La vida nos ofrece aflicciones. Pero Cristo hace promesas reconfortantes.

Tengo un problema. Se me ha pedido que hable acerca de “Alguien pacífico” Puesto que soy cristiano, se diría que yo soy una persona pacífica, que hablo de paz y que vivo la paz. Pero mi vida es cualquier cosa menos pacífica.

La razón de mi conflicto con la paz se puede resumir en dos palabras. La primera es apuro. Una estadística establece que el 36% de los norteamericanos siempre están deprisa. Un escritor afirma que esto no tiene precedentes históricos: no ha sucedido nunca antes, en ninguna parte.

Me pregunto cuántos, de ese 36%, son pastores. ¿Sería posible que usted fuera uno de ellos? Entonces, haga esta prueba:

Seguramente, usted se apuró hace poco para llegar a un semáforo, ¿no es cierto? Permítame preguntarle: ¿Qué pasó inmediatamente antes de que usted llegara al semáforo? En primer lugar, usted se apuró y trató de aventajar a otro auto para llegar antes y estar en condiciones de ser el primero en apretar el acelerador cuando el semáforo señalara el verde. Pero, como perdió la carrera, se quedó atrás rezongando y haciéndose algunas preguntas. ¿Quién conduce ese auto? ¿Qué edad tiene? ¿Es hombre o mujer? ¿Qué clase de auto es? ¿Qué posibilidades hay de que el conductor de ese auto se demore dos segundos más en apretar el acelerador cuando la luz cambie a verde?

¿Alguna vez hizo esto? Entonces, ¡únase al tercio de los apurados! Me siento feliz de darle la bienvenida, porque eso significa que no soy el único que tiene ese problema.

Pero no solo la palabra apuro amenaza con apoderarse de nuestras vidas y privamos de paz. También está la palabra preocupación. ¡Hay tanto que hacer! ¿Terminará alguna vez esto? El teléfono, ¿dejará de llamar?

Justamente hay tanto que hacer y tanta gente para quien hacerlo. ¿Sabía usted que, en promedio, los oficinistas de este país dedican 36 horas a trabajar en sus escritorios en un tiempo determinado? ¡Treinta y seis horas! Eso significa que, en un lapso dado, usted ha acumulado un atraso de una semana en su trabajo de oficina.

Y el descanso no siempre ayuda. En efecto, los norteamericanos de la actualidad duermen dos horas y media menos que sus congéneres de hace cien años.

Y este es mi problema. Tengo que ser alguien de paz; debo hablar de paz. Pero el apuro y las preocupaciones se agolpan frente a mi vida.

Pero, por favor, no me entiendan mal. No se trata de que yo no quiera tener paz. La quiero, y mucho. Me siento profundamente atraído por ella. Mi vida puede estar llena de actividades y de preocupaciones, pero necesito paz. El asunto es: ¿cómo la consigo?

¿Ya ha oído la historia de Chuck Swindoll? Parece que este pastor dejó el ministerio después de ejercerlo durante veinte años. Decidió convertirse en director de pompas fúnebres. Alguien le preguntó: “¿Por qué lo hizo?”

“Bien -explicó él-, la respuesta es muy sencilla. Ya ve: en el ministerio dediqué unos doce años para tratar de enderezar a nuestro John, y nunca lo conseguí. Y dediqué unos catorce meses para tratar de enderezar al matrimonio Smith, y tampoco lo logré. Y después dediqué tres años a tratar de enderezar a Susan, y no lo conseguí nunca. Ahora, cuando los enderezo, se quedan derechos”.

Supongo que este es uno de los problemas que enfrentamos cuando tratamos con seres vivos: no quieren “andar derechos”. Y, como no quieren, ser alguien de paz es todo un desafío.

¿Cómo podemos llegar a ser gente de paz?

Una manera es huir. Huir a las islas. Huir a las películas. Huir con un buen libro. Huir, dice nuestra cultura; porque al huir vas a encontrar la paz.

Huir es ciertamente una opción. Pero, con toda franqueza, no es muy buena, porque en cuanto termina la huida, todos los problemas de la vida permanecen todavía allí mismo, justo en el lugar donde los dejamos.

Otra opción consiste en depender de las circunstancias que nos rodean para que nos proporcionen paz, si son las correctas: si no hay apuro ni prisa, entonces podremos estar en paz, ¿no es cierto?

Hubo un momento en que esta opción funcionó razonablemente bien.

Uno de mis programas favoritos de televisión es El Show de Andy Griffith. Recuerdo un episodio en el que el comisario Andy Griffith y su lugarteniente, Barney Fife, representado por Don Knotts, están sentados en el vestíbulo de la comisaría después de cenar. La tarde está tranquila. Andy está tocando suavemente la guitarra. Barney escucha y piensa. Por fin, lentamente dice: “Creo que voy a ir a la cocina a traer un helado”.

El silencio se extiende durante unos segundos; ninguno de los dos dice nada. Andy sigue tocando la guitarra. Y por fin dice: “Bien, ¿por qué no vas a la cocina y te traes un helado?”

Y el silencio se extiende por algunos segundos más. Y por fin Barney dice: “¿Sabes? Creo que voy a ir a la cocina a buscar un helado”

Y después de lo que pareció unos tres años más tarde, Andy por fin dijo: “Está bien, anda a la cocina y consíguete un helado”.

Para ese momento, los habitantes del sur de California del siglo XXI, súper estimulados, están gritando: “¡Busca ese bendito helado de una buena vez!”

Hubo un tiempo en que, si usted dependía de las circunstancias para ser alguien de paz, eso pudo haber funcionado razonablemente bien. Pero esos tiempos desaparecieron hace mucho del espejo retrovisor.

La perspectiva bíblica

Busque primero Juan 16 y después Juan 14.

Analicemos juntos estos dos versículos, uno de cada capítulo mencionado. Pero antes, veamos cuál es el contexto de ambos capítulos. Jesús estaba hablando durante la noche previa a su crucifixión. La Cruz estaba ya delante de él. La vida se había vuelto peligrosa, mortal. En efecto, es difícil imaginar un momento más turbulento que este. La tormenta se estaba preparando para lanzar su furia sobre él. Aún hoy, el trueno todavía resuena, lúgubre. El clima emocional era pesado. La angustia estaba en camino. Era un buen momento para apurarse y preocuparse. “Apurémonos y salgamos de aquí porque hay muchas razones para preocuparse”.

Y sin embargo, en medio de este momento turbulento, Jesús habló de paz. ¡De paz! ¿Se imagina? ¿Podría haber habido un momento peor para hablar de paz? Era el momento más problemático de la vida de Jesús. Pero, escuche lo que dijo justo cuando la tormenta estaba por estallar.

Lea Juan 14:27 y 16:33.

Es una nueva promesa. En Juan 14:27, la palabra eirene, que significa paz, aparece por primera vez en el cuarto evangelio. Es un momento extraño para comenzar a hablar de paz, justo cuando la tempestad está por comenzar. Hubiera tenido más sentido hablar de paz en los primeros días de la predicación, antes de que las multitudes crecieran tanto, antes de que el conflicto se instalara, antes de que llegaran los días de la amenaza. Hubiera tenido más sentido hablar de paz entonces; las circunstancias eran mucho mejores. Pero no; no hasta ese momento. Jesús no habló de paz hasta que el relámpago surcó el cielo y el trueno restalló.

Yo no sé cómo lo entiende usted, pero algo es claro aquí: la paz a la que Jesús se refirió no significa ausencia de conflicto; después de todo, faltaban solo pocas horas para la crucifixión. Hacía poco, un par de capítulos más atrás, había mencionado que su alma estaba “turbada” (Juan 12:27) por lo que le esperaba. Y a pesar de eso habló de paz.

Por lo tanto, sin importar lo que signifique la paz, algo es claro: la paz que Jesús ofrece no es consecuencia de la ausencia de dificultades, problemas y tensión nerviosa.

Un teólogo especialista en Nuevo Testamento lo dice con sencillez. Presten atención: “La paz que Jesús da está fundada en Dios y no en las circunstancias”.[1]

Y esto es lo que debemos entender; porque en el mundo que nos rodea generalmente se entiende que la paz es la ausencia de conflicto: asegúrese de que las circunstancias estén bien, y tendrá paz. Asegúrese de que no haya ni apuros ni preocupaciones, y entonces disfrutará de paz.

Y entonces Jesús, en medio del conflicto, rodeado de razones para apurarse y preocuparse, habló de paz.

Si juntamos estos dos versículos, podremos formular dos sencillas declaraciones acerca de la clase de paz de que habló Jesús.

En el mundo: aflicción

En primer lugar, podemos decir que en el mundo tendremos aflicción. ¿Qué podemos esperar de la vida? Una canción popular responde: AFLICCIÓN. Y además, esta certidumbre, esta verdad, esta promesa de Jesús es curiosamente consoladora, porque nos dice que cuando enfrentamos dificultades en el mundo no significa que algo esté mal en nosotros. En efecto, puede querer decir que algo anda bien.

A comienzos de la década de 1990, en los Estados Unidos, una gran cantidad de profesionales de alto nivel comenzó a trasladarse de las ciudades al campo. Bueno, cuando la gente rica, acostumbrada a todas las comodidades de la vida urbana y de la ciudad, se trasladó a zonas rurales, se pueden imaginar lo que sucedió. Hubo unas cuanta sorpresas.

Patrick O’Driscoll, en un artículo que escribiera el 8 de agosto de 1997 para el periódico USA Today (Estados Unidos hoy), dijo lo siguiente: “El rebaño de su vecino puede despedir mal olor. Tendrá que llevar usted mismo la basura al basurero. Es posible que el correo no llegue todos los días, o en una de esas que no llegue nunca. Puede ser que ni la energía eléctrica ni el teléfono lleguen hasta su propiedad. Ni los bomberos ni la ambulancia vendrán pronto en caso de emergencia, tampoco. E incluso su remoto sendero de montaña jamás será acondicionado ni pavimentado”.

Por lo visto, muchos no estaban preparados para enfrentar esas realidades, de manera que empezaron a quejarse. Se sentían incómodos porque no se les proporcionaban todas las comodidades a que estaban acostumbrados y que daban por establecidas. Sus quejas no dieron muy buenos resultados, sin embargo. En efecto, un intendente (alcalde) que se llama John Clarke, del Municipio de Larimer, Colorado, recibió tantos llamados absurdos, que finalmente escribió un folleto de trece páginas titulado “El Código del Oeste: Las realidades de la vida rural” Lean algo de lo que escribió:

“Los animales y sus excrementos pueden dar mal olor. ¿Qué más quieren que les diga?”

“Si su camino es de grava, es muy poco probable que el Municipio de Larimer se lo pavimente en un futuro previsible”.

“La topografía del lugar puede decirles a ustedes por dónde correrá el agua en caso de lluvias intensas. Si su propiedad está ubicada en el fondo de un valle estrecho, lo más probable es que el agua, en algún momento, se les meta dentro de la casa”.

Clarke dice que no estaba tratando de alejar a los recién llegados. “No -dijo-, solo quiero decirles qué pueden esperar”

Y Jesús hace lo mismo. Les dijo a los discípulos, y nos dice a nosotros: “En el mundo: A-F-L-I-C-C-I-Ó-N”. Pero ese hecho, esa realidad, y los apuros y las preocupaciones que la acompañan, no necesitan alejamos de la realidad de su segunda declaración.

En Jesús: paz

La segunda declaración de Jesús que aparece en estos versículos es: en Jesús, paz. En otras palabras, aunque podamos aceptar que “este mundo está lleno de demonios”, los que están en Jesús están llenos de paz. Se les ha dado la gracia de elevarse por encima del tumulto para llegar a un lugar sereno.

Eugene Peterson, autor de libro The Contemplative Pastor [El pastor contemplativo], se refiere a una escena que aparece en la obra clásica Moby Dick, de Hermán Melville. En esa escena, vemos al ballenero mientras avanza a través de las turbulentas aguas del océano para perseguir a la gran ballena blanca que se llamaba Moby Dick. Los pescadores trabajaban intensamente, con cada músculo tenso, con toda su atención y sus energías concentradas en la tarea que tenían entre manos. Nosotros, por nuestra parte, vemos el conflicto cósmico, la gran batalla entre el bien y el mal. Delante, tenemos un mar caótico y el monstruo demoníaco que se yergue contra el capitán Ahab, el hombre que ha sido herido moral mente.

Pero lo que llama nuestra atención es que en el barco hay alguien que aparentemente no hace nada. No empuña un remo; no transpira; no grita. Está allí tranquilo, en medio del tumulto y las maldiciones. ¿Quién es? Es el arponero, el que va a lanzar el arpón contra la ballena. Y espera tranquilo y reposado. Entonces, en el libro aparece esta sentencia: “Para que su arpón actúe con la mayor eficiencia posible, los arponeros de este mundo tienen que tener sus pies alejados de la ociosidad, no de su tarea”.

Escuchemos ahora lo que Eugene Peterson tiene que decir acerca de las imágenes literarias y las palabras de Melville: “La sentencia de Melville es una declaración paralela a la del Salmo 46:10: ‘Estad quietos, y conoced que yo soy Dios’, y también con la de Isaías 30:15: ‘En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza’ ”.

Peterson prosigue.

“Los pastores sabemos que en el mundo hay algo que está radicalmente mal […]. La ballena blanca, símbolo del mal, y el capitán herido, la personificación de la justicia violada, están unidos en combate. En un mundo tal, el ruido es inevitable, y se consume mucha energía. Pero, si no hay arponero en el barco, la cacería no va a terminar como corresponde. O si el arponero está exhausto, o abandonó su puesto y se fue a empuñar los remos, no estará listo ni será exacto cuando llegue el momento de lanzar el arpón.

“A veces nos parece más interesante la tarea de los remeros, y trabajamos intensamente en favor de una causa moral, dedicando todas nuestras energías a un combate que sabemos que tiene consecuencias eternas. Y siempre parece más dramático asumir el oprobio del capitán Ahab, ansioso de represalias y de venganza, enojado por la herida que le infligió el enemigo. Pero hay algo muy importante que hacer. Alguien tiene que arrojar el arpón; alguien tiene que ser arponero”.[2]

Es tan tentador dejar que el apuro y las preocupaciones ocupen el lugar de la tarea que se le ha asignado a cada cristiano, y en especial a los pastores, a saber, empezar simplemente con Jesús. Cuando las tormentas de la vida lanzan sus olas contra el barco en que nos encontramos, nos sentimos tentados a abandonar el puesto del arponero y dedicarnos a remar. Pero, precisamente en ese momento, debemos recordar que ciertamente cada cristiano y, en especial, cada pastor ha sido llamado, por encima de todo, a estar, simplemente, con Jesús.

Por eso, Juan registra las palabras de Jesús: “En mí tendréis paz. En el mundo tendréis aflicción, pero en mí tendréis paz”.

Eso significa, por lo tanto, que debemos estar en él, que debemos permanecer en él, como lo dice en los capítulos finales del evangelio de Juan.

¿Cuándo fue la última vez que usted estuvo con él? ¿Cuándo fue la última vez que usted permaneció por largo tiempo en su presencia? ¿Cuándo fue la última vez que usted estuvo en el ojo de la tormenta, o en medio de ese silencioso y tranquilo refugio de paz, mientras el huracán rugía, pero usted estaba con él? ¿Cuándo sucedió eso por última vez?

Con las palabras del himno:

“Eterna Roca es mi Jesús,

refugio en la tempestad;

confianza he puesto yo en él,

refugio en la tempestad.

Coro

Roca eterna, nuestra protección,

nuestra fuerza, nuestro Salvador,

nuestro auxilio en la tribulación,

consolación en el dolor”.

¿Oyó alguna vez la historia de esa señora anciana que vivía en Londres durante la Segunda Guerra Mundial? Las bombas estaban reduciendo a escombros la ciudad a su alrededor, pero ella parecía estar extrañamente en paz.

“-¿Cómo puedes estar tan tranquila? -le preguntaban sus amigas- ¿Cómo puedes estar así, mientras la ciudad se viene abajo?”

“Bien -dijo ella-, es como esto: todas las noches, antes de dormir, me arrodillo y le pido a Dios que esté conmigo durante la noche. Y, como me parece que ya lo he dicho todo, me voy a dormir”.

Usted ya lo sabe: el verdadero problema no son ni los apuros ni las preocupaciones. El verdadero problema es si yo estoy en el mundo o en Jesús.

En el mundo, aflicción; en Jesús, paz.

Sobre el autor: Es el pastor principal de la iglesia de la Universidad Adventista de Loma Linda, California, Estados Unidos.


Referencias

[1] Rodney A. Whitacre, The IVP NT Commentary Series: John [El comentario IVP del Nuevo Testamento: Juan] (Downer’s Grove, Illinois, University Press), p. 365.

[2] Eugene H. Peterson, The Contemplative Pastor [El pastor contemplativo] (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1993), pp. 33, 34.