigno, sumado a la frustración justificada de algunos de esos miembros conmigo. Sin embargo, ¡alguien los convenció de que no entregaran el documento! “Porque yo estoy contigo, dice Jehová”.

Experiencias como estas me han enseñado que nuestros sentimientos, o los de los demás, no pueden ser el criterio principal que dirija nuestro ministerio. Cada mañana, debo buscar conocer la voluntad de Dios para mí. Debo tener paciencia conmigo mismo y con las frustraciones de otros sobre mí (aunque sean legítimas), porque sé que estoy en un proceso educativo en el que Dios tiene planes que van más allá de mi realidad presente. Mis ojos deben estar fijos constantemente en el plan a largo alcance que Dios tiene para mi vida: “Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones” (Jer. 1:5). Entonces, ¡adelante, Jeremías!

Sobre el autor: Al escribir este artículo, se desempeñaba como secretario ministerial asociado de la División Sudamericana. Ahora lidera el departamento de Hogar y Familia.