Confieso que, durante algún tiempo, tuve dificultades para entender la justicia de Dios al impedir, como castigo, la entrada de Moisés en la Tierra Prometida (Núm. 20:2-13). Sin embargo, el capítulo 37 del libro Patriarcas y profetas es rico en detalles, y no deja dudas con respecto al hecho de que el mayor líder humano de todos los tiempos vaciló en la madurez de su fe. En el lamentable episodio de Meriba, insinuó atribuirse la capacidad de matar de sed al pueblo, olvidando que eso era prerrogativa exclusiva de Dios. “Cuando exclamaron airadamente: ‘¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?’, se pusieron en lugar de Dios, como si dispusieran de poder ellos mismos, seres sujetos a las debilidades y pasiones humanas” (Patriarcas y profetas, p. 442).

Ante la rebelada multitud, demostrando falta de humildad, paciencia, fe y dominio propio, con ímpetu de ira, Moisés hirió la roca dos veces con la vara. La fascinación del poder se subió a la cabeza del respetable hombre de Dios, ofuscándole la visión espiritual e impidiéndole ver, en esa roca, al propio Cristo. ¡Qué tremenda lección para los líderes de rodos los niveles y áreas: pastores, administradores, educadores y padres!

Estando todavía en la tierra, los santos no se encuentran libres de los ataques sutiles del enemigo de las almas, que no da treguas en el intento de abatir, a través del orgullo, a los siervos de Dios. Cuando se pierde la batalla contra el “yo”, se pierde la batalla de la vida. “La verdadera grandeza no necesita ostentación externa”, dice Elena de White (El Deseado de todas las gentes, p. 209). Fue por absoluta misericordia de Dios que el agua brotó abundantemente, saciando la sed del pueblo. Él es siempre el verdadero proveedor del éxito. Es de él la iniciativa de salvar a hombres y mujeres. Solo somos sus instrumentos.

La media vuelta

Como Padre amoroso que es, el Señor no reprendió a su siervo públicamente. Tras bambalinas, sin embargo, la corrección fue severa: “Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel, por tanto no meteréis esta congregación en la tierra que les he dado” (Núm. 20:12). Dios ama al pecador, pero abomina el pecado cometido por toda persona. Moisés volvió a su tarea y vio la muerte de Aarón, su hermano mayor y compañero de ministerio. Y esperó, a su vez, cerrar su trabajo y la vida de ciento veinte años.

El punto culminante de esa crisis fue el regreso de Moisés a la verdad grandeza al reconocer el error cometido. Y “el Señor aceptó su arrepentimiento, aunque, a causa del daño que su pecado pudiera ocasionar entre el pueblo, no podía remitir el castigo” (Patriarcas y profetas, p. 443). Entonces, “le dijo al pueblo que por no haber atribuido la gloria a Dios, no lo podría introducir en la Tierra Prometida”.

Moisés tenía todo para rebelarse y amargarse. Sin embargo, no se lamentó ni se quejó, ni se rebeló contra Dios. Debido a su fiel y constante conversación con él, alcanzó la bendición de ser llevado al cielo, antes de la futura resurrección de los justos (Mat. 17:3).

Lo que aprendemos

Dominio propio. Ante las dificultades y las pruebas, el líder no se debe exasperar. A fin de cuentas, la Causa no le pertenece sino a Dios. Él, sí, es el Señor de la misión. Colócate solo como fiel mayordomo e instrumento en sus manos.

Humildad. Cuando te equivoques, reconoce el error y confiésalo. Moisés no perdió autoridad, dignidad ni admiración ante el pueblo al admitir el error. Cuando murió, el pueblo lo veló durante treinta días (Deut. 34:8).

Madurez. El ejercicio del liderazgo requiere madurez. El resentimiento ante la reprensión indica falta de esa virtud indispensable en el líder.

Vigilancia personal. El líder debe mantenerse permanentemente en guardia con respecto a los puntos vulnerables de la naturaleza humana. Cada individuo conoce los suyos, y están en la mira del adversario. Moisés fue víctima de un descuido momentáneo.

Percepción clara. “Habla a la roca” fue la expresa orden de Dios. Fue en el fragor de la crisis y bajo intensa presión que Moisés y Aarón confundieron la solución presentada por Dios. Necesitamos tener un claro discernimiento.

Finalmente, aunque se nos ha dicho que “cuanto mayores sean la luz y los privilegios concedidos al hombre, mayor será su responsabilidad, más grave su falta, más severo su castigo”, podemos estar seguros de que Dios repara nuestros errores y, por su gracia, nos recibirá también en la Canaán celestial como siervos buenos y fieles.

Sobre el autor: Pastor y administrador jubilado, reside en Artur Nogueira, SP, Rep. de Brasil